—¿Qué le ocurre, amigo mío? —exclamó—. Se queda usted ahí como… ¿Cómo dicen ustedes? ¡Ah, sí!, como un cerdo degollado.
Le explique que tenía miedo de destruir posibles pisadas.
—¿Pisadas? ¡Pero, qué idea! ¡Si se puede decir que ha entrado en el cuarto un verdadero ejército! ¿Qué pisadas vamos a encontrar? No, venga usted aquí y ayúdeme en mi registro. Dejaré aquí mi carpeta hasta que la necesite.
Colocó la carpeta en la mesa redonda próxima a la ventana, pero más le valiera no haberlo hecho, porque el tablero estaba flojo, se ladeó y la carpeta cayó al suelo.
—En voilà une table —gritó Poirot—. ¡Ay, amigo mío, puede uno vivir en una gran casa y no tener comodidad!
Después de su filosófico comentario, reanudó la búsqueda.
Un pequeño estuche de documentos, color violeta, que descansaba en el escritorio con la llave en la cerradura, llamó mi atención durante algún tiempo. Sacó la llave y me la entregó a mí para que la examinara. Pero no vi en ella nada de particular. Era una llave corriente, de tipo Yale, atada con un trocito de alambre retorcido.
A continuación examinó el armazón de la puerta forzada, asegurándose de que el cerrojo había sido corrido. Después se dirigió a la puerta del lado opuesto, que comunicaba con el cuarto de Cynthia. También esta puerta tenía echado el cerrojo, como yo había hecho constar. Sin embargo, Poirot llegó al extremo de descorrer el cerrojo y abrir y cerrar la puerta varias veces; lo hizo teniendo mucho cuidado de no hacer ruido. De pronto, algo en el cerrojo mismo pareció llamar su atención. Lo examinó con sumo cuidado y con unas pinzas que sacó vivamente de su carpeta extrajo de él algo muy pequeño que encerró en un sobrecito.
Sobre la cómoda había una bandeja y en ella una lámpara de alcohol y un cazo pequeño. El cazo contenía una pequeña cantidad de un líquido oscuro y cerca de él reposaban una taza vacía, en la que habían bebido de aquel líquido, y un plato.
Me pregunté cómo había podido ser tan mal observador y pasar esto por alto. Aquella pista valía la pena. Poirot introdujo delicadamente un dedo en el líquido y lo probó con cierto escrúpulo, haciendo una mueca.
—Chocolate, creo que con ron.
A continuación pasó a examinar los objetos esparcidos por el suelo, donde la mesilla de noche había sido volcada. Consistían en una lamparita, algunos libros, cerillas, un manojo de llaves y fragmentos desmenuzados de una taza de café.
—¡Qué curioso! —dijo Poirot.
—Le confieso que no veo nada de particular.
—¿No? Fíjese en la lámpara: el tubo de cristal está roto en dos partes; ahí están, tal como quedaron al caer. Pero mire, la taza está completamente hecha cisco.
—Bueno —dije sin mostrar interés—. Alguien la habrá pisado.
—Eso es —dijo Poirot con voz extraña—. Alguien la habrá pisado.
Se levantó, dirigiéndose lentamente a la repisa de la chimenea, donde permaneció absorto, manoseando las figuritas y poniéndolas en orden, viejo recurso suyo cuando estaba agitado.
—Mon ami! —dijo volviéndose hacia mí—, alguien pisó esa taza, desmenuzándola, y la razón para hacerlo fue, o bien que contenía estricnina o bien que no la contenía, lo que es mucho más serio.
No contesté. Estaba desconcertado, pero bien sabía que era inútil pedirle explicaciones. Después de unos minutos, se levantó y continuó sus investigaciones. Cogió del suelo el manojo de llaves y les dio vueltas entre sus dedos hasta escoger una muy reluciente, que introdujo en la cerradura de la caja de documentos, de color violeta. La llave abrió la caja, pero Poirot, después de un momento de duda, volvió a cerrarla y deslizó en su bolsillo el manojo, así como la llave que anteriormente estaba en la cerradura.
—No tengo autoridad para examinar esos papeles. Pero hay que hacerlo, y enseguida.
Examinó cuidadosamente los cajones del lavabo. Luego atravesó la habitación en dirección a la ventana de la izquierda, donde pareció interesarle especialmente una mancha redonda, apenas visible en la alfombra color castaño oscuro. Se arrodilló, examinándola minuciosamente, incluso oliéndola.
Por último, vertió unas gotas de chocolate en un tubo de ensayo, cerrándolo cuidadosamente. A continuación sacó un cuadernito.
—Hemos encontrado en esta habitación —dijo escribiendo afanosamente— seis puntos de interés. ¿Los enumero yo o lo hace usted?
—Usted —repliqué con prontitud.
—Muy bien. Uno, una taza de café triturada; dos, una caja de documentos con una llave en la cerradura; tres, una mancha en el suelo.
—La mancha puede llevar ahí algún tiempo —interrumpí.
—No, porque todavía está húmeda y huele a café. Cuatro, una brizna de tela verde oscuro, sólo un hilo o dos, pero lo suficiente para saber lo que es.
—¡Ah! —exclamé—. Eso fue lo que usted guardó en el sobre.
—Sí. A lo mejor resulta ser de un traje de mistress Inglethorp y carece de importancia. Ya veremos. Cinco, esto… —y con gesto dramático señaló una gran mancha de esperma de bujía en el suelo, cerca de la mesa escritorio—. No podía estar ayer; una buena doncella la hubiese quitado inmediatamente con un papel secante y una plancha caliente. Uno de mis mejores sombreros, una vez…, pero éste es otro asunto.
—Es muy probable que date de anoche. Estábamos todos muy agitados. También puede ser que la propia mistress Inglethorp hubiera dejado caer su vela.
—¿Sólo trajeron ustedes una vela a esta habitación?
—Sólo una. La llevaba Lawrence Cavendish. Pero estaba muy impresionado. Parecía haber visto algo por ahí —indiqué la repisa de la chimenea— que le dejó completamente paralizado.
—Eso es interesante —dijo Poirot rápidamente—. Sí, es un hecho lleno de sugestiones —sus ojos recorrían, mientras hablaba, toda la extensión de la pared—. Pero no fue su vela la que produjo esa gran mancha, porque, como usted puede ver, esta cera es blanca, mientras que la vela que llevaba monsieur Lawrence, que todavía está ahí en el tocador, es de color de rosa. Por otra parte, mistress Inglethorp no tenía candelabro en la habitación, y sí tan sólo una lamparita de alcohol.
—Entonces, ¿qué consecuencia saca usted?
A mi pregunta contestó mi amigo de modo irritante, animándome a usar mis propias facultades.
—¿Y el sexto descubrimiento? —pregunté—. Supongo será el chocolate.
—No —dijo Poirot pensativo—. Debía haber incluido el chocolate en el sexto, pero no lo hice. No, el sexto me lo reservo de momento hasta que lo crea oportuno.
Echó una rápida ojeada alrededor de la habitación.
—No hay nada más que hacer aquí, a menos que… —se quedó contemplando atentamente durante largo rato las cenizas de la chimenea—. El fuego quema y destruye. Pero puede ser que… podría haber… ¡Vamos a verlo!
Se agachó y comenzó a separar las cenizas del hogar, poniéndolas en el guardafuego y manejándolas con sumo cuidado. De pronto profirió una débil exclamación.
—¡Las pinzas, Hastings!
Se las di rápidamente y extrajo con pericia un pedacito de papel medio quemado.
—¡Vaya, mon ami! ¿Qué le parece a usted esto?
Examinó el trozo de papel. A continuación incluyo una reproducción exacta.
Me quedé perplejo. Era un papel muy grueso, completamente distinto del papel de notas corriente. De pronto se me ocurrió una idea.
—¡Poirot! —exclamé—. Es un fragmento de un testamento.
—Exactamente.
Le miré fijamente.
—¿No le sorprende a usted?
—No —dijo gravemente—. Lo esperaba.
Le devolví el trozo de papel y lo guardó en su carpeta, con el mismo cuidado metódico con que hacía todas las cosas. Mi cabeza era un torbellino. ¿Qué significaba aquella complicación del testamento? ¿Quién lo había destruido? ¿La persona que había hecho la mancha en el suelo? Evidentemente. Pero ¿cómo había podido entrar nadie en el cuarto? Todas las puertas tenían echado el cerrojo por dentro.