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Dijo esto en un tono desapasionado, exento de reproche. Sin embargo, Gionga enrojeció de rabia y parecía que iba a negarse a lo propuesto. Luego se encogió de hombros, se dio la vuelta e hizo una señal a dos de sus hombres para que se acercaran.

Oyeron una voz a lo lejos y vieron a Donndubháin, que regresaba a caballo, trotando colina abajo. Parecía preocupado.

– Colgú ha sugerido que aquí podría ser más útil -explicó con una expresión que trataba de sugerir que a Colgú no le hacía gracia dejar a su hermana en compañía del guerrero de los Uí Fidgente-. Capa y Eadulf lo están atendiendo.

Fidelma sonrió con aprobación.

– Excelente -dijo-. Los hombres de Gionga van a llevarse los cuerpos a la botica de Conchobar. ¿Podría guiarles alguno de vuestros hombres?

Donndubháin llamó a un guerrero que pasaba por allí.

– Acompañad a los hombres de los Uí Fidgente con estos cuerpos a… -se interrumpió, alzando las cejas con un gesto interrogativo a Fidelma.

– A la botica del hermano Conchobar. Decidle que espere a que le dé instrucciones. Quisiera examinar los cuerpos personalmente.

El guerrero les saludó y, con una señal, indicó a los guerreros que cargaban con los cuerpos que le siguieran.

– Bien, partiremos del lugar donde alcanzaron a Colgú y Donennach -anunció Fidelma.

Gionga no dijo nada, se limitó a seguir a Fidelma y a Donennach hasta la plaza. La gente de Cashel no se había dispersado todavía, y muchos habían formado grupos donde murmuraban entre ellos. Había quien lanzaba miradas furtivas al guerrero Uí Fidgente. Fidelma percibía el desagrado en esas miradas. Generaciones de guerras y saqueos no iban a desvanecerse del recuerdo tan pronto como ella había supuesto.

Llegaron al lugar donde las flechas habían alcanzado a Colgú y Donennach. Gionga señaló un grupo de edificios al otro lado de la plaza.

– Cuando impactó la primera flecha, miré alrededor para ver de dónde procedía. Vi una figura en el tejado de aquel edificio.

El edificio al que se refería estaba a unos cincuenta metros, al otro lado de la plaza del mercado, y tenía un tejado plano.

– Cuando le vi lanzar una segunda flecha, grité, pero ya era demasiado tarde para advertir a Donennach.

– Ya -dijo Fidelma, pensativa-. ¿Fue entonces cuando os dirigisteis a caballo hacia el edificio?

– Así es. Un par de guerreros me siguieron de cerca. Cuando llegamos al edificio, el arquero había saltado abajo, todavía con el arco en la mano. Con él iba otro hombre empuñando una espada. Los maté a los dos antes de que pudieran usar las armas contra nosotros.

Fidelma se dirigió a Donndubháin.

– Si mal no recuerdo, vos le seguisteis de cerca, primo. ¿Coincide esta descripción con lo que visteis?

El presunto heredero se encogió de hombros y dijo:

– Más o menos.

– La respuesta es imprecisa -observó Fidelma con calma.

– Quiero decir que vi cómo saltaba el arquero para unirse a su compañero, pero no les vi empuñar las armas. Me pareció verles de pie, como si esperaran a que los guerreros se acercaran a ellos.

Gionga soltó un resoplido de enojo.

– Querréis decir que esperaban a que nos aproximáramos a fin de tener el blanco más cerca para disparar -se defendió con sarcasmo.

Fidelma reanudó la marcha hacia el edificio sin decir nada.

– Veamos qué hay allí.

Donndubháin la miró sin entenderla.

– ¿Qué vamos a encontrar? Han matado a los asesinos y han retirado los cuerpos. ¿Qué esperáis hallar?

Fidelma no se molestó en contestarle.

El edificio que Gionga y Donndubháin habían identificado era bajo, de una sola planta y tejado plano. Era una estructura de madera. Más bien parecía una cuadra con dos grandes puertas en la parte delantera, y una puertecilla lateral. Fidelma, que había nacido y había pasado la infancia en Cashel, hizo un esfuerzo por acordarse de a quién pertenecía el edificio. Que ella recordara, no era una cuadra, sino una especie de almacén.

Se detuvo a examinarlo con detenimiento.

Puertas y ventanas estaban cerradas y no había signos de vida.

– Donndubháin, ¿qué uso se le da a este edificio?

El tanist se tiró del labio inferior con gesto de preocupación.

– Es uno de los almacenes de Samradán, el mercader. Creo que lo utiliza para almacenar trigo.

– ¿Dónde está Samradán?

Su primo se encogió con indiferencia.

Fidelma dio unos golpecitos de impaciencia con el pie.

– Encargaos de localizarle y traedlo ante mí.

– ¿Ahora? -se asombró Donndubháin.

– Ahora mismo -le confirmó ella.

El presunto heredero de Cashel se marchó en busca del mercader, pues incluso un príncipe debía obedecer, no sólo a la hermana del rey, sino a un dálaigh de los tribunales. Fidelma rodeó el edificio para examinarlo. Había una puertecilla lateral. La empujó, pero estaba cerrada con llave. De hecho, el edificio entero parecía estar cerrado a cal y canto, aunque en la parte de atrás reparó en una escalera apoyada contra la pared, por la cual habrían accedido a la azotea.

– Ahí es donde vi a los asesinos -indicó con el brazo Gionga.

Fidelma lo miró y objetó:

– Pero no es posible que vierais este lado desde donde cruzasteis la plaza hasta la parte delantera del edificio.

– No. Solamente vi al arquero, a un hombre con el arco en la mano. Estaba de pie en el tejado y luego desapareció por la parte de atrás. Fui volando al otro lado, cuando vi aparecer por detrás del edificio a ese hombre con el arco y al otro con la espada desenvainada.

– ¿Y en qué lugar exacto los matasteis?

Gionga lo señaló con la mano.

Los charcos de sangre no se habían secado todavía. Estaban en la parte trasera del edificio, pero no estaban a la vista de nadie que viniera de la plaza.

Fidelma se encaramó a la azotea por la escalera. En el suelo, junto a la parte delantera de ésta y tras un pequeño parapeto de madera, había dos flechas. No habían caído por descuido, sino que estaban colocadas a conciencia. Quizás el arquero las había dispuesto allí para tenerlas a mano y poder disparar varias veces con presteza. Fidelma las recogió y examinó las marcas que presentaban. Las comparó con la flecha que se había insertado en el cinturón de cuerda, la que Eadulf había extraído del brazo de Colgú. Apretó la boca con fuerza. Reconocía aquellas marcas.

Gionga había subido y se le había acercado, mirándola con mal humor.

– ¿Qué habéis encontrado?

– Solamente unas flechas -se apresuró a contestar ella.

– ¡Fidelma!

Fidelma se asomó sobre el parapeto para mirar hacia abajo, donde estaba Donndubháin.

– ¿Habéis podido encontrar a Samradán? -preguntó.

– Me han dicho que hoy ha salido de Cashel. Está en Imleach intercambiando mercancías con la abadía que hay allí.

– Imagino que Samradán no vive aquí, ¿verdad?

Donndubháin movió un brazo.

– Desde ahí arriba tal vez alcancéis a ver su casa. Es la sexta casa de la calle principal. Yo le conozco, y he intercambiado mercancías con él -dijo, llevándose la mano sin darse cuenta al broche de plata del hombro-. Estoy seguro de que no está implicado en este asunto.

Fidelma miró hacia el final de la calle, el lugar donde se hallaba la casa que le había indicado el tanist.

– Bueno, tampoco nos hace mucha falta para entender lo que ha pasado -intervino Gionga-. Los asesinos vieron que esta azotea era un lugar idóneo para disparar contra Donennach. Vieron que era un almacén; encontraron una escalera y subieron para esperar la llegada del príncipe. Y creyeron que podrían salirse con la suya en medio de la confusión.

Se volvió para mirar el terreno que había en la parte trasera del edificio.