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– Centremos ahora la atención en el arquero. ¿Qué podéis decirnos de este hombre, Eadulf?

Eadulf examinó durante unos instantes el cuerpo del hombre más alto antes de hacerse atrás y dirigirse al grupo.

– Es un hombre musculoso y tiene manos acostumbradas al trabajo, aunque las lleva arregladas, y no sucias, como las llevaría si fuera granjero o peón. Los pies también están endurecidos y el cuerpo atezado, pero tiene dos cicatrices, dos antiguas cicatrices que han sanado. Mirad: una está en el costado izquierdo, junto a las costillas, y la otra en la parte superior del brazo izquierdo. Este hombre ha luchado en batalla. Es más, es arquero profesional.

Gionga se echó a reír, burlándose de aquella última afirmación.

– Sólo porque me hayáis oído decir que era un arquero, sajón, no tenéis por qué tratar de impresionarnos con vuestros poderes, como si fuerais una especie de hechicero.

Eadulf no se inmutó.

– Me limito a dar cuenta de lo que veo.

Fidelma sonrió con gravedad y sugirió:

– Acaso debáis explicárselo a Gionga, ya que no comprende vuestro razonamiento.

Eadulf sonrió con impaciencia.

– Venid -pidió, haciendo una seña al guerrero Uí Fidgente-. En primer lugar, miramos la mano izquierda, con la que sostiene el arco. Mirad los callos de los dedos. En la mano derecha no los tiene. Esta mano está acostumbrada a sostener una pieza robusta de madera. Fijaos ahora en la mano derecha. Tiene callos más pequeños en las yemas del índice y el pulgar, ya que esta mano ha sostenido repetidamente el extremo del asta de una flecha. Mirad ahora la parte interior del antebrazo izquierdo y veréis unas antiguas marcas de quemaduras. Son del roce de la cuerda contra la carne. Esto se da cuando el arquero trata de lanzar una flecha detrás de otra y no siempre tiene tiempo de alinear el arco con precisión.

Gionga intentó no parecer impresionado.

– Muy bien, sajón. Reconozco que vuestras argucias tienen lógica. Sin embargo, yo podría haberos dicho que era arquero porque tenía el arco en la mano cuando lo alcancé tras intentar dar muerte al príncipe.

– E intentar dar muerte también al rey de Muman -añadió Donndubháin-. Seguís sin tenerlo en cuenta.

– Mirad el atuendo del asesino -dijo Gionga con malhumor-. Explicad el emblema de la Cadena de Oro, que es la escolta suprema de vuestro primo.

El anciano monje Conchobar había dejado las ropas sobre otra mesa, junto a las armas, para examinarlo en conjunto.

Fidelma tomó la cruz de la Cadena de Oro, símbolo de una antigua orden vinculada a los reyes Eóghanacht de Cashel. No presentaba ninguna marca distintiva. Eran similares a la cruz y la cadena que ella misma llevaba al cuello como muestra de gratitud de su hermano por los servicios prestados al reino.

– Donndubháin, vos estuvisteis muy unido a vuestro padre, el rey Cathal, que fuera rey de Cashel antes que mi hermano. Habéis conocido de primera mano a la escolta de los reyes como nadie. ¿Reconocéis el cuerpo del arquero más alto?

– No -aseguró el primo-. Nunca le he visto en compañía de la escolta, Fidelma.

Ella le mostró el emblema.

– ¿Habíais visto esto alguna vez… es decir, este emblema en concreto?

– Es como todos los emblemas que llevan los miembros de la orden de la Cadena de Oro, prima, como vos misma sabéis, pues también lleváis una. Es imposible distinguirlas entre ellas.

Gionga se mostró suspicaz.

– Bueno, es normal que digáis eso, ¿no? ¿Cómo ibais a admitir que un miembro de vuestra escolta es un asesino?

Donndubháin se volvió hecho una furia, llevándose la mano al puño de la espada como si fuera a desenvainarla, pero Fidelma lo detuvo.

– ¡Deteneos! Lo creáis o no, Gionga, este hombre no es un miembro reconocido de la orden de la Cadena de Oro. Yo no le reconozco, y mi primo tampoco. Tenéis nuestra solemne palabra de que así es.

– No esperaba menos -respondió Gionga, sin disiparse la incredulidad en su voz.

– Quizá llevaban la cruz con la intención de confundirnos -opinó Eadulf.

Gionga se echó a reír de manera ofensiva.

– ¿Insinuáis que el asesino pensó en dejarse matar para que encontrarais el emblema y despistaros? -preguntó con sorna.

Fidelma vio el rostro disgustado de su amigo sajón y lo defendió.

– Es posible que el asesino pretendiera soltarla donde fueran a encontrarla -dijo, aunque poco convencida.

Entonces se volvió hacia el montón de ropa para examinarla.

– Son prendas de un material basto. No tienen nada que identifique su origen. Esta ropa podría venir de cualquier parte. Dos portamonedas de piel. Unas cuantas monedas en cada uno, pero de poco valor. Por lo visto, nuestros asesinos eran pobres. Y…

Calló al tocar algo en el interior del monedero que el hermano Conchobar había atribuido al hombre mayor y rechoncho. Lo extrajo despacio.

Era un crucifijo que no llegaba a los ocho centímetros de largo, colgado de una larga cadena. Tanto el crucifijo como la cadena eran de lustrosa plata labrada. En los cuatro brazos del crucifijo había cuatro piedras preciosas y, en el centro, otra más grande. Eran esmeraldas. Saltaba a la vista que no era una pieza de artesanía irlandesa, ya que era más sencilla, menos compleja que los diseños que creaban los orfebres de Éireann.

Eadulf miraba el crucifijo sobre el hombro de Fidelma.

– Un miembro de una comunidad religiosa jamás llevaría una cruz como ésta.

– Ni siquiera un sacerdote. Esta cruz pertenece, cuando menos, a un obispo -observó Fidelma algo sobrecogida-. Puede que tenga más valor que la cruz normal y corriente de un obispo.

CAPÍTULO V

Colgú estaba recostado en una silla de respaldo alto y tallado, con sus largas piernas tendidas al fuego de la enorme chimenea. Llevaba el brazo derecho vendado con una tela blanca, pero parecía mucho más reconfortado que la última vez que Fidelma lo había visto.

– ¿Cómo va esa herida, hermano? -preguntó nada más entrar en la sala privada con el hermano Eadulf.

– No me duele nada, gracias a los poderes curativos de nuestro amigo sajón -dijo Colgú con una sonrisa, aunque todavía estaba algo pálido.

Con una seña, les indicó que se sentaran en unas sillas frente a él.

– ¿Qué se sabe de la herida de Donennach? -se interesó Eadulf.

– Se trata de una herida superficial -respondió-. La flecha se clavó en la parte carnosa del muslo, pero no alcanzó el músculo. Notará molestias durante un par de días, pero nada más.

– Al menos, la herida no le dejará ninguna imperfección -dijo Colgú riéndose, animado.

– Sí, así es -confirmó Eadulf, aunque había asombro en su tono-. ¿Por qué constituye motivo de preocupación?

– Tú eres la abogada de la familia, Fidelma -dijo Colgú con una sonrisa-. Explícaselo a nuestro amigo.

Fidelma se incorporó un poco hacia Eadulf y dijo:

– Según nuestras leyes, un rey debe tener un cuerpo perfecto, Eadulf. No debe tener ninguna discapacidad y ninguna cicatriz.

– ¿De veras se destituye a un rey de su cargo si una herida le deja una imperfección? -se asombró Eadulf.

– Yo sólo conozco el caso de Congal Cáech, rey de Ulaidh, que gobernó durante un tiempo como rey supremo. Quedó ciego de un ojo por una picadura de abeja y por ello se le destituyó del trono de Tara -respondió Fidelma.

– Si bien no perdió la soberanía de su propia provincia -señaló Colgú-, y fue rey de Ulaidh hasta que murió en combate.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Eadulf.

– Lo mataron en Magh Rath el año que nació mi hermana -dijo Colgú con una sonrisa-. En fin, dime, Fidelma, ¿qué has descubierto? ¿Quién es el responsable del ataque que Donennach y yo hemos sufrido?

Fidelma se puso seria y permaneció inmóvil unos instantes, con las manos relajadas sobre el regazo.