Donndubháin movió la cabeza en señal de negación.
– El príncipe os está esperando en la Gran Sala. No me atrevería a reprenderle por sus formas, ya que está de mal humor.
De acuerdo con el protocolo, incluso un príncipe debía esperar una invitación antes de entrar en la Gran Sala de Cashel, donde el rey recibía a visitas e invitados oficiales. Ese mismo protocolo también exigía que los invitados esperaran en la antesala, previa invitación a obtener una audiencia con el rey.
El rey se levantó con cuidado, procurando no ejercer presión sobre el brazo. Podía disculpar a su invitado herido, ya que había desatendido las reglas de protocolo debido a la tensión.
– En tal caso habrá que ir a ver qué requiere el príncipe de los Uí Fidgente -dijo con resignación-. Acompañadme vos también, Eadulf. Quizá precise de vuestro robusto brazo sajón.
Cuando entraron en la sala, el príncipe de los Uí Fidgente ya estaba sentado. Le sudaba la frente y su postura revelaba desazón. No cabía duda de que la herida, ya fuera o no superficial, le incomodaba. De pie tras él estaba Gionga con cara de pocos amigos. No había nadie más, salvo Capa, el escolta del rey, detrás del trono.
Donennach fue a ponerse en pie, pero Colgú, que no era un hombre susceptible, le hizo una seña para que siguiera sentado. El rey se acomodó en la silla oficial, apoyando el brazo con cuidado. Fidelma tomó asiento a la izquierda de su hermano, y Donndubháin se sentó a la derecha. Eadulf se colocó de pie cerca de Capa.
– Decidme, Donennach, ¿en qué puedo serviros?
– Vine aquí como vuestro invitado, Colgú -empezó a decir el príncipe-. Acudí con el deseo de que nosotros, los Uí Fidgente, llegáramos a un estado de paz con los Eóghanacht de Cashel.
Hizo una pausa. Colgú tuvo la atención de esperar. No había nada que decir al respecto, pues se trataba de la mera observación de un hecho.
– El ataque que se ha perpetrado contra mí… -Donennach vaciló- contra ambos -corrigió- deja en el aire ciertas preguntas.
– Dad por descontado que se están buscando respuestas sin perder tiempo -intervino Fidelma.
– No esperaría menos -reprochó Donennach-. Pero Gionga me ha informado de cosas que me desconciertan. Me ha dicho que los asesinos, a los que él mató, son hombres de Cnoc Áine, la región gobernada por vuestro primo, Finguine. Por consiguiente, están bajo vuestra responsabilidad, Colgú de Cashel. Yo mismo he visto que uno de los asesinos llevaba tatuada la insignia de vuestra propia élite militar.
– Sin duda habréis oído el dicho, Donennach, fronti nulla fides -dijo Fidelma con tranquilidad.
Donennach la miró con mala cara.
– ¿Qué insinuáis? -le dijo con desdén.
– No confiéis en las apariencias. Es tan fácil colgarle una insignia a una persona, como lo es ponerle un abrigo. Un abrigo o la insignia sólo dicen lo que esa persona quiere que creamos de ella -contestó Fidelma con calma.
Donennach entornó los ojos.
– Quizás el rey, vuestro hermano, querrá explicar el significado de tal defensa.
– Una defensa implica una acusación -le reprendió Colgú con sutilidad-. No nos conviene acusarnos mutuamente, sino aclarar la verdad.
Donennach movió la mano con indiferencia.
– ¿De modo que reconocéis que me debéis una explicación?
– Aceptamos -reconoció Colgú con cautela- que uno de los dos hombres a los que mató Gionga portaban la insignia de una orden de Cashel. Pero eso no le identifica como un hombre que estuviera a mi servicio. Como os ha dicho mi hermana, es fácil colocar algo en un hombre para confundir a otros.
De pronto Donennach parecía incómodo y lanzó una mirada a Gionga.
– ¿Cómo sé que no se trata de una tentativa de Cashel para destruir a los Uí Fidgente? -exigió.
Al oír aquello, Donndubháin explotó. Se levantó de su asiento, llevándose la mano allí donde habría estado la vaina de la espada. Pero era norma no entrar nunca armado en la Gran Sala de un rey.
– ¡Esto es una afrenta a Cashel! -gritó-. ¡Los Uí Fidgente tendrían que tragarse lo que han dicho!
Gionga se situó delante del príncipe, llevándose asimismo la mano a la espada que no tenía.
Colgú alzó una mano para detener a su tanist.
– Calmaos, Donndubháin -le ordenó-. Donennach, ordenad a vuestro hombre que retroceda. Mientras estéis en Cashel, nadie os inferirá daño alguno. Lo juro por la Santa Cruz.
Donndubháin reculó y se hundió en su asiento, mientras Gionga, tras hacer Donennach una seña con la mano, volvió a su puesto, detrás del príncipe.
Se impuso un silencio glacial.
En todo este tiempo, Colgú no apartó la mirada del rostro del príncipe.
– Decís que no sabéis si lo acontecido ha sido un intento de Cashel para destruiros. ¿Puedo tener la misma seguridad de que no se trata de una conspiración de los Uí Fidgente para atentar contra mi vida? -preguntó sin alterarse.
– ¿Que he conspirado contra vos? ¿Aquí, en Cashel? Si casi me mata la flecha de un asesino -dijo Donennach, cuya voz empezaba a adquirir un tono irritable.
– En vez de acusarnos mutuamente, deberíamos unir fuerzas para descubrir la identidad de los culpables -repitió Colgú, tratando de refrenar la furia contra su invitado.
Donennach soltó una carcajada burlona.
Fidelma se puso en pie bruscamente y se colocó entre ambos con una palma extendida de cara a cada uno de ellos en una posición simbólica.
Entonces callaron, pues en tales circunstancias un dálaigh podía ordenar silencio incluso a un rey.
– Nos hallamos ante una disensión -dijo con serenidad-. Pero los desavenidos carecen de pruebas suficientes para argumentar con lógica y profundidad sus respectivas circunstancias. Este asunto debe someterse a arbitraje. Debemos resolver el misterio de lo que ha sucedido e identificar al responsable. ¿Estáis de acuerdo?
Fidelma miró a Donennach.
El príncipe tensó los labios en una delgada línea al devolverle la mirada. Luego se relajó y se encogió de hombros.
– Yo sólo quiero que se analicen los hechos.
Fidelma se volvió hacia su hermano y alzó las cejas en un gesto de interrogación.
– Sométase a arbitraje lo ocurrido. ¿De qué modo debe hacerse?
– El texto jurídico Bretha Crólige establece las condiciones -respondió Fidelma-. Habrá tres jueces. Un juez de Cashel, un juez de los Uí Fidgente y un juez de otro reino. Yo propondría al juez de Laighin, pues procede de un lugar lo bastante lejano para enjuiciar con imparcialidad. Como recomienda la ley, se reunirá a los tres jueces aquí en nueve días. Se les presentarán los hechos y todos tendremos que acatar su sentencia.
Donennach miró a Gionga antes de volver a mirar a Fidelma con reserva.
– ¿Seréis vos el juez que represente a Cashel? -preguntó con un atisbo de mofa-. Vos sois la hermana del rey, por lo cual no deberíais formar parte de este juicio.
– Si insinuáis con ello que tengo una óptica sesgada de la ley -replicó Fidelma-, os diré que no es así. No obstante, yo no seré el juez de Cashel. Hay otros mejor cualificados que yo para tal cometido. Solicitaré que se pida al brehon Dathal que participe en el juicio. Ahora bien, con el permiso del rey, me dispondré a recopilar pruebas a favor de Cashel y seré su abogada, del mismo modo que vos, Donennach, tenéis libertad para nombrar a un dálaigh que recopile pruebas que sustenten vuestra opinión.
El príncipe de los Uí Fidgente esperó sentado, con la clara sospecha de que la propuesta podía ocultar una trampa.
– De acuerdo, nueve días. El tribunal se reunirá el día de la fiesta del Santísimo Mateo. Mandaré llamar a mi dálaigh y al juez. Podéis designar a vuestra hermana para que os defienda, Colgú, si así lo deseáis.
Colgú esbozó una sonrisa furtiva mirando a Fidelma.