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– El protocolo según ha ordenado Colgú -explicó-. Estoy seguro de que es papel mojado.

El papel, un invento oriental de tan sólo unos siglos de antigüedad, todavía escaseaba; era tan caro que pocos reyes de Éireann se interesaban en importarlo. El papel de vitela de buena calidad era preferido como símbolo de encumbrada posición social.

Fidelma dijo a su vez con seriedad:

– Dudo mucho que haya sido un gasto innecesario, primo.

– ¿Queréis leer el texto, vos que tenéis una mente mucho más avezada que la mía a los asuntos legales?

– Vos sois el tanist, primo. Estoy segura de que todo está en orden. De todos modos, debo marcharme. Solamente disponemos de nueve días para dar con la verdad.

– Tiempo de sobra -dijo Donndubháin con optimismo-. Os conozco muy bien, Fidelma. Poseéis el don de cerner arena y hallar el grano que buscáis.

– Tenéis en demasiada estima mis aptitudes.

Donndubháin era dos años más joven que Fidelma, pero de pequeños habían jugado juntos hasta que Fidelma tuvo que partir para completar su educación.

Desde la infancia, Fidelma sólo había visto a Donndubháin unas pocas veces antes de regresar a Cashel el año anterior, justo después de que su hermano fuera nombrado rey, y su primo presunto heredero. Sabía que él, por sí solo, constituía un apoyo sosegado y concienzudo para su hermano y que, aunque se tomara a la ligera el protocolo, poseía la mente de un buen abogado, así que los textos estarían exentos de errores.

De pronto, Donndubháin miró a su alrededor, para asegurarse de que estaban a solas.

– En ocasiones -dijo con brusquedad en voz baja-, creo que vuestro hermano no se toma su cargo con la suficiente seriedad.

– ¿En qué sentido?

– Acepta con mucha facilidad la palabra de honor de la gente sin antes ponerla en duda. Como es un hombre honrado, cree que todo el mundo es honorable. Es demasiado confiado. Fijaos, por ejemplo, en este asunto con los Uí Fidgente. Ha confiado en Donennach sin vacilar.

– ¡Oh, vaya! -se sorprendió Fidelma-. ¿Y acaso vos no?

– Yo no me lo puedo permitir. ¿Y si Colgú peca de confiado y nos hallamos ante una conspiración del príncipe Donennach para asesinarlo? Alguien ha de estar preparado para proteger a vuestro hermano y a Cashel.

Fidelma reconoció para sus adentros que ella había pensado lo mismo. No olvidaba que hacía sólo nueve meses, los Uí Fidgente habían intentado derrocar el trono de Cashel. Apenas se había secado la sangre derramada en Cnoc Áine, y aquel cambio de opinión, aquella voluntad de hacer las paces, resultaba tan abrupta, tan repentina, que compartía las sospechas de su primo.

– Con vos como tanist, mi hermano no tiene nada que temer -dijo para tranquilizarle.

Donndubháin seguía preocupado.

– Desearía que me permitierais enviar un grupo de guerreros como escolta -dijo.

– Ya he rechazado la oferta de mi hermano sobre esta cuestión -explicó Fidelma con firmeza-, y asimismo rechazo la vuestra. Eadulf y yo hemos hecho viajes más arriesgados.

Donndubháin arrugó un momento el ceño y luego la miró con una amplia sonrisa.

– Por supuesto; tenéis razón. Nuestro amigo sajón es una gran ayuda en momentos de peligro. Ha servido bien a Cashel desde que llegó. Pero no es un guerrero. Es lento cuando hace falta una espada veloz.

Fidelma se ruborizó al sentirse en la obligación de defenderlo, reacción que la enfureció.

– Eadulf es un buen hombre. Un sabueso de paso lento posee a menudo buenas cualidades -añadió, recurriendo a un antiguo proverbio.

– Cierto. No obstante, guardaos de ese tal Gionga de los Uí Fidgente. No me gusta nada. Hay algo en él que me escama.

– No sois el único, primo -le dijo Fidelma, sonriendo-. No temáis. Tendré cuidado.

– Si veis a nuestro primo Finguine de Cnoc Áine, dadle recuerdos de mi parte.

– Así lo haré -le aseguró y, cuando ya se dirigía a las cuadras, se volvió otra vez-. Dijisteis que el mercader, Samradán, estaba en la abadía de Imleach para vender y comprar mercancías, ¿verdad?

Donndubháin respondió, extrañado:

– Sí. Suele ir allí a comerciar. Pero supongo que los asesinos escogerían la azotea de su almacén al azar. No creo que esté implicado en este asunto.

– Eso dijisteis. ¿Habéis tenido ocasión de tratar con él?

– Sí. Le he llevado algún que otro objeto de plata -dijo, tocándose el broche-. ¿Por qué?

– No conozco a ese hombre… ¿Es de este pueblo?

– Hace años que vive aquí. No sabría decir cuánto tiempo exactamente. Tampoco sé de dónde procede.

– No tiene importancia -señaló Fidelma-. Como decís, no puede estar implicado en este asunto. Ahora debo marcharme. Nos veremos aquí dentro de nueve días.

Levantando el fajo de papeles, Donndubháin le aseguró con una sonrisa:

– Vuestro hermano estará a salvo de aquí a que regreséis. Os lo prometo. Id tranquila, prima, y volved pronto.

* * *

Las nubes que habían dominado el cielo a primera hora del día se habían disipado. Ahora vagaban despacio a gran altura como algodonosos corderos en un pasto azur, donde el sol penetraba ora aquí, ora allá, templando los prados. Todavía soplaba una ligera brisa, pero era agradable. Fidelma y Eadulf habían llegado a una bifurcación del río Suir, situada a unos seis kilómetros al oeste de Cashel, donde un puente de madera cruzaba sobre la veloz corriente de las aguas, hasta un islote en medio del cual se alzaba una ráth minúscula, empleada como fortificación para proteger la aproximación del enemigo a Cashel en épocas de guerra. Ahora ya no se usaba, pues ninguna hueste enemiga se había acercado lo bastante para amenazar a la capital de los Eóghanacht desde hacía muchos años. A lo largo de la orilla, a ambos lados del puente, se extendía un bosque. El camino al otro lado constituía, que Eadulf supiera, el único acceso principal en dirección oeste para salir de Cashel, y se cruzaba con otros caminos que conducían al norte y al sur al otro lado del río.

Fidelma, que montaba en cabeza sobre una yegua blanca de la cuadra de su hermano, se detuvo en medio del puente. Eadulf tiró de las riendas de su potro alazán y le preguntó, frunciendo el ceño:

– ¿Qué sucede?

Fidelma había advertido actividad en el interior de la ráth. Entonces, de entre las sombras de la espesura al otro lado del puente, en el islote, aparecieron dos arqueros armados. Tenían las flechas colocadas en los arcos, apuntando hacia ellos. Un tercer guerrero portaba en la mano izquierda un escudo con la insignia de un jabalí rampante, y en la derecha empuñaba una espada. Avanzó unos pasos hasta detenerse entre los dos arqueros. Procuró no taparles el objetivo.

Fidelma entrecerró los ojos al observarles.

– Estad alerta, Eadulf -le avisó en voz baja-. Parece que el guerrero lleva la insignia de los Uí Fidgente.

Empujó suavemente al caballo para que avanzara un poco.

– ¡Alto! -gritó el guerrero del centro levantando la espada-. ¡No sigáis adelante!

– ¿Quién da órdenes en este puente con el palacio del rey de Cashel a la vista? -exigió ella con enfado.

El guerrero soltó una carcajada desdeñosa.

– Alguien que quiere impedir el cruce, hermana -respondió con sarcasmo.

– Sabed que soy dálaigh y que no tenéis autoridad para impedirme el paso -le gritó, molesta.

El hombre no cambió de actitud.

– Sé muy bien quién sois, hermana de Colgú. Y sé quién es el cachorro sajón que lleváis con vos.

– En tal caso, si lo sabéis, también sabréis que debéis apartaros, Uí Fidgente, pues no tenéis derecho a cerrar el paso en ningún camino público de este reino.

El guerrero señaló a los arqueros que lo cubrían.

– Ellos me dan ese derecho.