El niño lo miró con curiosidad.
– ¿Por qué, si vos y la hermana también viajáis a caballo?
– Es porque… -Eadulf se disponía a explicárselo, cuando el abuelo de Adag le interrumpió.
– Muchacho, debes saber que hay religiosos que no están obligados a acatar la regla general de no montar a caballo si pertenecen a cierto rango. Más tarde te lo explicaré mejor. Ahora, responde a las preguntas de la señora.
Adag se encogió de hombros.
– Recuerdo que el gordo le entregó una bolsa de piel al arquero mientras bebían juntos. Sólo eso.
– ¿Nada más?
– No, salvo que el gordo no era extranjero.
– ¿Extranjero?
– No, era de Éireann, pero creo que no era del sur. Lo supe por su acento. El arquero era de las regiones del sur, seguro. Pero el monje no.
– ¿Oísteis de qué hablaban?
El niño negó moviendo la cabeza.
– ¿Sabéis si alguien vio por qué dirección vinieron?
– No, pero el gordo llegó primero -intervino Aona.
– Vaya. ¿Así que no llegaron juntos?
– No -contestó Aona-. Ahora que recuerdo, el gordo llegó antes, y el caballo necesitaba atención. En la posada sólo estábamos mi nieto y yo, de modo que salí a ocuparme del caballo, mientras Adag servía algo de comer al monje. Fue entonces cuando llegó el arquero. No vi desde dónde, porque estaba en la cuadra.
– ¿Y advertisteis alguna peculiaridad en los caballos? -insistió Fidelma.
Aona asintió y se le iluminaron los ojos.
– La montura del arquero tenía cicatrices. Era un caballo para la guerra. De color castaño. Algo mayor ya. Le vi unas cuantas heridas cicatrizadas. La silla era propia del corcel de un guerrero. Portaba otro carcaj atado a la silla. Aparte de esto, llevaba encima todas sus armas. Recuerdo que el caballo del gordo estaba en forma y que el arnés y la silla eran de buena calidad, de la calidad que suelen tener las sillas de un mercader. Pero sólo me acuerdo de eso.
Fidelma se levantó. Extrajo una moneda del marsupium y se la dio a Aona.
– Creo que vuestra ropa ya está seca, Eadulf -le dijo con firmeza.
Aona le dio las gracias a Fidelma mientras Eadulf descolgaba la ropa de la barra y la introducía doblada en la alforja.
– ¿Debo entonces buscar a esos dos desconocidos, señora? -preguntó Aona-. ¿Debo acudir a Capa y hablarle de ellos?
Fidelma le dijo con una sonrisa irónica:
– Si vierais a esos dos desconocidos, Aona, antes habríais de acudir a un sacerdote que a Capa. Los mataron esta mañana después de intentar dar muerte a mi hermano y al príncipe Donennach.
Levantó una mano en señal de despedida y se dirigió hacia la puerta, seguida de Eadulf. Cuando Fidelma montó en la yegua, vio a Aona y a su nieto Adag de pie junto a la puerta, mirándolos.
– ¡Estad alerta! -gritó, haciendo girar al caballo en el jardín de la posada para adentrarse en el camino hacia Imleach.
Cabalgaron en silencio a lo largo de un buen trecho. El camino se prolongaba por la orilla norte del Ara, y empezaba a percibirse la falta de luz. Al sur, la larga y boscosa serranía de Slievenamuck se alzaba contra la luz del cielo meridional, mientras que delante, sobre el horizonte occidental, pendía la última gota del sol de poniente. El camino era llano y bastante recto, y atravesaba un terreno elevado a medida que se alejaba del terreno más deprimido que rodeaba el Pozo de Ara. Hacia el norte, a unos kilómetros de allí, se elevaba otra cordillera. Cuando Eadulf preguntó a Fidelma cómo se llamaba, ésta le contestó que eran las montañas de Slieve Felim, una región áspera e inhóspita tras la cual yacía la tierra de los Uí Fidgente.
Recorrieron en silencio la mayor parte del trayecto porque Eadulf advirtió que Fidelma arrugaba la frente, inmersa en cavilaciones, y, en tal circunstancia, él sabía que no convenía interrumpirla. Era evidente que le estaba dando vueltas a la información que les habían dado en la posada.
Llevaban casi trece kilómetros, cuando Fidelma levantó la vista de repente y vio dónde estaban.
– Ah, ya queda poco. Casi hemos llegado ya -anunció con satisfacción.
Al cabo, el sendero del bosque desembocó en una zona abierta y montañosa. Eadulf no necesitó más información para reconocer el grandioso edificio amurallado de piedra de la abadía de San Ailbe. Se imponía sobre el pequeño municipio que se tendía ante él, aunque una buena distancia separaba los muros de la abadía del límite de los edificios principales del pueblo. Eadulf se fijó en que tanto la abadía como la aldea estaban rodeados de pastos acotados por florestas de tejos, aunque los había de la variedad irlandesa, con agujas combadas, que destacaban entre los que él estaba acostumbrado a ver en su país. Eran árboles grandes de copas redondas y, curiosamente, muchos parecían crecer de varios troncos, pues eran retorcidos y añosos.
– Estamos en Imleach Iubhair -explicó Fidelma- «La zona fronteriza de los tejos», donde gobierna mi primo, Finguine de Cnoc Áine.
El pueblo estaba en calma. Era mucho más pequeño que Cashel, por lo que era un halago que fuera considerado como tal. Fidelma sabía que la abadía y su iglesia habían contribuido a desarrollar allí un próspero mercado. El lugar parecía desierto, lo cual le hizo pensar en la hora de la cena. Ya habían cantado vísperas.
Todo indicaba que la plaza del mercado era el espacio abierto que había frente a las puertas de la abadía. El otro lado de la plaza estaba formado por el grupo de casas que conformaban el pueblo. Sólo dos edificios descollaban un poco a los lados más próximos de la plaza, de manera que tampoco era del todo acertado considerarlo una plaza. Superaba un poco el tamaño para serlo. En el centro se erguía un gigantesco tejo, que medía más de dos metros de altura, una venerable escultura de madera oscura y agujas verdes y curvas. Incluso superaba en altura los enormes muros de piedra de la abadía.
– Eso sí que es un árbol respetable -se exclamó Eadulf, deteniendo el caballo ante el tejo para contemplarlo.
Fidelma se dio la vuelta en su silla y sonrió a su primo.
– ¿Por qué lo decís, Eadulf? ¿Sabéis qué representa este árbol?
– ¿Si sé qué representa? No. Sólo me refiero al tamaño y la edad que tiene.
– Es el tótem sagrado de los Eóghanacht. ¿Recordáis que os hablé de él en Cashel?
– ¡Un tótem! Vaya una idea más absurda y pagana.
– ¿Qué es sino un crucifijo? Cada familia, cada clan, tiene lo que llamamos un Árbol de la Vida sagrado. Éste es el nuestro. Cuando se instaura un nuevo rey Eóghanacht, debe acudir hasta aquí y prestar juramento bajo el gran tejo.
– Éste tendrá siglos de antigüedad.
– Tiene unos mil años -precisó Fidelma con orgullo-. Se dice que lo plantó la mano de Eber Fionn, hijo de Milesius, de quienes descienden los Eóghanacht.
Al ver que cerraba la noche y al oír en la lejanía aullidos de lobo y los ladridos y gemidos de los perros guardianes a punto de ser soltados, avanzaron hacia las puertas de la abadía.
Fidelma detuvo a la yegua y se inclinó hacia delante para tirar de la campana, cuya cadena colgaba junto a la entrada. Oyeron el sonido apagado de ésta, procedente del interior.
Tras una rejilla de metal que se encontraba en una de las puertas se deslizó bruscamente un panel de madera, y una voz preguntó:
– ¿Quién llama a las puertas de la abadía a estas horas?
– Fidelma de Cashel desea entrar.
Al instante se oyó un ajetreo al otro lado de la puerta. El panel se cerró con un golpe sordo. Se descorrieron cerrojos con la chirriante estridencia metálica. A continuación, las elevadas puertas de la abadía se abrieron muy despacio.
Antes de que Fidelma y Eadulf dieran un paso adelante, un hombre alto de cabellos blancos se acercó corriendo desde la entrada.
Eadulf ya había visto algunas veces al abad Ségdae. El prelado que había visto en Cashel era un hombre alto y circunspecto; una autoridad serena. En cambio, el hombre que corría a su encuentro iba desgreñado y parecía distraído. Sus facciones, que solían ser serenas y falconiformes, estaban demacradas. Se detuvo junto a la silla de Fidelma, con la vista levantada como si rindiera culto en un templo en busca de consuelo.