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– El hermano Mochta era un hombre devoto y aplicado, que cumplía rigurosamente con sus deberes religiosos. Entregado siempre a esta abadía y a su tierra adoptiva.

– Hasta ahora -añadió Eadulf.

– Ha estado diez años con nosotros, seis de los cuales como conservador de las Reliquias. ¿Insinuáis que las robó y anoche fue a Cashel para matar al rey Colgú? Es imposible de creer.

– Sin embargo, si era como habéis descrito, incluido el tatuaje del águila ratonera en el antebrazo izquierdo, su cuerpo yace muerto en Cashel, pues lo mataron al intentar huir del lugar del delito -argumentó Eadulf.

El abad encorvó los hombros, angustiado.

– Pero, ¿cómo explicar entonces la sangre y el desorden de su celda? El hermano Madagan, mi administrador, enseguida pensó, como yo, que la misma persona que había robado las Reliquias había atacado y herido a Mochta.

Fidelma dijo, pensativa:

– Debemos resolver ese misterio. Mientras tanto, parece que ya sabemos quién es uno de los asesinos que yacen muertos en Cashel.

– Pero ahora estamos ante un misterio mayor que el que de antes -se lamentó Eadulf-. Si fue el hermano Mochta quien robó las reliquias y…

Fidelma lo interrumpió al llevarse las manos al marsupium, la bolsita de piel que llevaba a la cintura, y extraer un papel que dio al abad.

– Quiero ver si identificáis esto, Ségdae.

Era el papel con el boceto del crucifijo que había pedido al hermano Conchobar. Aplanó el papel para que el abad lo viera mejor.

El abad lo tomó con ansia.

– ¿Qué significa esto? -exigió al ver el dibujo.

– ¿Lo reconocéis? -preguntó a su vez Fidelma.

– Claro que sí.

– En tal caso, decidnos de qué se trata.

– Es una de las Santas Reliquias de Ailbe. Según la historia, Ailbe fue ordenado obispo en Roma. Dicen que el obispo romano Zósimo el Griego lo obsequió con este crucifijo, elaborado por los mejores artesanos de Constantinopla. Es de plata, con cinco grandes esmeraldas. ¿Quién hizo este dibujo y para qué?

Con cuidado, Fidelma volvió a doblar el papel y a colocarlo en el marsupium.

– El asesino de baja estatura llevaba encima la cruz. La encontraron tras morir en manos de Gionga, el capitán de la guardia de los Uí Fidgente.

Eadulf se dio una palmada de satisfacción contra el muslo.

– Bueno, ya tenemos un misterio resuelto. El hermano Mochta robó las Reliquias y luego intentó asesinar a Colgú y a Donennach.

– ¿Está el crucifijo a buen recaudo? -preguntó Ségdae con inquietud.

– Está requisado en Cashel como prueba para el juicio.

El abad Ségdae suspiró hondo.

– De este modo, al menos un objeto de las Santas Reliquias está a salvo. Pero, ¿dónde están las demás? ¿Las habéis encontrado?

– No.

– Entonces, ¿dónde están? -preguntó el abad, casi gritando por la desesperación.

– Eso queremos averiguar -afirmó Fidelma.

Apuró la copa y se puso en pie con resolución.

– Permitidme ver la habitación de Mochta -solicitó-. Supongo que estará intacta desde la investigación de esta mañana.

El abad movió la cabeza y respondió, poniéndose él también de pie:

– Todo se halla tal cual lo encontramos. Pero no deja de impresionarme y desconcertarme que un hombre como el hermano Mochta fuera capaz de semejante acto. Era un hombre tan sosegado, y tan poco dado a la conversación, que no hablaba ni a su favor.

– Altissima quaeque flumina minimo sono labi -entonó Eadulf.

Fidelma arrugó la nariz.

– Quizá sea cierto. Los ríos más profundos fluyen con menos fragor. Sin embargo, por lo general dejan algún rastro al pasar y lo trataremos de averiguar. Conducidnos a la celda del hermano Mochta, Ségdae.

El abad Ségdae tomó un candil, y salieron de la sala. Por los corredores oyeron un sonido débil y lejano.

– Los hermanos están en su clais-cetul -explicó el abad Ségdae al ver a Eadulf detenerse a escuchar.

Era una expresión nueva para él.

– Cantan en coro -explicó Ségdae-. El término significa las armonías de la voz. Aquí cantamos los Salmos a la manera de los galos, primos nuestros, y no tanto a la de los classis católicos.

Eadulf se percató de un curioso efecto acústico en aquel rincón de la abadía. Las voces de los coristas procedían sin duda de la capilla situada en el extremo opuesto del claustro. Incluso distinguía las palabras.

Regem, regum, rogamus

in nostris sermonibus,

anacht Nóe a luchtlach

Diluui temporibus…

– «Rogamos en nuestras dos lenguas -empezó a traducir Fidelma pensativamente- al rey de reyes que protegió a Noé y a su tripulación en los días del Diluvio…»

– Nunca había oído nada igual -reconoció Eadulf-. Esta mezcla de latín e irlandés en un verso resulta muy extraña.

– Es uno de los cantos de Coimán moccu Cluasaif, el lector de Cork. Lo compuso hace dos años, cuando se cernía la amenaza de la peste amarilla -explicó Ségdae.

Se quedaron de pie escuchando unos momentos, pues algo hipnótico había en la ascensión y caída de las voces corales.

– Parece que esté basado en la oración del breviario para el encomio del alma -aventuró Fidelma.

– Es precisamente eso, Fidelma -confirmó Ségdae con apreciación-. Me alegra ver que no dejáis de lado los estudios religiosos pese a la reputación que estáis adquiriendo como dálaigh.

– Lo cual nos recuerda por qué estamos aquí, Ségdae -añadió Fidelma con seriedad.

El abad siguió guiándoles por los oscuros pasillos de la abadía. La luz de las antorchas proyectaba sombras trémulas desde los quemadores de metal clavados a lo largo de las paredes de piedra.

Ya era de noche cerrada y, aparte del olor acre de las antorchas y de su luz engañosa, la oscuridad envolvía todo el monasterio.

– Quizá fuera más prudente esperar a mañana -susurró Eadulf mirando a su alrededor-. No creo que podamos ver gran cosa con esta luz.

– Tal vez -coincidió Fidelma-. Es cierto que la luz artificial puede ser traicionera en ocasiones, pero quiero hacer una evaluación superficial, pues cuanto más se aplazan las cosas más se confunden luego.

Guardaron silencio al proseguir por los pasillos de la abadía y luego a través del claustro.

– El viento vuelve a soplar del sudoeste -susurró el abad al flamear las antorchas con violencia.

Se detuvo frente a una puerta, se inclinó para abrirla y se hizo a un lado, sosteniendo el candil para que entraran.

Una vez dentro, la luz iluminó una habitación desordenada.

– Está exactamente igual que la hallamos el hermano Madagan y yo esta mañana. Por cierto -dijo Ségdae, volviéndose de cara a Eadulf, para disculparse-, iba a sugeriros que esta noche compartierais celda con él, pues parece que el hostal está completo. Claro que sólo será esta noche. Un grupo de peregrinos se hospeda aquí esta noche; van de camino a la costa para zarpar en un barco que los llevará al templo sagrado de Santiago del Campo de las Estrellas.

– No tengo ningún inconveniente en compartir una habitación con el hermano Madagan -respondió Eadulf.

– Bien. Mañana nuestra casa de huéspedes volverá a estar casi vacía.

– ¿Yo también voy a compartir cuarto esta noche? -preguntó Fidelma distraídamente mientras examinaba la habitación.

– No; para vos, Fidelma, he dispuesto un aposento especial -le aseguró Ségdae.

Fidelma miró el caos que la rodeaba bajo la luz del candil. Le costaba reconocerlo, pero Eadulf tenía toda la razón: con luz artificial poco se veía. En la penumbra podían pasar por alto elementos importantes. Exhaló un suspiro y se volvió hacia ellos.