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– Tal vez sea mejor examinar la habitación con la luz de la mañana -dijo sin mirar a Eadulf al reconocerlo.

– Como deseéis -accedió el abad-. Volveré a cerrarla a cal y canto para que nadie toque nada.

– Decidme -dijo ella cuando Ségdae se inclinó a cerrar la puerta con llave, ya fuera de la habitación-, habéis comentado antes que un grupo de peregrinos se aloja en vuestra casa de huéspedes. ¿Hay otros viajeros que se hospeden aquí?

– Más peregrinos, sí.

– No, me refiero a otra clase de viajeros.

– No. Bueno… sí, contando a Samradán, el mercader. Le conoceréis, ya que es de Cashel.

– Yo no le conozco, pero sé que mi primo Donndubháin sí. ¿Qué sabéis de él?

– Bastante poco -dijo el abad encogiéndose de hombros-. Suele tener trato comercial con la abadía, sólo eso. Creo que lleva haciéndolo desde hace un par de años. Me consta que es de Cashel. Pasa a menudo por aquí con carros de mercaderías y lo hospedamos mientras negociamos el trueque.

Fidelma asintió con gesto pensativo.

– ¿Decís que viene con carros? ¿Quién los lleva?

– Le acompañan tres hombres, pero prefieren quedarse en la posada del pueblo -dijo, aspirando con desaprobación-. No es precisamente el lugar más recomendable, ya que no goza de buena reputación. No es una posada legal, pues no cuenta con la aprobación del bó-aire local, el jefe menor del pueblo. He tenido que mediar en un par de ocasiones con la posadera, una mujer lujuriosa llamada Cred, por su conducta…

Fidelma le interrumpió. No tenía interés en la conducta de aquella mujer.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado Samradán aquí en este viaje?

Ségdae se dio unos golpecitos en la nariz, como si esto le ayudara a estimular la memoria.

– Parecéis muy interesada en Samradán. ¿Es sospechoso de algo?

Fidelma hizo una seña negativa con la mano.

– No, sencillamente tengo curiosidad. Creía conocer a la mayoría de los habitantes de Cashel, pero a Samradán no le conozco. ¿Y desde cuándo decís que se hospeda en la abadía?

– Desde hace unos días. Para ser exacto, no más de una semana. Tendréis ocasión de encontrarlo mañana durante el desayuno. Quizás él pueda informaros de lo que queráis saber. Y ahora, ¿deseáis que os acompañe a las dependencias donde pasaréis la noche?

Eadulf sonrió ante la propuesta.

– Una buena sugerencia, señor abad. Estoy exhausto. Ha sido un largo día de incidentes.

– Cuando os hayáis refrescado -prosiguió el abad-, imagino que querréis uniros a los hermanos para la misa de medianoche.

No reparó en la expresión cariacontecida del sajón al conducirlos por el corredor y a través de un patio enclaustrado.

– Esto es nuestro domus hospitale -les dijo, señalando una puerta-. Nuestra casa de huéspedes -añadió al tiempo que llamaba una vez a la puerta.

Les abrió una figura misteriosa y de baja estatura, cuya silueta identificaba sin asomo de duda el sexo de la persona.

– Os presento a nuestra domina, sor Scothnat.

Eadulf no se había dado cuenta hasta entonces de que la abadía de Imleach era un conhospitae, un monasterio mixto, donde religiosos de ambos sexos vivían y trabajaban juntos. Estas «casas dobles» escaseaban en su lugar natal, pero sabía que los britanos y las fundaciones religiosas irlandesas se basaban en tal cohabitación.

– Os presento a sor Fidelma, Scothnat.

Sor Scothnat balbuceó por los nervios, pues sabía que Fidelma era hermana del rey.

– Ya he dispuesto vuestra habitación, señora -anunció con la voz entrecortada-. La preparé en cuanto el abad me informó de vuestra llegada.

Fidelma extendió la mano y le tocó el brazo con delicadeza. Normalmente, entre sus iguales religiosos, no hacía ninguna distinción por su parentesco con el rey de Muman. Sólo recurría a éste cuando necesitaba imponer su autoridad.

– Me llamo Fidelma. Al fin y al cabo, somos hermanas de la Fe, Scothnat -le dijo, y se volvió a Eadulf y Ségdae-. Hasta la misa de medianoche, pues. Dominus vobiscum.

– Dominus vobiscum -repitió Ségdae con solemnidad.

El abad llevó a Eadulf por el patio enclaustrado otra vez, hasta un pasillo que había al otro extremo, donde se cruzaron con un religioso de buena estatura que los saludó.

– Madagan -saludó a su vez el abad-. Excelente. Veníamos por vos. Os presento al hermano Eadulf. Debido a los peregrinos que se alojan en el domus hospitale esta noche, he sugerido que duerma en la cama de más que hay en vuestra habitación.

El hermano Madagan escrutó con la mirada a Eadulf, como si lo analizara. Tenía la mirada fría y, al sonreír, su gesto carecía de expresión.

– Sois más que bienvenido, hermano.

– Bien -dijo Ségdae, aunque la palabra pronunciada no concordaba con el tono descontento de su voz-. En tal caso, hermano Eadulf, os veré en el oficio de medianoche.

Con un gesto distraído, el abad se marchó.

– Soy el administrador de la abadía -le anunció Madagan con confianza mientras invitaba a Eadulf a acompañarle por una puerta del pasillo-. Mi aposento es más amplio que el de la mayoría, de modo que, supongo, estaréis cómodo.

Abrió la puerta de una habitación con dos catres, una mesa y una silla. Sobre la mesa había una vela. El conjunto estaba excepcionalmente pulcro, y sobre la mesa no había nada más, aparte de la vela y un librito con cubiertas de piel. Detrás de la puerta había otra mesa con un cuenco, una jarra de agua y ropa puesta a secar.

El hermano Madagan señaló uno de los catres de la pequeña celda.

– Ésa será vuestra cama, hermano… disculpad, pero no sé pronunciar vuestro nombre sajón. Es difícil para mi pobre oído.

– Ah'dolf -pronunció Eadulf pacientemente.

– ¿Tiene algún significado?

– Significa «noble lobo» -le explicó Eadulf con cierto orgullo.

El hermano Madagan se frotó con un gesto pensativo el mentón.

– ¿Cómo sería la traducción en nuestra lengua? ¿Conrí, quizá, «rey de lobos»?

Eadulf sorbió aire por la nariz y dijo con desaprobación:

– El nombre de una persona no precisa traducción. Es como es.

– Tal vez -reconoció el administrador de la abadía-. Permitidme que os diga que habláis bien nuestra lengua.

Eadulf se sentó en la cama y la probó con suavidad.

– He estudiado en Durrow y Tuaim Brecain.

Madagan parecía sorprendido.

– ¿Y aun así lleváis la tonsura de un forastero?

– Llevo la tonsura de san Pedro -le corrigió Eadulf con firmeza-, en memoria de la corona de espinas de Nuestro Salvador.

– Pero no es la tonsura que llevamos los habitantes de los cinco reinos, ni la que llevan los bótanos, ni los hombres de Alba, ni la que llevan los hombres de Armorica.

– Es la tonsura de quienes siguen la doctrina de Roma.

El hermano Madagan apretó los labios en un gesto acre y observó:

– Veo que estáis orgulloso de vuestra tonsura, noble lobo de los sajones.

– Es la única que siempre llevaría.

– Por supuesto. Sólo que resulta estrafalaria a los ojos de los hermanos de Imleach.

Eadulf iba a poner fin a la conversación, cuando de pronto se le ocurrió algo.

– Pero ya la habréis visto en diversas ocasiones, ¿no? -comentó Eadulf sin prisa.

El hermano Madagan estaba echando agua en un cuenco para lavarse las manos. Miró hacia donde estaba Eadulf y movió la cabeza diciendo:

– ¿La tonsura de san Pedro? No puedo decir que la haya visto muchas veces. Nunca me he alejado mucho de Imleach, ya que nací cerca de aquí, en las laderas de Cnoc Loinge, justo hacia el sur. La llaman la colina de la nave, porque tiene forma de barco.

– Si jamás habéis visto anteriormente esta tonsura, ¿cómo describiríais la del hermano Mochta? -preguntó Eadulf.