El hermano Madagan se encogió de hombros, desconcertado.
– ¿Que cómo la describiría? -repitió despacio-. No entiendo qué queréis decir.
Eadulf casi dio una patada al suelo de rabia.
– Si mi tonsura os resulta tan extraña, es indudable que la del hermano Mochta, que llevaba la misma hasta que empezó a dejarse crecer el pelo hace poco, despertaría comentarios, ¿no?
El hermano Madagan se mostraba totalmente confuso.
– Pero el hermano Mochta no llevaba una tonsura como la vuestra, hermano Noble Lobo.
Eadulf controló su exasperación y explicó:
– Pero si el hermano Mochta llevaba la tonsura de san Pedro hasta hace unas semanas…
– Os equivocáis, Noble Lobo. El hermano Mochta llevaba la tonsura de san Juan, que es la que todos llevamos aquí, con la cabeza rasurada hasta la mitad, de oreja a oreja, de manera que parece una corona de espinas al mirar de frente.
Eadulf se dejó caer de golpe sobre el catre. Ahora el desconcertado era él.
– A ver si lo he entendido bien, hermano Madagan. ¿Me estáis diciendo que el hermano Mochta no llevaba una tonsura como la mía?
– No. Estoy seguro -afirmó el hermano Madagan con énfasis.
– ¿Ni se estaba dejando crecer el cabello para cubrirla?
– Eso seguro que no, cuando menos la última vez que le vi anoche en vísperas. Llevaba la tonsura de san Juan.
Eadulf se quedó allí sentado, con la mirada fija en él unos instantes, mientras asimilaba lo que le había dicho aquel hombre.
Quienquiera que fuera el hombre al que habían matado en Cashel, y a pesar de la descripción, e incluso del tatuaje, no podía ser el hermano Mochta de Imleach. No podía ser él. Pero, ¿cómo era posible algo así?
CAPÍTULO IX
A la mañana siguiente, durante el desayuno en el refectorio, Fidelma miró a Eadulf, que estaba sentado enfrente, en la misma mesa.
– Parece que el misterio del hermano Mochta os tiene preocupado -observó partiendo un pedazo de pan de la barra que tenía delante.
Eadulf abrió los ojos, perplejo.
– ¿Acaso vos no lo estáis? Esto raya en lo milagroso. ¿Cómo puede tratarse del mismo hombre?
– Pues no, no estoy preocupada. ¿No dijo Tácito el romano que lo desconocido siempre se entiende como un milagro? Pues bien, una vez deja de ser desconocido, deja de ser milagroso.
– ¿Queréis decir con ello que ha de haber una explicación lógica para este misterio?
Fidelma lo miró con reproche.
– Siempre la hay, ¿no?
– Pues yo no la veo por ningún lado -replicó Eadulf avanzando la barbilla-. A mí me huele a brujería.
– ¡Brujería! -exclamó Fidelma con desdén-. Hemos resuelto esta clase de misterios otras veces, y nunca se nos ha resistido ninguno. Recordad, Eadulf, vincit qui patitur.
Eadulf bajó la cabeza para ocultar su exasperación.
– La paciencia puede ayudar a no desistir, pero jamás nos habíamos topado con un misterio tan desconcertante -arguyó y, al levantar la vista y ver acercarse al hermano Madagan, bajó la voz-. He aquí el hermano que dio la voz de alarma cuando Mochta desapareció. Es el administrador de la abadía, el hermano Madagan.
El monje se aproximó a ellos con una sonrisa.
– Una mañana preciosa -dijo sentándose, y se presentó a Fidelma-. Soy el rechtaire de la abadía. Me llamo Madagan. He oído hablar mucho de vos, Fidelma de Cashel.
Fidelma lo escrutó del mismo modo que había hecho él, y algo no le gustó, aunque no sabía el qué. Sin embargo, tenía rasgos agraciados, algo angulosos y adustos, pero nada en su rostro le repugnaba. También era de trato cordial. Por tanto, achacó su desagrado a alguna reacción cuya naturaleza no podría explicar.
– Buenos días, hermano Madagan -dijo, inclinando cortésmente la cabeza-. He sabido que vos fuisteis el primero en saber que las Santas Reliquias habían desaparecido.
– Así es, fui yo.
– ¿En qué circunstancias sucedió?
– El día de la fiesta de Ailbe me levanté pronto, pues es costumbre ese día…
– Conozco el procedimiento de la fiesta -se apresuró a interrumpir Fidelma.
El hermano Madagan pestañeó.
Entonces Fidelma se dio cuenta de que era aquel gesto lo que le hacía recelar de él. Al pestañear, bajaba los párpados lenta y deliberadamente, y mantenía los ojos cerrados una fracción de segundo antes de abrirlos otra vez. Era como si tuvieran capucha. La acción tenía un curioso parecido al modo en que un halcón deja caer los párpados. Se dio cuenta de que su mirada era fría, tras una apariencia amistosa. Bajo aquel rostro se ocultaba una doble personalidad, que sólo se advertía si se analizaba con atención.
– Muy bien -prosiguió el monje-. Había mucho que hacer con los preparativos…
– Decidme cómo descubristeis la falta de las Santas Reliquias.
La interrupción no alteró a Madagan.
– Fui a la capilla donde se guardaban las Santas Reliquias -contestó con tranquilidad.
– Aun sin ser el conservador de las Santas Reliquias de Ailbe. ¿Para qué fuisteis allí? -le preguntó con una voz imparcial, pero con perspicacia.
– Porque esa noche yo era el encargado de la guardia… como vigilante. La labor consiste en hacer rondas por la abadía para confirmar la seguridad.
– Supongo que todo os pareció en orden.
– Al principio sí…
– Hasta que llegasteis a la capilla.
– Sí. Fue entonces cuando vi que el relicario no estaba en el hueco donde solemos guardarlo.
– ¿Qué hora era?
– Una hora más o menos antes del alba.
– ¿Cuándo fue la última vez que se vio el relicario en el lugar que le corresponde?
– En vísperas. Todos vimos el relicario. El hermano Mochta también estaba presente.
Eadulf tosió discretamente antes de intervenir.
– ¿Qué contenía exactamente el relicario?
El hermano Madagan hizo una seña con las manos, como para abarcar el contenido.
– Las Reliquias de nuestro bienamado Ailbe.
– No, no me refiero a eso. ¿En qué consistían las Reliquias? Sabemos que una era el crucifijo que el santo trajo de Roma.
– Ah, ya -dijo el hermano Madagan reclinándose en la silla con aire pensativo-. Además del crucifijo está el anillo del obispo, su cortaplumas, un libro de la Ley de Ailbe escrito por él mismo y sus sandalias. Oh, claro, y su cáliz.
– ¿Qué Reliquias suele conocer la gente en general? -preguntó de pronto Eadulf-. En muchas iglesias donde se guardan reliquias de santos, el relicario está sellado para que nadie pueda ver los objetos.
El hermano Madagan esbozó una fugaz sonrisa.
– Así solía ser en nuestro caso, Noble Lobo de los sajones -se burló-. Todos los años, durante la ceremonia de esta festividad, el contenido se muestra y se traslada de la capilla a su pozo sagrado, donde se bendice, y de allí se traslada a la piedra que señala su sepultura.
– Como riqueza secular no son de gran valor, salvo el crucifijo, ¿verdad? -preguntó Eadulf.
– El crucifijo y el anillo tienen mucho valor -contestó Madagan-. El anillo es de oro con una piedra preciosa, llamada smaragdus, una curiosa piedra de color verde procedente de Egipto, que, según dicen, los caldeos labraron para hacer el anillo con el que Zósimo obsequió a Ailbe. Lo mismo sucede con el crucifijo, el cual está labrado en plata, y que también contiene la piedra smaragdus.
– ¿Smaragdus? -murmuró Fidelma-. ¿Una piedra de color verde oscuro?
– ¿Habéis visto alguna vez estas gemas? -se interesó Madagan-. También adornan el crucifijo de Ailbe.
– Oh, sí. Se llaman esmeraldas.
– ¿Así que poseen un gran valor secular? -se empeñó Eadulf.