Eadulf movió los brazos con turbación.
– ¿Estáis diciendo que el hermano Mochta preparó la escena? Pero, ¿por qué?
– Quizá la preparó otro. Todavía no podemos sacar conclusiones.
– Si fuera verdad que el monje al que mataron en Cashel era el hermano Mochta, tendría más sentido. Pero el hermano Madagan insistió en que Mochta llevaba la tonsura irlandesa, y no la católica. El cabello no crece ni se puede cambiar en un solo día. Además, el posadero del Pozo de Ara dijo que el huésped se estaba dejando crecer el pelo para ocultar la tonsura hace una semana.
– Tenéis toda la razón. Pero, ¿cómo explicáis que coincidiera la descripción del cuerpo de Cashel y la del hermano Mochta? Una descripción que coincide hasta en el tatuaje del brazo -dijo Fidelma, y sus ojos titilaron un instante-. Eso es otra certeza. Sólo podemos dar absolutamente por cierto aquello que no comprendemos.
Eadulf miró al techo.
– Una frase del brehon Morann, ¿no? -preguntó con sarcasmo.
Fidelma no le hizo caso y siguió escudriñando la celda.
– Quienquiera que haya preparado esto, ya sea el hermano Mochta u otra persona, lo hizo con sumo cuidado. Mirad cómo está colocado el colchón, de manera que cualquiera que no esté ciego vería la mancha de sangre. Aunque es cierto que, durante una pelea, un colchón puede caer de esa forma, pero parece colocado a propósito. Además, ¿para qué se iba a sacar la ropa del armario y esparcirla por el suelo en una pelea?
Eadulf empezó a percatarse del grado de minucia que desplegaba Fidelma en el análisis de la habitación.
– ¿Habéis reparado en la flecha de la mesilla de noche? -le preguntó Fidelma.
Eadulf hizo un ruido gutural.
La había visto, pero solamente como parte del desbarajuste general. Ahora que se fijaba bien, se daba cuenta de las marcas de la pluma: era el mismo tipo de flecha que llevaba el arquero en el intento de asesinato, el mismo modelo de flecha que Fidelma llevaba con ella y que habían identificado como obra de los flecheros de Cnoc Áine.
– Ya la veo -respondió.
– ¿Y qué os sugiere?
– ¿Que qué me sugiere? Es el asta de una flecha partida por la mitad, y el extremo de la pluma ha caído sobre la mesa.
– ¿Caído? -preguntó Fidelma alzando la voz con incredulidad-. Está tan bien colocada, que salta a la vista que alguien la ha dejado para que cualquiera la vea. Y si se rompió durante una pelea, ¿dónde está la otra mitad?
Eadulf bajó la vista al suelo para buscarla. Examinó con cuidado la habitación, pero no vio nada.
– ¿Qué significa?
– Sabéis tanto como yo -respondió Fidelma con indiferencia-. Si alguien ha preparado la habitación con cuidado para que la encontráramos así…, bueno, para que la encontrara así la persona que se esperara que fuera a entrar, ¿qué querría hacernos creer?
Con los brazos cruzados, Eadulf esperó de pie mirando a su alrededor antes de responder.
– El hermano Mochta ha desaparecido. La habitación está preparada para que pensemos que se lo han llevado por la fuerza tras un violento forcejeo. La mancha del colchón y el desorden sugieren esa posibilidad. Luego hay una flecha rota en la mesilla de noche…, ah, eso puede significar que la flecha se rompió cuando el atacante la hundió en el cuerpo de Mochta. El extremo de la punta quedó hundido en el cuerpo de Mochta, partieron la flecha por la mitad y la arrojaron sobre la mesa -explicó, mirando a Fidelma en busca de aprobación.
– Excelente, Eadulf. Es precisamente lo que se esperaba que creyéramos. No obstante, dado que la escena se preparó con mucho cuidado, debemos ver más allá para averiguar qué representa en verdad esta habitación.
Fidelma entró y empezó a examinarla paso a paso. A continuación, tomó la flecha rota y la introdujo en el marsupium.
– No creo que nos aporte más información hasta que no recojamos más pruebas.
Entonces examinó los utensilios de escritura que había en un rincón y los pedazos de papel de vitela.
– El hermano Mochta tenía buena letra. Al parecer, estaba escribiendo una Vida de Ailbe -dijo, y empezó a leer de un trozo de vitela-: «Cristo lo llamó al descanso eterno a los cien años de vida, como está escrito en los Anales de Imleach, obra iniciada en el año 522 de Nuestro Señor» -hizo una pausa-. Parece que falta el resto. Pero hay otro fragmento. «Los escribas del norte han perturbado el descanso de Ailbe, pues no desean reconocer su aparición a Patricio Armagh en Muraan.»
– ¿Son relevantes estos escritos? -preguntó Eadulf.
– Puede -respondió Fidelma, enrollando los pedazos de vitela para introducirlos en el marsupium, y luego volver a mirar alrededor-. No creo que esta habitación vaya a revelarnos más secretos. Vámonos.
Cerró la puerta con la llave que el hermano Madagan había dejado puesta. Regresaron al refectorio. Fuera había reunidos una docena o más de religiosos y religiosas, envueltos en largas capas, cada uno de los cuales iba provisto de un hato y un bordón. El abad Ségdae estaba allí también, de pie delante de todos, con una mano alzada y el dedo pulgar contra el anular, de manera que el índice, el corazón y el meñique quedaban levantados como símbolo de la Santísima Trinidad a la usanza irlandesa.
Pronunció la bendición en griego, considerada como la lengua de los Santos Evangelios.
Entonces, los peregrinos se echaron los hatos al hombro y, de dos en dos, se dirigieron hacia las puertas de la abadía, aunando las voces en un canto jubiloso.
Cantemus in omni die
continentes uarie,
conclamantes Deo dignum
hymnum sanctae Mariae
– «Cantemos todos los días, cantemos juntos en variadas armonías, declamando a un Dios un himno digno de santa María» -murmuró Eadulf, traduciendo las palabras.
Al poco, la columna de peregrinos había cruzado las puertas de la abadía para proseguir su camino. El murmullo de sus voces se desvaneció tras los muros.
Mientras contemplaban la marcha, un hombre fornido se les acercó. Era de estatura media, musculoso y corpulento, y tenía un excepcional cabello castaño y canoso. Llevaba un jubón de piel sobre un atuendo de trabajo, y una espada corta en el cinturón. Tenía unos ojos brillantes y alegres, y un rostro demasiado rollizo y rubicundo para conservar la hermosura que debió de haber gozado en su juventud. Su aspecto era el propio de un hombre rico hecho a sí mismo, porque exhibía su riqueza con ostentación. Iba cargado de joyas, algo que contrastaba con su vestimenta. Una persona acostumbrada a la opulencia nunca habría tenido tan mal gusto con su riqueza. Fidelma contuvo una sonrisa. De pronto, le sobrevino una imagen de aquel pretencioso personaje, en la que éste aparecía con un signo colgado al cuello cuya leyenda rezaba así: Lucid bonus est odor, «agradable es el aroma del dinero». Pensó de quién sería la cita, hasta que recordó que pertenecía a las Sátiras de Juvenal. Fuera como fuere, estaba segura de que aquel hombre nada habría objetado contra la máxima.
– ¿Sois vos la señora Fidelma? -preguntó el hombre, entornando los ojos al examinarla.
Fidelma inclinó la cabeza para saludar al recién llegado.
– Soy Fidelma de Cashel -le confirmó.
– He oído que andabais buscándome. Yo soy Samradán de Cashel.
Fidelma miró a los ojos claros y vivarachos del hombre y sostuvo la mirada. El mercader de Cashel fue el primero en apartarla.
– ¿Hay algo que pueda hacer para ayudaros? -preguntó Samradán, incómodo, pasando el apoyo del cuerpo al lado contrario.