Ella lo miró con una sonrisa que lo desarmó.
– ¿Conocíais al hermano Mochta?
El mercader movió la cabeza.
– ¿El monje que ha desaparecido? La gente no habla de otra cosa en la abadía, pero no, yo no le conocía. Yo sólo trataba con el hermano Madagan por ser el administrador de la abadía y, claro, con el propio abad. Nunca he conocido al hermano Mochta o, al menos, no habría sabido decir quién era si me hubiera cruzado con él en la abadía.
– ¿Tenéis un almacén en Cashel?
El mercader asintió con un gesto receloso.
– Junto a la plaza del mercado, señora. También tengo una casa en el pueblo.
– Ayer por la mañana intentaron asesinar a mi hermano, el rey, y al príncipe de los Uí Fidgente desde la azotea de vuestro almacén.
El mercader palideció.
– Hace días que estoy en Imleach. No sabía nada. Además, cualquiera podría subirse a la azotea de mi almacén. Es muy llana y accesible.
– No os estoy acusando de nada, Samradán -lo reprendió Fidelma-, sólo he considerado que debíais estar al corriente.
El mercader asintió con aturdimiento.
– Sí, claro… Yo pensaba que…
– ¿Comerciáis con los habitantes de Cnoc Ame?
– No, sólo con la abadía.
– Eso reduce mucho vuestro beneficio -dijo Fidelma con una sonrisa-. Debéis comerciar mucho con la abadía para hacer tantas visitas y pasar tanto tiempo aquí.
Samradán la miró sin tenerlas todas consigo.
– Me refiero a que sólo comercio con la abadía por esta zona. También tengo trato con las abadías de Cill Dalua, al norte de aquí, y al sur con Lios Mhór. En los últimos meses he llegado a comerciar incluso con la abadía de Armagh, que queda más al norte todavía. Fue un viaje difícil. Aun así, lo he realizado dos veces en los dos últimos meses.
– ¿Qué clase de mercancía ofrecéis?
– Sobre todo cambiamos maíz y cebada por lana. En los aledaños de Cill Dalua hay excelentes curtidores y peleteros, por lo que compramos chaquetas, recipientes de cuero, calzado y otros objetos, y bajamos al sur para venderlos.
– Fascinante. ¿Comerciáis con metalistería?
Samradán dijo, sin dar mucha importancia:
– Es una labor pesada para los caballos. Los objetos de metal aumentan demasiado la carga de los carros, lo cual nos obliga a desplazarnos despacio. Ya hay suficientes buenos herreros y forjas por todo el país.
– De modo que no tratáis en metales como la plata. Al sur de aquí hay minas de plata y de otros metales preciosos.
Samradán movió la cabeza con vehemencia, citando un antiguo proverbio:
– «Sea bueno o sea malo el negocio, la experiencia hace hábil el oficio.» Yo solamente me dedico al comercio que conozco, y no conozco el de la plata.
– Tenéis toda la razón -concedió Fidelma con complacencia-. Un negocio que no se conoce bien puede ser perjudicial en los beneficios. Tengo entendido que no hace mucho que vivís en Cashel.
– Desde hace sólo tres años.
– Y antes de vivir en Cashel, ¿desde dónde llevabais vuestro negocio?
A Fidelma le pareció ver un destello furtivo en la mirada del mercader.
– Desde la región de Coreo Baiscinn.
– ¿Vuestra tierra natal? -apuró Fidelma.
Samradán alzó el mentón como reacción instintiva de desafío.
– Así es.
Su confirmación fue un reto, pero Fidelma no dijo nada más.
Al prolongarse el silencio, el mercader se aclaró la garganta con un carraspeo para llamar la atención.
– ¿Se os ofrece algo más? -preguntó.
Fidelma volvió a sonreírle, como si ya hubiera quedado claro y el hombre no lo hubiera entendido.
– Sí, claro, aunque cuando lleguéis a Cashel, puede que os interroguen sobre este horrible suceso. Podéis decir que habéis hablado conmigo. Aun así, es posible que los brehons de Cashel soliciten vuestro testimonio.
– ¿Para qué iban a interrogarme a mí? -preguntó Samradán, sobresaltado.
– Por lo que os he dicho: los asesinos se sirvieron de vuestro almacén. Nadie os acusa de nada, pero es normal que se os interrogue por ello. Decidles que hablasteis conmigo. Que no sabéis nada del asunto.
El mercader parecía incómodo.
– No tengo pensado regresar a Cashel hasta dentro de unos días, señora -murmuró-. Antes iré a la región de los Arada Cliach por negocios. Mi intención era partir mañana al despuntar el día.
– En tal caso os deseo un buen viaje -se despidió Fidelma, y luego hizo una seña para indicarle a Eadulf que la siguiera.
– ¿Qué significa todo eso? -le preguntó cuando ya no podían oírles.
Fidelma lo miró con cierta censura.
– Lo que parecía -le respondió-. Sólo quería saber quién era ese tal Samradán.
– ¿Y estáis contenta de saber que no es más que quien dice ser?
– No.
A Eadulf le desconcertó aquella respuesta enigmática, y Fidelma vio su gesto de turbación.
– Puede que Samradán sea quien dice ser, pero reconoce que es oriundo de Coreo Baiscinn -apuntó Fidelma.
– Nunca he oído hablar de ese lugar -dijo Eadulf-. ¿Encierra algún significado?
– Es uno de los pueblos bajo el señorío de los Uí Fidgente y también afirman ser descendientes de Cas.
– Por lo que podría estar involucrado en la conspiración -sugirió Eadulf.
– No me fío de él. Sin embargo, si estuviera implicado en una conspiración, no sé si tendría algo que ver con los Uí Fidgente. No ha reconocido de buenas a primeras que era de Coreo Baiscinn. Y es mejor recelar que no.
Eadulf no dijo nada.
Encontraron al hermano Madagan en la entrada de la abadía, hablando con el abad.
– ¿Habéis llegado a alguna conclusión? -preguntó éste a Fidelma.
– Es demasiado pronto para sacar conclusiones -le contestó, devolviendo al hermano Madagan la llave de la celda del hermano Mochta.
El abad Ségdae todavía parecía inquieto.
– Supongo que estaba esperando un milagro. Pero al menos se ha recuperado una de las Santas Reliquias de Ailbe, el crucifijo.
Fidelma puso la mano sobre el brazo del abad para reconfortarlo. Deseaba poder hacer algo más para alentar a aquel viejo amigo, que tanto había apoyado a su familia.
– No os preocupéis demasiado, Ségdae. Si este asunto puede resolverse, lo resolveremos.
– ¿Puedo hacer algo más para ayudaros antes de regresar a mis quehaceres? -se ofreció el hermano Madagan.
– Os lo agradezco, pero por el momento no. El hermano Eadulf y yo iremos al pueblo y puede que tardemos en volver -dijo, e hizo una pausa-. Por cierto, dijisteis que en las habitaciones contiguas a la del hermano Mochta había alguien, ¿verdad? ¿Dónde podemos encontrar a los ocupantes?
El hermano Madagan alzó la vista sobre el hombro de Fidelma, hacia las puertas abiertas de la abadía.
– Sois afortunada: por ahí vienen los dos hermanos por los que me preguntáis.
Eadulf y Fidelma se dieron la vuelta y vieron a dos religiosos que se acercaban a las puertas; uno de ellos empujaba una carretilla repleta de hierbas y plantas que, evidentemente, habían estado recogiendo aquella mañana.
Al ir hacia la entrada al encuentro de los dos monjes, Eadulf preguntó en voz baja a Fidelma:
– ¿No habría sido un detalle por nuestra parte informarles de la conclusión a la que hemos llegado hasta ahora?
– ¿Conclusión? -se extrañó Fidelma, levantando una ceja-. No creo que hayamos llegado a ninguna conclusión.
Eadulf hizo un movimiento con la mano para expresar su confusión.
– Creía que habíamos quedado en que el hermano Mochta había desordenado a propósito su cuarto para despertar falsas sospechas.
Fidelma le lanzó una mirada de reprobación.
– Nos reservaremos cuanto hayamos descubierto hasta que podamos encontrarle cierta lógica. ¿Qué sentido tiene revelar lo que sabemos? Podría llegar a oídos de los conspiradores, quienesquiera que sean, y, en consecuencia, tratarían de eliminar todas las huellas. No diremos nada más al respecto hasta que llegue el momento oportuno.