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Miró hacia delante y gritó a los dos hombres:

– Buenos días, hermanos. Soy Fidelma de Cashel.

Al saludarla dieron a entender que ya habían oído hablar de ella. Al parecer, la noticia de su llegada había corrido rápidamente de boca en boca.

– Según me han dicho, dormís en las habitaciones contiguas a las del hermano Mochta.

El mayor de los dos tenía unos pocos años más que Fidelma, mientras que el más joven sólo era un adolescente rubio y lozano. Apenas parecía superar la «edad de elegir». Cruzaron miradas nerviosas entre ellos.

– ¿Hay alguna novedad del hermano Mochta? -preguntó el más joven-. En la abadía no se habla de otra cosa que de su desaparición, y de la de las Santas Reliquias.

– No, no hay noticias, hermano…

– Yo soy Daig, y él es el hermano Bardán, el boticario y embalsamador de la abadía -dijo el joven con cierto orgullo por presentar a alguien más importante que él, y añadió, entusiasmado-: Toda la abadía habla de vuestra llegada, señora.

– Llamadme hermana -corrigió Fidelma con delicadeza.

– ¿Cómo podemos ayudaros? -interrumpió el otro monje con menos entusiasmo que su compañero.

– Estáis al corriente de que el hermano Mochta desapareció de su celda entre las vísperas y el alba del día de San Ailbe, ¿cierto?

– Eso hemos oído -confirmó el hermano Bardán.

Lo dijo con un tono cortante, mirando a Fidelma con suspicacia. Era un joven de tez morena y cabellos negros como el plumaje de un cuervo, con un reflejo azulino. Sus ojos oscuros se movían de un lado a otro con nerviosismo, como si estuvieran al acecho de enemigos ocultos. Aunque iba bien afeitado, la sombra de la barba oscurecía la parte inferior del rostro, que contrastaba con la palidez de las mejillas.

– ¿Estabais durmiendo en vuestras habitaciones esa noche, la noche en que Mochta desapareció?

– Sí.

– ¿Oísteis alboroto durante la noche?

– Yo duermo a pierna suelta, hermana -respondió el hermano Bardán-. Dudo que algo pueda despertarme. Nunca oigo nada.

– Yo sí que oí alboroto -anunció el hermano Daig.

Fidelma lo miró. No esperaba oír aquella respuesta. De reojo, vio cómo el hermano Bardán miraba a su compañero, enrojeciendo de rabia. Abrió la boca y, por un instante, Fidelma creyó que iba a regañar al joven. Pero no lo hizo.

– ¿Habéis informado de ello? -preguntó.

– Oh, no se trata de ningún jaleo -respondió el muchacho.

– ¿Qué clase de ruido era?

– Tengo el sueño ligero y recuerdo que me despertó el ruido de una puerta al cerrarse. Supongo que debió de ser el viento, ya que un hermano nunca cerraría la puerta de ese modo. Se cerró con un golpe.

– ¿Y qué sucedió después? -preguntó Fidelma.

– Nada -reconoció el hermano Daig-. Cambié de lado y seguí durmiendo.

Aquella respuesta decepcionó a Fidelma, que insistió:

– ¿Sabríais decir qué puerta fue la que dio el golpe?

– No, pero hay algo que sé… He oído que tal vez se diera un enfrentamiento en la habitación de Mochta a esa hora. Pero yo creo que es imposible.

– ¿Y eso? -instó Fidelma.

– Bueno, si hubiera habido una riña, yo lo habría oído. Me habría despertado. Y aparte del portazo, nada me alteró el sueño esa noche.

El hermano Bardán sonrió con escepticismo.

– Vamos, Daig… se sabe que los jóvenes dormís hasta en medio de una gran tempestad. ¿Cómo podéis estar tan seguro de que no sucedió nada extraño en la habitación de Mochta esa noche? Por lo que nos han contado, la escena demuestra todo lo contrario.

– Me habría despertado de haber habido una riña -insistió Daig, indignado-. Y, de hecho, me despertó un portazo.

– Bueno, yo reconozco que no oí nada -dijo Bardán, quitándole importancia.

Fidelma dio las gracias a ambos y se marchó con Eadulf, dejándolos a las puertas de la abadía. Tras andar un poco y cruzar la plaza hacia el pueblo, lanzó una mirada fugaz por encima del hombro. Le intrigó ver al hermano Bardán regañando a ojos vistas al muchacho.

– Bueno -dijo Eadulf, que no se había dado cuenta de la discusión y había seguido andando-, esto demuestra tu suposición, ¿no? En la habitación de Mochta no hubo enfrentamiento.

Fidelma miró hacia delante y apretó el paso para alcanzar a Eadulf.

– ¿Y qué ganamos con eso? -se preguntó Fidelma en voz alta, al pasar con Eadulf junto al tejo de la plaza.

– No os entiendo -respondió Eadulf.

– Sólo sacaríamos algo en claro si supiéramos a ciencia cierta que el hermano Mochta es el mismo hombre al que mataron en Cashel. Pero, según Madagan y estos hermanos, las descripciones coinciden exactamente, aunque difieren en un aspecto que hace imposible que sea el mismo hombre.

Eadulf hizo un ruido gutural y abrió las manos con elocuencia.

– Ya lo sé. La tonsura. He tratado de dar con una explicación razonable muchas veces, pero no puedo. La última vez que vieron al hermano Mochta fue aquí, hace menos de cuarenta y ocho horas, con el pelo rasurado a la manera de la tonsura de san Juan. El hombre que creíamos que era Mochta fue hallado en Cashel hace veinticuatro horas con el aspecto de haber llevado la tonsura de san Pedro, pero con pelo de dos semanas en la zona rasurada. ¿Cómo se puede entender?

– Habéis pasado por alto otro detalle -observó Fidelma.

– ¿Cuál?

– Aona vio a ese mismo hombre, con la misma tonsura, hace una semana en el Pozo de Ara. Nos dijo que Mochta apenas salía de la abadía. Eso es otro aspecto que apoya la hipótesis de que el hombre de Cashel no sea Mochta.

Eadulf movió la cabeza, molesto.

– No se me ocurre ninguna explicación razonable para eso.

– ¿Veis ahora lo inútil que resulta hablar con el abad Ségdae de nuestras sospechas? Mientras no tengamos respuestas, seguirán siendo sospechas y no conclusiones.

Eadulf se mostraba contrito.

Cruzaron la plaza hasta el principio del grupo de casas, graneros y otros edificios que comprendían el municipio de Imleach. El complejo urbano había crecido durante los últimos cien años, al auspicio de la abadía y la sede de la catedral. Previamente, sólo había sido el lugar de reunión en torno al árbol sagrado de los Eóghanacht, donde los reyes acudían para prestar juramento y tomar posesión de su cargo. La abadía atrajo a comerciantes, constructores y demás, lo cual propició el crecimiento de una aldea de varios centenares de habitantes frente a los muros de la abadía.

Fidelma se detuvo antes de entrar en el pueblo y miró a su alrededor.

– ¿Adónde nos dirigimos ahora? -preguntó Eadulf.

– Está claro: vamos a buscar a un herrero -respondió brevemente-. ¿Adónde si no?

CAPÍTULO X

No les hizo falta pedir indicaciones para encontrar la forja, ya que las fuertes ráfagas del fuelle y el repiqueteo del hierro contra el hierro se oían cada vez mejor a medida que se adentraban en el grupo de casas, construidas de forma espaciada a lo largo de una calle principal que se vislumbraba desde las puertas de la abadía. La forja estaba hecha de piedra, y la fragua se hallaba construida sobre grandes losas. En una de éstas había un pequeño agujero, a través del cual un caño dirigía la corriente de aire que producía el fuelle hasta el fuego.

Una impresionante bomba de aire de cuatro cámaras generaba las ráfagas de la herrería. Eadulf había oído hablar de aquellos enormes fuelles, pero jamás había visto ninguno. También había oído que proporcionaban a la fragua una corriente de aire más uniforme que la de un aparato normal, de dos cámaras. A la vista estaba que era más difícil de manejar, ya que el herrero, que sudaba junto al fuego, contaba con la ayuda de un hombre corpulento, encargado de hacer soplar el fuelle. Su labor consistía en hacer subir y bajar el extremo de las cámaras de aire, poniendo encima de cada una un pie, que levantaba de forma alterna, como quien camina despacio a propósito. Así, cuanto más deprisa caminaba, con mayor rapidez funcionaba el fuelle.