El herrero era un hombre de buena planta y musculoso que rondaba la treintena. Vestía pantalones de cuero, pero iba con el torso desnudo, salvo por un delantal de gamuza que le protegía de las chispas. Con unas tennchair, un par de tenazas, sujetaba una pieza de hierro al rojo vivo. Con la otra mano empuñaba el martillo, con el que golpeaba el trozo de hierro sobre un yunque con un gran estruendo, antes de introducir el hierro en un contenedor de agua llamado telchuma.
Al verles acercarse, el herrero dejó lo que estaba haciendo, escupió a las brasas de la forja y se oyó un breve chisporroteo.
– Suibne, tráeme más carbón de leña -ordenó a su ayudante sin quitarles los ojos de encima.
El encargado de bombear los fuelles bajó de un salto de las tablas de madera y desapareció en un cobertizo.
El herrero se llevó la mano a la nuca para secarse el sudor y ellos se detuvieron delante.
– ¿Qué se os ofrece? -preguntó, examinándolos con la mirada-. ¿Me buscáis como herrero o como bó-aire de esta comunidad?
El bó-aire era el juez municipal, un jefe sin tierra, al que inicialmente se valoraba por el número de vacas que poseía, de ahí que se le denominara «jefe de las vacas». Las comunidades pequeñas, como en el caso de las aldeas, solían estar gobernadas por un bó-aire, el cual rendía tributo a un jefe superior.
– Soy Fidelma de Cashel -se presentó con formalidad al conocer el rango del herrero-. ¿Cómo os llamáis vos?
El herrero se puso derecho. ¿Quién no había oído hablar de la hermana del rey? El jefe al que él rendía tributo era primo de ella, Finguine de Cnoc Áine.
– Me llamo Nion, señora.
Fidelma extrajo las flechas del marsupium. La que había hallado en el carcaj del asesino, y la rota, que se había llevado de la habitación del hermano Mochta.
– ¿Qué podéis decirme de estas flechas, Nion? -preguntó sin más.
El herrero se limpió las manos en el delantal, tomó las flechas de sus manos y las examinó.
– No soy flechero, aunque antes había hecho puntas de flecha. Éstas son de excelente manufactura. La punta de ésta es de bronce y, como veis, está montada con un cro hueco…
– ¿Un qué? -preguntó Eadulf, inclinándose.
– Una cavidad. ¿Veis dónde se ha introducido la madera del asta? Éstas son de muy buena calidad, ya que, como podéis observar, la punta está sujeta con un minúsculo remache de metal.
– ¿Y dónde diríais que se han hecho? -preguntó Fidelma.
– Es evidente -respondió el herrero con una sonrisa-. ¿Veis la pluma? Lleva el símbolo de un arquero de Cnoc Áine, territorio en el que os halláis, como ya debéis de saber, señora.
Fidelma esbozó una sonrisa.
– ¿Y sabríais indicarme quién es semejante artesano, Nion?
El herrero soltó una inesperada carcajada.
– ¿Veis al vecino? -dijo, señalando una carpintería-. Él hace las astas y monta las plumas, y yo me encargo de las puntas y las fijo. Esta flecha forma parte de un lote que preparé no hace ni una semana. La reconozco por la forma en que está trabajado el metal. ¿Por qué lo preguntáis, señora? -añadió, devolviéndole las flechas.
Su ayudante regresó y vació una bolsa de carbón en el fuego de la fragua, que luego atizó con una barra de hierro.
– Quisiera saber algo acerca del hombre al que vendisteis estas flechas.
Al instante, el herrero entornó los ojos con suspicacia.
– ¿Por qué?
– Si no tenéis nada que ocultar, Nion, me lo diréis. Recordad que quien os hace las preguntas es una dálaigh, y que tomo vuestra palabra como juez de este municipio.
Antes de decir nada, Nion se la quedó mirando como si tratara de entrever sus intenciones; luego se encogió de hombros.
– En tal caso, como bó-aire ante un dálaigh, responderé. No conozco al hombre. Me refería a él como el Saigteóir, porque tenía el aspecto de un arquero profesional, y actuaba como tal. Acudió a mí hace más de una semana y me pidió que le hiciera dos docenas de flechas. Me pagó bien el trabajo. Pasó a recogerlas unos días después, y ya no supe más de él.
La respuesta decepcionó a Eadulf, pero Fidelma no desistió.
– A veces hay que ayudar a la memoria -comentó-. Decís que parecía un arquero profesional. Describidlo.
Después de vacilar un poco, Nion el herrero describió al arquero que Gionga había matado. Fue una buena descripción, y no cabía duda en cuanto a la identidad del hombre.
– Hablasteis con él. ¿Qué os pareció su forma de hablar?
El herrero se frotó la mandíbula, y luego le brillaron los ojos.
– Era tosco en el habla; como cualquier soldado profesional, pero no era de casta guerrera; no era el tipo de hombre nacido en el seno de la clase nobiliaria dedicada al servicio de las armas.
– ¿Le preguntasteis qué le traía por aquí? -intervino Eadulf.
– No. Tampoco lo habría hecho nunca. Es mejor no preguntarle a un guerrero para qué quiere las armas, a menos que él quiera facilitar semejante información.
– Es comprensible -admitió Fidelma-. Y no os facilitó información.
El herrero negó moviendo la cabeza.
– ¿Iba acompañado?
– No.
– Parece que estáis muy seguro de eso. ¿Llevaba un caballo?
– Oh, sí. Llevaba una yegua zaina. Me fijé, porque las herraduras de las patas traseras precisaban un buen arreglo. Una había recibido el golpe de una piedra. Lo sé, porque una vez arreglé una que tenía ese problema.
– ¿Recordáis algo en especial del caballo? -preguntó Fidelma, pues sabía de sobra que un herrero profesional sabría identificar la manera en que un caballo iba herrado y, en ocasiones, la ubicación geográfica del artífice.
– Lo que está claro es que estaba herrado en el norte -respondió sin vacilar-. He visto ese estilo varias veces, y ahora lo utilizan los herreros de Clan Brasil. También puedo decir que el animal no estaba precisamente en la flor de la vida. Aunque era un caballo de guerra, no era la clase de animal que llevaría un guerrero de prestigio.
– ¿En qué más os fijasteis?
– En nada. No era asunto mío.
– Sois el bó-aire -le recordó Fidelma-. Vuestra responsabilidad es estar al corriente de lo que acontece en vuestro territorio. Las flechas que vendisteis a ese guerrero se usaron en un intento de asesinato contra mi hermano, el rey, y el príncipe de los Uí Fidgente. ¿No ha llegado la noticia a vuestros oídos?
Nion tenía la vista puesta en ella sin decir nada. Era obvio que la noticia le había impresionado.
– Yo no tuve nada que ver en este asunto, señora -dijo con preocupación-. Yo sólo hice las flechas y las vendí. No sabía quién era ese hombre…
Fidelma alzó una mano para acallar el espanto del herrero.
– Sólo os lo digo para mostraros que en ocasiones estos asuntos pueden incumbiros, juez de Imleach. Por tanto, considerando lo dicho, ¿hay alguna cosa más que debierais contarme de ese arquero?
No cabía duda de que Nion se estaba esforzando mucho para refrescar la memoria; se llevó una mano tras la cabeza y se la rascó para facilitar la labor.
– No puedo añadir nada más, señora. Pero claro, si ese arquero no era del lugar, debió de pasar unos días por aquí para esperar a que terminara las flechas. Quizá sepan algo más en la posada donde se hospedó.
– ¿Dónde está esa posada?
Nion hizo un gesto elocuente.
– Teniendo en cuenta que no acudió a la abadía para alojarse, sólo cabe la posibilidad de que lo hiciera en la posada de Cred, al final de la calle, al otro extremo del pueblo. Tiene mala fama y carece de licencia. Por cierto, es voluntad del abad. Ha tratado de cerrarla por inmoralidad, pero es la única posada del pueblo. Creo que el arquero podría haberse hospedado allí. Si no fue así, ya no puedo ayudaros más.