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– Bonito lugar para un encuentro -murmuró-. ¿No sería mejor irnos y buscar un sitio más protegido?

Sin levantarse y haciendo caso omiso del comentario, el hombre habló.

– Sor Fidelma… yo soy de Cashel. Que esto os baste, pues mi nombre nada os dirá. Cred no os dijo toda la verdad.

– No lo dudo -afirmó Fidelma en un tono ecuánime-. Cada uno da forma a la verdad según la percibe.

– Mintió en cuanto a lo que os contó -insistió el carrero-. Yo vi cómo ese hombre al que ella llama arquero se reunía con otros en la posada. Ella lo sabía y os mintió.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– Antes escuchadme. El arquero se encontró con un hermano de la Fe. Yo vi a ese hermano entrar en la posada, y estando Cred presente. Ella cree que no me percaté, pues en ese momento me hallaba echándome una siesta junto al fuego, después de haber comido. La entrada del arquero interrumpió mi sueño, por lo que iba a retirarme, cuando vi entrar al religioso. Al ver que el hombre estaba nervioso, decidí quedarme y observar con los párpados bajados, como si durmiera.

– ¿Quién era? ¿Lo reconocisteis?

– No. Pero me pareció extraño que un religioso entrara en una posada como la de Cred, no sé si me entendéis.

– De modo que visteis entrar a un religioso. ¿Era un monje orondo de cara grande?

El carrero asintió.

– ¿Con cabello rizado y canoso, cortado hasta hacía poco según la tonsura católica? -preguntó Eadulf-. ¿Como la que yo llevo?

– No -dijo el hombre negando con la cabeza-. Llevaba la tonsura propia de un monje irlandés. Lo que vos llamáis la tonsura de san Juan. Pero era, como habéis dicho, un hombre orondo y de cara grande.

– ¿Cuándo fue esto?

– Hace menos de una semana. Pero no sabría precisar.

– ¿Visteis salir al monje de la posada?

– Sí, poco después. Para entonces yo había ido a la forja. Uno de los carros tenía un eje roto y el herrero lo estaba arreglando. Desde allí vi al mismo hermano regresar con muchas prisas a la abadía.

– ¿El hermano Mochta? -preguntó Eadulf, no tanto al hombre como a Fidelma.

– Ese nombre no me dice nada -insistió el carrero.

– ¿Cómo sabéis que se encontró con el arquero? Podía haber ido a la posada a visitar a otra persona.

– Aparte de mí y los otros carreros, sólo se alojaba el arquero. Al entrar, el monje comentó algo con Cred, y ésta le dijo: «Os está esperando arriba, en la escalera». ¿Quién sino el arquero iba a estar esperándole?

– De acuerdo -admitió Fidelma-. Tiene su lógica. Así que el hermano de la abadía se encontró con el arquero.

– Algo más confirma que el religioso vino por el arquero.

– ¿El qué?

– Varios días después volvió a la posada, esta vez a plena luz del día, y con otro miembro de su comunidad. El monje preguntó a Cred por el arquero, pero como no estaba se marcharon.

– ¿Volvisteis a ver a esos dos religiosos?

– No. Pero hay algo más, que es mucho más importante. La misma noche que el religioso vino a la posada, algo más tarde vi al arquero encontrarse con otro hombre. Me despertaron unas voces desde la ventana, que daba al patio de la posada. Me asomé por curiosidad. Había dos hombres, uno de los cuales sujetaba a un caballo. Estaban hablando de pie, bajo la luz de la posada.

Por ley, se obligaba a las posadas a mantener una luz encendida toda la noche para servir de indicación a los viajeros que allí se dirigían, ya estuviera situada en el campo o en una población.

De pronto, el carrero tosió; era una tos convulsiva. Luego se recuperó.

– Uno de ellos era, cómo no, el arquero.

– ¿Y el otro? -preguntó Eadulf con interés-. ¿Reconocisteis al otro?

– No. Vestía una capa con capucha. A juzgar por el atuendo, era un hombre rico. La capa era de lana, ribeteada de piel. Vi poco más, pero lo que en realidad revelaba que era un hombre pudiente como pocos era la silla y la brida, además del caballo. Bueno, agucé el oído para averiguar qué decían, pero me llegaba poca cosa. El arquero mostraba un gran respeto por el hombre de la capa. Luego…

El carrero vaciló y se echó a toser otra vez. Fidelma y Eadulf esperaron con paciencia a que recobrara la compostura.

– Luego, el distinguido señor dijo… bueno creo que era un antiguo proverbio: «Ríoghacht gan duadh, ní dual go bhfagthar».

– «Un reino no se conquista sin contrariedades» -repitió Fidelma lentamente-. Así es, se trata de un antiguo proverbio; significa que nada se consigue sin esfuerzo.

El carrero volvía a toser.

– Con esa tos, la humedad del suelo no os sentará nada bien -le aconsejó Eadulf.

El carrero prosiguió como si no lo hubiera oído.

– El arquero le respondió diciendo: «No os decepcionaré, rígdomna». Ésas fueron exactamente sus palabras.

Fidelma dio un respingo que la hizo inclinarse hacia delante, tensando el cuerpo de pronto.

– ¿Rígdomna?¿Estáis seguro de que empleó ese tratamiento?

– El mismo, hermana -respondió el carrero.

Eadulf se quedó mirando a Fidelma en medio de la profunda oscuridad que ya había caído sobre el campo.

– Esa palabra es el título usado para un príncipe, ¿verdad?

Literalmente, la palabra significaba «rey material» y era el tratamiento oficial para dirigirse al hijo de un monarca.

El carrero se echó a toser otra vez.

– Pero, ¿qué os ocurre? -le preguntó Fidelma, que empezaba a poner en duda su estado de salud.

El carrero respiró hondo y les dijo:

– Creo que tendré que pediros ayuda para regresar al pueblo, pues mucho me temo que no podré volver solo.

Empezó a moverse y se echó a toser otra vez. De súbito, emitió un gemido y cayó al suelo de costado.

Eadulf soltó el bastón y se arrodilló en medio de la calígine, pues la niebla y el anochecer habían caído muy deprisa y ahora ocultaban los detalles a la vista. Buscó la cabeza del hombre y le puso una mano sobre el cuello para tomarle el pulso. Lo notó muy agitado y luego se paró.

– ¿Qué sucede? -preguntó Fidelma con impaciencia.

Eadulf levantó la vista sin ver el rostro de ella.

– Está muerto.

Fidelma aspiró con brusquedad una bocanada de aire.

– ¿Muerto? ¿Cómo puede ser?

Eadulf tocó una sustancia cálida y húmeda a un lado de la boca del hombre.

– Ha estado tosiendo sangre -dijo, sorprendido-. Si hubiera habido luz, nos habríamos dado cuenta.

– Pero esta tarde estaba bien -se sorprendió Fidelma-. No tenía el aspecto de una persona que escupe sangre.

Eadulf se inclinó para tratar de volver a colocar el cuerpo en una posición erguida, sentado. Rodeó al hombre con el brazo derecho, y con la mano tocó la misma sustancia cálida y pegajosa por toda la espalda. Notó un desgarrón en la camisa del hombre y, con los dedos, tocó la carne rasgada.

– ¡Oh, dabit deus his quoque finem! -susurró en la oscuridad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Fidelma con frustración, ya que estaba tan oscuro que no veía qué estaba haciendo Eadulf exactamente.

– A este hombre lo han apuñalado en la espalda. Ha estado hablando con nosotros, echado en el suelo, herido de muerte. Dios sabe cómo ha aguantado hasta ahora. Le han apuñalado en la espalda… -dijo, e hizo una pausa-. El propio movimiento de ir a levantarse habrá abierto la herida y le habrá causado la muerte. De no haberse movido, quizás habría sobrevivido. No lo sé.

Fidelma permaneció en silencio algunos instantes.

– Tendría que habérnoslo dicho -soltó finalmente, expresando una cruel realidad-. Ahora ya no podemos ayudarle.

Eadulf cogió el pozal para lavarse la sangre de las manos.

– ¿Cargo con el cuerpo para llevarlo a la posada? -preguntó a Fidelma-. Deberíamos decírselo a Samradán.