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Fidelma movió la cabeza antes de percatarse de que estaba demasiado oscuro para que Eadulf viera el ademán negativo de la respuesta.

– No. Si damos a conocer que teníamos alguna relación con este hombre, podrían impedirnos seguir investigando con la información que nos ha facilitado.

– ¿Y cómo vamos a impedirlo? Le han apuñalado en la espalda. Lo han matado. Se disponía a encontrarse con nosotros. Cuando ha concertado el encuentro esta tarde, parecía preocupado por que alguien le viera. ¿A quién temía? Sea quien fuere, habrá sido la misma persona que lo ha matado para impedirle que nos diera la información.

– No lo sabemos con seguridad, pero me inclino a creerlo. Si lo mataron para impedir que nos contara lo que sabe, lo más prudente es que esa persona crea que no logró hablar con nosotros. No debemos mencionar el incidente. Lo encontrarán mañana cuando vengan a sacar agua del pozo. Seguiremos la investigación partiendo de que lo han matado para que no hablara, y fingiremos que se llevó el secreto a la tumba.

– No me hace ninguna gracia -confesó Eadulf-. Parece algo impropio de un cristiano, marcharse y dejarlo ahí de esa manera.

– A él no le importará, porque buscamos justicia, y a Dios tampoco. También puede ayudarnos a seguir la pista de su asesino, ya que si están relacionados con los asesinos de Cashel, habremos averiguado algo importante que nos dará cierta ventaja.

Se arrodilló junto al cuerpo y musitó una breve oración antes de ponerse en pie.

– Sic itur ad astra -murmuró Eadulf con sarcasmo.

Así se asciende a las estrellas.

De pronto Eadulf advirtió el incesante ulular de los lobos, que parecían haberse acercado mientras ellos hablaban. Recogió el bastón, que había soltado para examinar el cuerpo del hombre, y le dijo a Fidelma:

– Más vale que regresemos.

Fidelma estaba de acuerdo. Ella también había notado la proximidad de los lobos.

Atravesaron el campo de cultivo, pasaron por encima de la hormaza que delimitaba el terreno y siguieron por la senda. Para entonces la luna estaba alta; era una brillante luna de mediados de septiembre. Ya casi no parecía de noche. Había unas cuantas nubes en el cielo, pero no eclipsaban la pálida luminosidad. Sólo quedaba niebla y penumbra en el campo alrededor del pozo, acentuadas por la humedad. En el sendero, la oscuridad se había disipado, y el resplandor blanquecino proyectaba sombras entre las que se apresuraban, derechos hacia las luces del pueblo.

Los crecientes aullidos provocaron a Eadulf, y no por primera vez, un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Lanzó una mirada nerviosa a su alrededor.

– Suenan como si estuvieran muy cerca de aquí -susurró.

– No nos pasará nada -le dijo Fidelma con seguridad-. Los lobos no atacan a humanos adultos a menos que se estén muriendo de hambre.

– ¿Y quién dice que estas bestias no están famélicas? -protestó Eadulf.

A decir verdad, Fidelma pensaba lo mismo.

Eadulf no estaba seguro de haber visto algo, pues fue fugaz el momento de atisbarla. Le pareció haber visto una sombra grande y oscura cruzar muy deprisa el camino a menos de veinte metros de allí. Tuvo el impulso de detenerse.

– ¿Qué sucede? -susurró Fidelma al ver de pronto que Eadulf tensaba los hombros, por lo que se quedó quieta a su lado, mirando hacia delante.

– No estoy seguro…

Un leve gruñido hizo que inmovilizaran las piernas como si éstas de pronto se hubieran congelado.

La sombra, larga, baja y de formas musculosas, volvió a moverse y, de pronto, el pálido resplandor de la luna se reflejó sobre dos puntos que parecían oscilar como esferas de fuego. El gruñido se acentuó.

– Poneos detrás de mí, Fidelma -le indicó Eadulf entre dientes, a la vez que alzaba el bordón para protegerse.

El animal dio un paso adelante sin dejar de intensificar el gruñido.

– No veo bien si es un lobo o un perro vigilante de alguna granja -susurró Fidelma, forzando la vista en la negrura.

– Da igual. Es una amenaza.

De repente, sin avisar, el gran animal se lanzó hacia ellos. Si Eadulf no hubiera reaccionado enseguida, se le habría echado al cuello. Con el bordón golpeó en el aire al animal. Le dio en el morro, no tanto por objetivo como por azar. Asestó el golpe con toda la fuerza de que fue capaz. El cánido cayó al suelo emitiendo un gañido. Sin dejar de gemir, se alejó unos pasos de ellos. Entonces se detuvo, y el gemido pasó a ser un gruñido desafiante.

Cuando Fidelma habló, Eadulf pudo percibir miedo en su voz por primera vez desde que la conocía.

– No es un perro, Eadulf. Es un lobo.

Eadulf no había apartado los ojos del animal, que empezó a moverse adelante y atrás, muy despacio, frente a ellos y sin dejar de gruñir, como si de este modo buscara su punto débil. Empezó a caminar de un lado a otro describiendo líneas cortas, pero sin acercarse. Pese a moverse, los ojos, dos puntos rojos luminiscentes, estaban fijos sobre Eadulf, que no dejaba de empuñar el bastón ante sí en todo momento.

– No podemos pasarnos la noche haciendo esto -murmuró.

– No podemos huir.

– A unos metros de aquí hay un árbol… si consigo entretenerlo, quizá vos podáis llegar hasta allí… subid al árbol y protegeos entre las ramas.

– ¿Y qué haréis vos? No llegaríais al árbol; el animal os alcanzaría.

– No tenemos otra alternativa -se resignó Eadulf, irascible por el miedo-. ¿Preferís que nos despedace a los dos? Trataré de apartarlo del camino para que podáis escabulliros. Así tendréis un amplio margen para correr. Cuando os avise, corred. No miréis atrás y procurad subir lo más alto que podáis.

Tal era la resolución en su voz, que Fidelma vio que de nada servía quejarse. De todos modos, lógicamente, Eadulf tenía razón. No tenían otra alternativa.

Eadulf probó unas cuantas embestidas que hicieron retroceder al lobo, sorprendido por la audacia del contrincante. Luego entornó aquellos ojos feroces y volvió a enseñar unos colmillos babeantes. Eadulf atacó de nuevo.

Oyeron un gemido sobrecogedor cerca de allí. El alarido les causó un escalofrío a los dos. Sería del mismo lobo, que resonaba en el campo del que habían venido.

El lobo se irguió y alzó la cabeza hacia la luna, cuyos tenues rayos blancos le bañaron el morro. Desde lo más hondo de la garganta surgió un sonido leve al principio, que fue ganando intensidad y volumen hasta que separó las mandíbulas: un aullido estridente y sobrenatural rasgó el aire. Una vez, dos veces y una tercera, el alarido rompió la calma nocturna que los envolvía. Al remitir el grito, el lobo pareció quedar inmóvil y escuchar.

No cabía duda. Desde el campo se oyó un aullido en respuesta, un grito impresionante.

Sin más, sin lanzar siquiera una última mirada a Eadulf, el lobo se dio la vuelta, saltó sobre el muro de piedra y se alejó por el campo de cultivo.

Eadulf todavía estaba paralizado por la impresión, y tenía la frente bañada en sudor. El bordón le resbalaba en las palmas húmedas.

Fidelma fue la primera en reaccionar.

– Vámonos, no sea que haya otros lobos cerca. Regresemos al pueblo, allí estaremos seguros.

Dado que Eadulf no hizo ademán de moverse, Fidelma le tiró de la manga. Tratando de recuperarse, se volvió y echó a andar detrás de ella con premura, nervioso, sin dejar de mirar atrás una y otra vez.

– Pero es que se dirigen hacia el campo donde hemos dejado al…

– ¡Pues claro! -exclamó Fidelma-. ¿Por qué creéis que el lobo ha desistido de atacarnos? Su pareja -dijo con la voz algo trémula- ha encontrado el cadáver, una presa más fácil que nosotros. En eso consistían los siniestros aullidos entre ambos. Ese pobre hombre nos ha salvado con su muerte. Deo gratias!

Eadulf sintió náuseas al imaginar la truculenta cena de que estarían disfrutando los lobos en el pozo. Ellos mismos podían haber sido ese siniestro manjar. Fidelma podría haber… Y empezó a pronunciar entre dientes la oración para la misa de difuntos: