– Agnus Dei… Cordero de Dios…
– No gastéis aliento -lo interrumpió Fidelma con irritación-. Honrad el sacrificio de ese hombre haciendo que haya merecido la pena y llegando al pueblo sano y salvo.
Eadulf calló, ofendido por la dureza de aquellas palabras. Al fin y al cabo, él se había preocupado más por la seguridad de ella que de la suya propia. Sin embargo, aquel incidente le había hecho ver por primera vez que ella también podía sentir miedo.
No volvieron a hablar hasta alcanzar el límite del municipio y haber pasado por delante de la lámpara encendida de la posada de Cred. Había unas cuantas personas en la calle, pero al parecer ninguna reparó en ellos hasta que llegaron a la altura de la forja.
A pesar de lo tarde que era, el herrero estaba sentado junto a un brasero encendido al lado del yunque. Estaba ocupado sacando lustre a la hoja de una espada. Levantó la cabeza y los reconoció.
– Yo que vos andaría con cuidado a estas horas de la noche, señora -dijo como saludo.
Fidelma se detuvo en seco delante de él. Para entonces ya había recuperado la compostura. Le devolvió la mirada, preguntándole:
– ¿Y eso por qué?
El herrero inclinó la cabeza a un lado como si escuchara.
– ¿No los habéis oído, señora?
En medio de una noche tan serena, aunque levemente, el aullido de los lobos llegó a sus oídos.
– Sí, ya los hemos oído -respondió Fidelma con firmeza.
El herrero movió la cabeza despacio, asintiendo. Sin dejar de pulir la espada, observó:
– Nunca los había oído tan cerca del pueblo. Yo que vos regresaría cuanto antes a la abadía.
Se inclinó sobre la espada, como si aquella labor lo absorbiera. Luego volvió a levantar la cabeza y dijo:
– Como bó-aire, creo que mañana organizaré una cacería para sacar a esas bestias de sus guaridas.
No era propio del jefe de un pueblo, ni siquiera de un príncipe o de un rey, organizar una cacería de lobos para reducir el número de éstos a una cantidad aceptable. Sin embargo, a Eadulf le pareció que tras aquellas palabras latía una insinuación. No sabía si estaba en lo cierto o si oía cosas donde no las había, debido a la emoción de los incidentes ocurridos esa noche.
Fidelma se marchó sin decir nada más al herrero, encaminándose hacia los elevados y oscuros muros de la abadía, por la senda que discurría junto al enorme tejo. Eadulf corrió para alcanzarla. Cuando ya nadie los oía, le dijo lo que pensaba.
– ¿Creéis que ha querido insinuar algo con sus palabras?
– No lo sé, aunque puede que no. A estas alturas, creo que deberíamos estar preparados para cualquier cosa.
– ¿Qué es lo siguiente que vamos a hacer?
– Creo que eso debería estar claro.
Eadulf reflexionó unos instantes.
– Hablar con Cred, supongo. Hay que volver a interrogarla, ¿no?
Fidelma respondió en un tono de aprobación.
– Excelente. Así es. Debemos hablar de nuevo con Cred, porque si el carrero de Samradán estaba en lo cierto, esa posadera sabe más de lo que nos ha contado.
– Bueno, yo creo que todo está muy claro.
Eadulf parecía tan convencido, que Fidelma se sorprendió.
– ¿Ya habéis resuelto la intriga, Eadulf? -preguntó con un levísimo toque sarcástico, que Eadulf no percibió-. Qué listo sois.
– Bueno, ya habéis oído lo que ha dicho el carrero. El arquero recibía instrucciones de un príncipe. ¿Cuántos príncipes hay que sean enemigos de Cashel?
– Muchos -respondió con sequedad-. Aunque debo confesar que el primero en que pensé fue el príncipe de los Uí Fidgente. Pero no podemos acusar a Donennach por el mero hecho de que el arquero se dirigiera al hombre como rígdomna. Son muchos los príncipes a quienes gustaría ver derrocados a los Eóghanacht del poder. Los peores enemigos de los Eóghanacht son los Uí Néill y, en concreto, Mael Dúin de los Uí Néill del norte, rey de Ailech. Su enemistad se remonta a la época del antepasado de los Gaels Míle Easpain. Sus hijos Eber y Eremon se enfrentaron por la división de Éireann. Eber murió a manos de los defensores de su hermano Eremon. Y los Uí Néill dicen ser descendientes de Eremon.
Eadulf dijo, impaciente:
– Eso ya lo sé. Y los Eóghanacht del sur aseguran ser descendientes de Eber. Pero, ¿realmente creéis que los Uí Néill del norte constituyen una amenaza para Cashel?
– Cuesta extraer de la carne lo que en el hueso crece -comentó Fidelma llegando a las puertas de la abadía, donde se detuvieron.
– No lo entiendo -se quejó Eadulf.
– Hace unos mil años que los Uí Néill odian a los Eóghanacht y que codician su reino.
El monje que les abrió era el hermano Daig, el joven de aspecto lozano que habían conocido aquella mañana. Parecía alegrarse de verles.
– Gracias a Dios que habéis regresado sanos y salvos. Hace dos horas o más que oigo a los lobos de las colinas. En noches como ésta hay que estar a cubierto.
Cerró las puertas cuando ambos hubieron entrado.
– También nosotros los hemos oído -comentó Eadulf sin más.
– Tenéis que saber que por los bosques y campos vecinos andan sueltos muchos lobos -prosiguió el hermano Daig cándidamente-. Pueden ser muy peligrosos.
Eadulf estuvo a punto de decirle que sabía de sobra que había lobos, cuando vio la mirada de advertencia que Fidelma le lanzó.
– Sois muy considerado, hermano -dijo-. Lo tendremos presente la próxima vez que nos aventuremos a salir al caer el día.
– En el refectorio hay comida fría, hermana, si es que no habéis cenado ya -ofreció el joven monje-. Como es tarde, ya no queda nada caliente.
– No tiene importancia. El hermano Eadulf y yo iremos al refectorio. Gracias por tanta solicitud. La apreciamos mucho.
Al proseguir hacia el refectorio, Eadulf susurró a Fidelma:
– ¿No deberíamos interrogar a Cred antes de cenar?
– Como bien ha dicho el hermano Daig, es tarde. Cred estará allí mañana. En cuanto haya cenado, mi intención es la de acostarme y descansar. Podemos emprender esa labor justo después del desayuno.
CAPÍTULO XII
El sonido de las cornetas de guerra fue lo que despertó a Fidelma momentos antes de que sor Scothnat, la domina de la casa de huéspedes, irrumpiera en su habitación, aterrada, diciendo a grito pelado:
– Levantaos y estad preparada para defenderos, señora. Nos están atacando.
Fidelma se incorporó en un momento de pánico, plenamente consciente del ruido atronador de las cornetas y los gritos y chillidos lejanos. Salió de la cama de un salto y, en medio de la oscuridad, encendió una vela como pudo. La luz trémula iluminó a la hermana Scothnat, que estaba de pie en la puerta, retorciéndose las manos y llorando distraídamente.
Fidelma se le acercó y la cogió por los brazos.
– ¡Dominaos, hermana! -le dijo con firmeza-. Decidme qué está pasando. ¿Quién nos ataca?
Scothnat se quedó un momento quieta sin hablar, amilanada por la severidad del tono de voz. Entonces volvió a gimotear.
– La abadía. ¡Están atacando la abadía!
– Pero, ¿quién la está atacando?
Fidelma vio que sor Scothnat estaba demasiado afectada para superar el miedo y responder a la pregunta, de modo que decidió vestirse. A través de la ventana de la celda vio que aún era de noche, y no tenía idea de qué hora era, aunque le pareció que sería poco antes del alba.
Salió a todo correr de la habitación, dejando a Scothnat lloriqueando. Casi chocó contra una figura oscura y musculosa que corría en dirección opuesta. Incluso con ausencia de luz reconoció a Eadulf.