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– Venía a buscaros -dijo con preocupación-. Unos guerreros pretenden asaltar la abadía.

– ¿Sabéis algo más? -preguntó ella.

– No, nada. Hace un momento que me ha despertado el hermano Madagan. Ha ido a comprobar que las puertas estén bien protegidas, pero me temo que poca defensa tiene la abadía salvo las tapias y las puertas.

De pronto, la gran campana del monasterio empezó a sonar; el tañido fue en aumento a medida que las manos que tiraban de la cuerda ganaban desesperación con cada repique. El sonido no era tanto un aviso solemne, cuanto un toque de rebato pidiendo ayuda.

– Veamos qué podemos averiguar -gritó Fidelma en medio del barullo, corriendo por el pasillo que conducía a la puerta principal.

Eadulf la siguió, protestando:

– Han llevado a las demás mujeres a un lugar más seguro, al sótano de la abadía.

Fidelma no se molestó en contestar. En medio de la oscuridad, bajaron a toda prisa al claustro por donde varios hermanos corrían aquí y allá, distraídos y desconcertados por el pánico.

Fidelma reparó en que las cornetas de guerra tocaban cada vez más fuerte, y que más intensos eran los gritos de personas que luchaban al otro lado de los muros. Fidelma y Eadulf llegaron al patio principal, donde encontraron a un grupo de monjes -los jóvenes y fuertes- tratando de asegurar las barras de madera de la enorme puerta principal. El rechtaire, el hermano Madagan, estaba al mando.

Fidelma le preguntó a voz en cuello al acercarse:

– ¿Qué está ocurriendo? ¿Quiénes son los atacantes?

– Extraños guerreros. Es cuanto sabemos. Hasta ahora no han lanzado un ataque directo a la abadía. Prefieren saquear el pueblo.

– ¿Dónde está el abad?

El hermano Madagan señaló junto a las puertas una pequeña atalaya de estructura cuadrada de unas tres plantas de alto.

– Disculpadme, hermana -dijo el hermano Madagan dando media vuelta-. Debo seguir velando por nuestra seguridad.

Fidelma ya se encaminaba hacia la torre vigía, con Eadulf pisándole los talones. En su interior había una escalera estrecha por la que sólo cabía una persona a la vez. Fidelma subió a todo correr, seguida de Eadulf.

Las plantas más bajas estaban vacías, pero en lo alto de la torre hallaron al hermano Ségdae detrás de lo que habrían sido unas almenas, de haberse construido la atalaya con propósitos bélicos.

Un muro que llegaba al pecho rodeaba la torre. Desde aquella posición estratégica se alcanzaba a ver la abadía y sus alrededores.

El abad Ségdae no estaba solo. A su lado contaba con la fornida figura de Samradán, el mercader. Ségdae estaba de pie tras la protección que le ofrecía el muro, mirando hacia el pueblo, al otro lado de la plaza. Tenía los hombros caídos con las manos cerradas en dos puños pegadas a los costados, y la cabeza avanzada, mientras contemplaba la escena con amargura. Samradán parecía tan absorto en el espectáculo como él. Ninguno de los dos se percató de la llegada de Eadulf y Fidelma a la atalaya.

Fidelma y Eadulf ya habían visto el fulgor espectral, una extraña luz amarillenta y rojiza que relumbraba iluminando la fachada de la abadía.

Aquel curioso halo amenazador se reflejaba en las nubes bajas que tenían justo encima. Era la inequívoca señal de que algunos edificios del pueblo ya estaban en llamas. Gritos y llantos, mezclados con lastimeros relinchos de caballos asustados, rasgaban el aire nocturno. Al otro lado de los muros de la abadía había mucha agitación. Jinetes blandiendo antorchas encendidas o espadas iban de un lado a otro de la plaza y por las calles que había entre los edificios. Indudablemente, los más desprotegidos estaban sufriendo el peor ataque. Una vez acostumbrada la vista al extraño resplandor, a la noche inflamada por el fuego de los edificios y las antorchas, de pronto Fidelma vio algo más. Esparcidos en el suelo, por doquier, había bultos oscuros que no podían ser otra cosa que cuerpos. Lo peor era que había gente, aislada o en grupos pequeños, que corría para salvarse de los guerreros montados que los perseguían. De vez en cuando se oía un grito desgarrador cuando las veloces espadas de los atacantes alcanzaban a una víctima.

Angustiada, Fidelma se volvió hacia el abad Ségdae.

– ¿No hay alguna forma de proteger Imleach? -exigió.

Al principio el abad estaba demasiado afectado para responder. De pronto parecía haberse convertido en un frágil anciano. Fidelma le sacudió un brazo con premura.

– Ségdae, están matando a gente inocente. ¿No hay guerreros cerca de aquí a los que podamos recurrir?

El abad de rostro falcónido se volvió hacia ella con renuencia. Al intentar mirarla, Fidelma vio en su rostro una expresión de aturdimiento.

– Los más próximos son los guerreros al mando de vuestro primo, el príncipe de Cnoc Áine.

– ¿Hay algún modo de ponernos en contacto con él?

El abad Ségdae levantó una mano, como si intentara indicarle el campanario situado al otro extremo de la abadía. Los toques desesperados no habían dejado de sonar.

– Ése es nuestro único medio -dijo.

Samradán contemplaba la escena como si estuviera hipnotizado; su rostro ofrecía un aspecto cadavérico. Pocas veces había visto Fidelma el reflejo tan descarnado del miedo en el semblante de una persona. Aun en aquella circunstancia, le vino a la mente un pensamiento. ¿Qué decía Virgilio? El miedo traiciona a las almas indignas. ¿Por qué se le ocurría aquello ahora? No había nada más grotesco que el miedo en el rostro de un hombre.

El fornido mercader preguntó al abad con algo más que preocupación en la voz:

– ¿Creéis que cruzarán los muros de la abadía?

– Esto no es una fortaleza, Samradán -respondió el abad con acritud-. Las puertas no se construyeron para protegernos de un ejército.

– ¡Exijo protección! No soy más que un mercader. No he hecho daño a nadie… No soy un guerrero capaz de defender… -exclamó, presa del pánico, al parecer haciendo despertar al abad Ségdae de su letargo.

– ¡Pues bajad al sótano de la capilla con las mujeres! -le echó en cara-. Y dejad que nosotros nos defendamos… ¡y os defendamos a vos!

Casi consiguió apocar al mercader.

Fidelma hizo un gesto de indignación.

– Llevad a Samradán al sótano y pedid al hermano Madagan que suba -ordenó a Eadulf.

Le resultó fácil asumir el mando, ya que era la hermana del Eóghanacht de Cashel y aquél era su pueblo. Se quedó junto al abad Ségdae observando la escena con creciente ira. Distinguió la forja del herrero, de la que brotaban llamaradas. Varios edificios ya estaban destruidos. Dirigió la atención a las sombrías figuras de los atacantes, con la esperanza de identificar a alguno, pero poco discernía en la oscuridad, aparte de hombres con yelmos de guerra y, en algunos casos, resplandecientes cotas de malla. Ninguna insignia los identificaba.

Oyó un correteo procedente de la escalera y vio aparecer al hermano Madagan, sin aliento. Éste miró con tristeza el pueblo en llamas.

– Ahora se ocupan de lo más fácil -observó-. En cuanto hayan terminado de saquear el pueblo indefenso, acometerán la abadía.

De repente, el abad Ségdae dio un grito y cayó al suelo de espaldas. Todos lo miraron, sorprendidos. Tenía una terrible y sangrienta herida en la frente. Fidelma había oído el golpe de una piedra. Se agachó y recogió una pequeña del suelo.

– La han lanzado con una honda -observó-. Mejor será apartarse del muro.

El hermano Madagan ya estaba arrodillado junto al abad.

– Mandaré llamar al hermano Bardán, el boticario. Le han dado en la cabeza. Ha perdido el conocimiento.

Fidelma se acercó con cuidado al muro, agachándose para protegerse. Seguramente un guerrero que pasaba por delante había lanzado el proyectil y había dado en el blanco por casualidad. Por el momento, no parecía que hubiera sido un asalto coordinado contra la abadía. Los atacantes iban de acá para allá por todo el pueblo.