– Cuando los guerreros decidan atacarnos, poco ayudarán los muros a impedir que entren -murmuró el hermano Madagan, mirando adónde ella miraba, como si le hubiera leído el pensamiento.
Fidelma señaló el campanario de la abadía; la campana seguía tañendo.
– ¿Con eso nos llegará ayuda?
– Puede, pero hay pocas posibilidades.
– Entonces no hay más guerreros que puedan ayudarnos que los de Cnoc Áine.
– Así es. Sólo cabe esperar que Finguine de Cnoc Áine sea avisado.
– Está a unos diez kilómetros de aquí -se dijo Fidelma, calculando la distancia entre Imleach y la fortaleza de su primo-. ¿Oirán la campana?
El hermano Madagan hizo una mueca.
– Aunque no es seguro, hay muchas posibilidades de que sí. Hoy hace una noche serena, por lo que puede que oigan el toque de rebato.
– Pero no es seguro -repitió Fidelma con amargura, fijándose de nuevo en la escena de destrucción en el pueblo-. ¿No hay manera de saber quiénes son estos hombres? ¿Para qué iban a querer atacar la abadía?
– No tengo ni idea. En la historia de nuestro monasterio, nadie había atacado jamás este lugar sagrado… -calló en seco y adoptó un semblante preocupado.
– ¿Qué? -preguntó Fidelma.
El hermano Madagan evitó su mirada.
– La leyenda. Quizá sea cierta.
Por un momento, Fidelma no sabía de qué le estaba hablando, hasta que cayó en la cuenta.
– ¡La desaparición de las Reliquias de Ailbe! No son más que supersticiones.
– Pues la coincidencia resulta extraordinaria. Las Santas Reliquias han desaparecido. Se dice que, si salen de aquí, Muman caerá. Así ha ocurrido, ¡y ahora están a punto de destruir la abadía!
La propia aprensión que sentía la hizo enfurecer.
– ¡Insensato! ¡La abadía todavía no ha sido destruida, y no será destruida si buscamos los recursos necesarios para defenderla!
Eadulf regresó lo antes que pudo. Al ver el cuerpo tendido del abad se horrorizó.
– ¿Está…?
– No -contestó el hermano Madagan-. Le han dado en la cabeza con una piedra. ¿Podéis pedir a alguien que mande llamar al boticario, el hermano Bardán?
Eadulf volvió a desaparecer por la escalera. No tardó nada en volver.
– Un joven hermano ha ido en busca del boticario.
Fidelma lo miró, apesadumbrada.
– ¿Y cómo está Samradán?
– Sor Scothnat lo está consolando -explicó y, de pronto, fijó la vista en la plaza-. ¡Mirad!
Todos miraron hacia donde apuntaba.
Una media docena de hombres habían descabalgado cerca del gran tejo que crecía frente a los muros de la abadía. Todos llevaban hachas, con las que empezaron a talar el antiguo árbol. Lo hacían de forma coordinada, como si lo hubieran planeado y no fuera un mero acto vandálico.
Perplejo, Eadulf preguntó:
– Pero, ¿qué están haciendo? ¿En mitad de un ataque se detienen a cortar un árbol?
– ¡Que Dios nos ampare! -exclamó el hermano Madagan casi con un lamento de desesperación-. ¿No os dais cuenta? Están cortando el tejo sagrado.
Aun sin entender el sentido de aquella acción, hizo una siniestra observación.
– Mejor que maten un árbol que a personas.
– Recordad lo que os conté -le dijo Fidelma con dureza, pues incluso su tez había empalidecido-. Es el árbol sagrado, símbolo de nuestro pueblo, según el cual fue plantado por las propias manos de Eber Fionn, el hijo de Milesius, padre de los Eóghanacht de Cashel. Entre nuestra gente, Eadulf, existe la creencia de que el árbol constituye el símbolo de nuestro bienestar. Si el árbol florece, nosotros florecemos. Si es destruido…
No terminó la frase.
Eadulf la escuchó en silencio. Una vez más, volvía a confundirle el misticismo de un país al que había acabado amando. Por una parte, era más cristiano que cualquiera de los reinos sajones que conocía. Por otra, era más pagano que la mayoría de países cristianos que había visitado. Y Fidelma, la persona más racional y analítica de todas, se mostraba sumamente preocupada porque alguien estaba echando abajo el gran tejo. Eadulf empezó a comprender el auténtico valor de aquel simbolismo. Siempre había creído que en épocas paganas se rendía adoración al árbol. Ahora se daba cuenta de que, en realidad, no era sino una forma especial de veneración a los árboles en tanto que símbolos de los seres vivos más antiguos del mundo. ¡Seres vivos! La destrucción de este símbolo, conocido como «el Árbol de la Vida», era mucho más que una ofensa a la dinastía Eóghanacht de Cashel. Constituía una forma de desanimarlos a ellos y al pueblo.
Se sentía en la obligación de decir muchas cosas, pero luego consideró que sería más sensato callar.
Pese al rebato de la campana, solamente oían los hachazos que los atacantes descargaban contra la añosa madera del árbol rítmicamente, un sonido que contrastaba con el estruendo de muerte y destrucción.
El hermano Bardán, el boticario, llegó a la atalaya, seguido del joven hermano Daig, su ayudante. Enseguida se arrodilló junto al abad para examinar la herida.
– Le han dado un buen golpe, pero su vida no corre peligro -comentó el boticario después de un examen superficial-. El hermano Daig me ayudará a trasladarlo a su habitación -dijo, mirando al hermano Madagan-. ¿Qué posibilidades tenemos, hermano?
– Pocas. Todavía no han empezado a atacar la abadía, pero están echando abajo el gran tejo.
El hermano Bardán aspiró aire de golpe, haciendo una genuflexión, y luego se asomó sobre el muro para corroborar la veracidad de lo que acababa de oír. Por un momento quedó absorto en la contemplación de la escena. Ahora se oían con toda claridad los hachazos. El boticario movió la cabeza, consternado.
– Por eso no atacan la abadía directamente -observó a media voz-. No les hace falta.
– Qué daría yo por unos cuantos arqueros… -exclamó Fidelma con frustración.
El comentario pareció escandalizar al hermano Daig, que le recordó:
– Señora, somos miembros de la Fe.
– No por eso vamos a dejar que nos maten, ¿no?
– Pero la doctrina cristiana…
Fidelma hizo un ademán de impaciencia típico de ella, un movimiento seco con la mano.
– No me deis sermones sobre las virtudes de ser pobre de espíritu, hermano. Cuando un hombre es pobre de espíritu, los soberbios y altivos le oprimen. Seamos auténticos de espíritu y mostrémonos resueltos a resistir ante la tiranía. Sólo así evitaremos exponernos a una mayor opresión. Repito: un buen arquero podría sacarnos de este apuro.
– No hay armas en la abadía -comentó el hermano Bardán-, y menos aún hombres que supieran usarlas -añadió, volviéndose hacia el abad inconsciente-. Vamos, Daig, tenemos que atender al abad.
Entre los dos levantaron al anciano y lo bajaron por la escalera.
Durante unos momentos, Fidelma, Eadulf y el hermano Madagan presenciaron con impotencia y frustración cómo los atacantes cortaban el viejo árbol. Pese al estrago causado, Eadulf no podía sentir la misma furia y desazón que compartían Fidelma y Madagan. Podía analizar el significado, pero sentir la alarma y el temor que estaba provocando el acto era algo ajeno a él.
De pronto, un movimiento atrajo su atención y señaló al otro lado de la plaza.
– ¡Mirad! Alguien está corriendo hacia las puertas de la abadía. ¡Es una mujer!
Una sombra había surgido de entre los edificios en llamas y, a trompicones, corría en un claro intento de buscar refugio en el monasterio.
– Las puertas están cerradas -avisó el hermano Madagan-. Debemos bajar y abrirlas para dejar pasar a esa pobre mujer.
Tras echar una última mirada a la escena y tras darse cuenta de que no podía hacer gran cosa desde la torre, Fidelma siguió al hermano Madagan y a Eadulf hasta el patio.
En la puerta encontraron al hermano Daig, que, al parecer, regresaba del cuarto del abad, donde lo habían dejado.