Eadulf fue el único que, de soslayo, vio a Fidelma saltar sobre él. El corazón le dio un vuelco al verla, pero en algún recodo de la memoria reconoció la postura que adoptó Fidelma en ese momento. Ya la había visto realizar aquella hazaña otras veces. La primera había sido en Roma. Se colocó de manera que parecía que fuera a prepararse para recibir el golpe de la espada sobre la cabeza. Entonces se movió hacia delante, agarró al atacante por el brazo, lo levantó del suelo y lo hizo pasar sobre su cadera. Sin proferir sonido alguno, el guerrero cayó al suelo con un extraño golpe sordo y perdió el conocimiento.
Fidelma le había dicho una vez a Eadulf que antiguamente, en Irlanda, había una clase de eruditos que enseñaban las filosofías de su pueblo, consagradas por la tradición. Viajaban a lo largo y ancho del mundo y no querían llevar armas para defenderse, porque no eran partidarios de matar a las personas. Por consiguiente, habían desarrollado una técnica llamada troid-sciathaigid, o ataque defensivo. Era un método basado en la defensa sin el uso de armas, que se enseñaba a muchos sacerdotes religiosos antes de salir de Éireann para adentrarse en tierras extrañas a predicar la palabra de la nueva Fe.
– ¡Vamos, ayudad al hermano Eadulf! -le urgió a gritos Fidelma-. ¡Cerrad de una vez por todas esas puertas!
Ella misma corrió hacia las puertas para ayudar, pero pareció cambiar de intención inesperadamente y salió de la abadía. El cuerpo del hermano Madagan yacía a sólo unos tres metros de allí.
– ¡Ayudadme, Eadulf!
Al darse cuenta de lo que Fidelma pretendía, corrió en su ayuda.
Entre los dos levantaron rápidamente al monje por la ropa de los hombros y lo arrastraron al interior de la abadía, justo cuando los demás habían reaccionado a tiempo para cerrar las puertas. Una vez dentro, esperaron a que echaran los cerrojos.
Fidelma volvió a activarse.
– ¡Atad al guerrero! -gritó a los monjes, que ahora se avergonzaban de no haber actuado antes-. Desarmadlo y amarradlo para que no haga más daño.
Miró al hermano Madagan, junto al cual estaba Eadulf agachado, examinándolo.
– Aún está vivo -anunció con satisfacción-. La herida no es grave. Por lo que veo, sólo le ha dado en la cabeza con la espada de plano. La sangre de la frente se debe a que le ha rozado el extremo de la hoja. Lo normal es que pronto recupere la conciencia.
Fidelma miraba a Eadulf con preocupación, porque tenía sangre en la parte del hábito en que el guerrero le había pinchado con la punta de la espada.
– ¿Y vos qué? -se apresuró a preguntarle.
Eadulf le sonrió de oreja a oreja, llevándose automáticamente la mano al hombro.
– He sobrevivido a peores. No ha sido más que el pinchazo de una aguja. Peor ha sido el peso del hombre al caerme encima. Puede que esté un tiempo agarrotado.
Fidelma se dirigió hacia el cuerpo de la mujer, contraído sobre los adoquines.
– ¡Es la posadera! -exclamó Fidelma al reconocer a Cred bajo la máscara ensangrentada que le cubría el rostro-. ¡Por la Fe! Creo que aún respira.
Se agachó para levantarle la cabeza. Sin perder tiempo, Eadulf examinó la herida y luego miró a Fidelma, moviendo la cabeza a ambos lados: nada podría salvarla.
Sin previo aviso, los ojos de la moribunda se abrieron, impregnados de terror.
– No digáis nada -le pidió Fidelma con delicadeza-. Estáis entre amigos.
Cred gimió y puso los ojos en blanco. Pese a costarle hablar, alcanzó a balbucear:
– Yo… yo sé… más…
Eadulf se volvió y pidió a uno de los monjes, que esperaba a su lado:
– ¡Traed agua! -le pidió.
El hombre salió disparado.
– Descansad -le decía Fidelma a Cred-. Nosotros os cuidaremos. No os mováis.
– Enemigos -dijo Cred entre jadeos-. Oí hablar al arquero de… de enemigos… El enemigo está en Cashel. El príncipe…
Su cabeza cayó a un lado, pero los ojos quedaron bien abiertos.
Eadulf hizo una genuflexión. Había presenciado muchas muertes, por lo que sabía de cierto que había llegado la hora de la posadera.
Fidelma se quedó quieta un momento con la frente arrugada.
El monje que había ido por agua volvió cuando Eadulf se levantaba para disponerse a reanimar al hermano Madagan. El administrador de la abadía fue recuperando la conciencia poco a poco.
Eadulf se dirigió al grupo de jóvenes monjes que ahora estaban de pie como ovejitas, a la espera de recibir órdenes.
– ¿El hermano Madagan tiene algún ayudante? -les preguntó-. ¿Hay algún ayudante de administración en la abadía?
Por toda respuesta obtuvo silencio y suelas restregándose en el suelo.
– Quizá fuera el hermano Mochta -se atrevió a decir un monje-. No sé quién le sustituiría a él.
– Bueno, mientras no lo averigüemos, yo me haré cargo -anunció Eadulf-. Quiero que uno de vosotros lleve al hermano Madagan a su habitación y lo atienda. Le han dado un fuerte golpe en la cabeza. Llamad al boticario. Quiero voluntarios para trasladar los cuerpos de Cred y del hermano Daig al depósito de cadáveres, y para limpiar la sangre de los adoquines.
– Yo me encargo, hermano sajón -se ofreció un monje-. Pero, ¿qué vamos a hacer con el guerrero?
Eadulf se volvió hacia el guerrero, que ya estaba bien amarrado, pero había vuelto en sí. En el suelo, de espaldas al muro, le habían atado las manos atrás y las piernas, delante. Estaba comprobando la consistencia de las cuerdas, pero cesó cuando Eadulf se aproximó.
– Desearás haberme matado, hermano -lo amenazó apretando los dientes.
– Vos desearéis que así lo hubiera hecho, ser sanguinario -le espetó Eadulf con gravedad-. Creo que vuestros amigos, esos asesinos de ahí fuera, no tendrían muy buen concepto de un hombre como vos, que se deja apresar por una mujer. Así es, una mujer de la Fe, y desarmada, os ha dejado inconsciente. Vaya un epitafio para un guerrero como vos. Aut viam inveniam aut faciam, ¿eh? Victoria o muerte es el lema de un guerrero, pero vos no habéis sido capaz de alcanzar ni lo uno ni lo otro.
El hombre movió la boca con la intención de escupir a Eadulf. Éste le sonrió abiertamente y se dirigió al hermano que había prestado su ayuda y que ahora esperaba nuevas órdenes.
– Dejad a nuestro valeroso guerrero donde ha caído, ¿hermano…?
– Hermano Tomar.
– Bien, hermano Tomar, dejadle ahí y emprended primero las demás tareas.
Eadulf fue hasta donde estaba Fidelma, que seguía de pie junto al cuerpo de Cred, mirándolo, pensativa.
– ¿Sabéis? Me parece que Cred no corría hacia nosotros buscando refugio -le dijo, alzando la vista para mirarlo a los ojos-. Creo que venía a verme -suspiró y añadió-: ¿Os ha dicho algo el guerrero?
– Nada. No se ha identificado.
– Bueno, ya habrá tiempo de sobra para interrogarle -observó, y se volvió de cara a la atalaya-. Veamos antes qué está pasando ahí fuera. Si estos guerreros tienen intención de asaltar la abadía, parece que están haciendo tiempo, lo cual me desconcierta, porque está a punto de amanecer.
Regresaron a la atalaya de la torre y miraron al pueblo, al otro lado de la plaza. Los edificios seguían ardiendo, pero el resplandor ya no era tan intenso. Sobre las casas se levantaban columnas de humo negro. Lo que enseguida atrajo la mirada de Fidelma fueron los restos del gran tejo. Habían cortado una parte entera del tronco, al que luego habían atado cuerdas para tirar de él hasta astillarlo. Luego habían prendido fuego al árbol cercenado.
Fidelma cerró los ojos, llena de angustia.