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– En dieciséis siglos, desde que Eber Fionn plantara el tejo como símbolo de nuestra suerte, jamás había ocurrido nada semejante -lamentó Fidelma a media voz.

De repente frunció el ceño. A juzgar por la actividad que advirtió alrededor del pueblo, los guerreros se estaban reorganizando. En ese momento, también se daba cuenta de que la campana de la abadía seguía tocando a rebato. De hecho, no había dejado de sonar en ningún momento. Era curioso cómo se había acostumbrado tanto a un ruido incesante hasta el extremo de no percibirlo siquiera.

– Que cese el toque de campana -ordenó a Eadulf-. Si hasta ahora no lo ha oído nadie, ya nadie lo oirá ni vendrá en nuestra ayuda.

– Veré si encuentro al joven hermano Tomar para que lo pida.

Se disponía a bajar por las escaleras, cuando Fidelma lo detuvo.

– ¡Esperad! Veo movimiento en los bosques del sur. ¡Creo que los guerreros han decidido unir fuerzas para atacar la abadía!

Eadulf regresó a su lado y siguió sus indicaciones.

– No habrá modo de defendernos. Si pueden cortar un árbol de estas dimensiones y echarlo abajo con tal brevedad, sus hacheros podrán abrirse paso a través de las puertas del monasterio en cuestión de minutos.

A su pesar, Fidelma tenía que reconocer que Eadulf estaba en lo cierto.

– Quizá podamos negociar con ellos -dijo, aunque sin convicción.

Eadulf no dijo nada. Se limitó a explayar la vista sobre el pueblo en llamas y los restos del tejo. La luz grisácea de la aurora, que ya asomaba por las colinas, permitía distinguir abundantes cuerpos esparcidos.

El joven hermano Tomar apareció corriendo por la escalera.

– He hecho cuanto me habéis pedido, hermano sajón -comunicó a Eadulf-. El hermano Madagan ha vuelto en sí, pero se encuentra muy débil. El abad Ségdae también se ha recuperado y está procurando organizar a los hermanos para afrontar al enemigo con mayor disciplina -le explicó, y luego miró a Fidelma, avergonzado-. Nos hemos comportado mal en la puerta cuando ha entrado el guerrero, hermana. Os debo una disculpa por ello.

Fidelma fue indulgente.

– Sois hermanos de la Fe y no guerreros. No tenéis culpa de nada.

Seguía preocupada, con los ojos puestos en el sur, cuando detectó el movimiento de un grupo de jinetes.

El hermano Tomar dirigió la vista hacia donde ella miraba.

– ¿Se están concentrando para asaltar la abadía? -susurró, acongojado.

– Eso me temo.

– Más vale que ponga sobre aviso a los demás.

Fidelma hizo un gesto negativo, diciendo:

– ¿Para qué? No hay ningún modo de defender la abadía.

– Pero ha de haber alguna manera de evacuar a las hermanas de la orden cuando menos. Una vez oí al abad comentar algo acerca de un pasadizo secreto que da a las colinas.

– ¿Un pasadizo? Pues id enseguida a hablar con el abad Ségdae. Si podemos evacuar a algunos miembros de la abadía antes de que irrumpan esos bárbaros…

El hermano Tomar se marchó antes de que Fidelma pudiera terminar la frase. En aquel momento, Eadulf le tocó el brazo y señaló sin decir nada. Ella miró adónde le indicaba y vio que, en el extremo norte del pueblo en llamas, un grupo perteneciente a los atacantes se alejaba con rumbo contrario al de la columna de jinetes que se aproximaba.

– Algunos atacantes se marchan -observó con curiosidad-. Pero, ¿por qué?

Fidelma apartó la vista de la columna de atacantes que desaparecían para mirar otra vez al sur. El movimiento de caballos que había visto bajo la tenue luz del amanecer empezó a verse mejor al despuntar el sol sobre las colinas del este, inundando de luz los bosques. Vio aparecer a un conjunto de veinte o treinta hombres montados. En medio, pudo divisar un estandarte que ondeaba.

Era un ciervo real sobre un fondo azul.

– ¡Es el estandarte de los Eóghanacht! -exclamó con un grito contenido.

Los jinetes atravesaban al galope la llanura, hacia la abadía.

Fidelma se volvió hacia Eadulf con un gesto de alivio en el rostro.

– Imagino que serán hombres de Cnoc Áine -dijo con entusiasmo en la voz-. Habrán acudido al oír nuestro toque de rebato.

– Eso explica por qué los atacantes huyen en desbandada.

– Bajemos a informar a los demás.

Al pie de la torre encontraron al hermano Tomar y el abad Ségdae. Daba muestras de cansancio y tenía la tez pálida, con un chichón azulado en la frente, pero parecía haber recuperado el control. Una nota de trompeta resonó en el aire a medida que la columna de jinetes se aproximaba a la abadía. El abad Ségdae la reconoció. No hizo falta que Fidelma le explicara nada.

– Deo gratias! -gritó el abad-. ¡Estamos salvados! Deprisa, hermano Tomar, abrid las puertas. Los hombres de Cnoc Áine han llegado para salvarnos.

En cuanto se abrieron las puertas de la abadía, la columna de jinetes se detuvo ante ellos. A la cabeza iba un guerrero joven y bien parecido, moreno, ricamente vestido y bien pertrechado para la guerra. Tenía rasgos uniformes, el cabello rojo, rizado y muy corto, y los ojos oscuros. Llevaba una capa azul de lana, pinzada a un hombro con un broche de plata muy distintivo. Estaba labrado con la forma de un símbolo solar, con un granate semiprecioso en cada uno de los tres rayos.

Fijó la vista en Fidelma cuando ésta apareció por la puerta con los demás para recibirles. Sus rasgos se trocaron en una amplia sonrisa.

– Lamh laidir abú! -gritó con el puño en alto a modo de saludo.

Eadulf había pasado suficiente tiempo en Muman para reconocer el grito de guerra de los Eóghanacht. ¡Mano dura en la batalla!

– Bienvenido seáis, primo Finguine -respondió Fidelma, alzando a su vez el puño para saludarle.

El joven desmontó de un salto y abrazó a su prima. Luego se hizo atrás y miró, consternado, a su alrededor.

– Pero no he llegado a tiempo -dijo con desánimo-. Gracias a Dios por haberos amparado con Su manto protector.

– Los atacantes han huido a caballo dirigiéndose hacia el norte hace apenas unos minutos -informó Eadulf.

– Ciertamente los hemos visto -asintió el príncipe de Cnoc Áine, que lo miró, reparando en el acento sajón y la tonsura-. Mi tanist y la mitad de mis hombres han salido tras ellos. ¿Quiénes eran? ¿Uí Fidgente?

Fidelma debía reconocer que era natural suponerlo. De hecho, en aquella misma zona, en la propia capital de Finguine, Cnoc Áine, se había librado la batalla contra los Uí Fidgente hacía poco más de un año.

– Es difícil de creer, pero el príncipe de los Uí Fidgente se halla en Cashel, presumiblemente negociando la paz con mi hermano.

– Eso he oído -observó Finguine con un gesto serio que reflejaba la poca confianza que tenía en ello, pero enseguida se volvió hacia el abad Ségdae y le preguntó-: ¿Estáis malherido, padre abad?

Ségdae movió la cabeza para saludar al joven príncipe y contestó:

– No es más que una magulladura.

– ¿Han hecho daño a algún otro hermano? ¿Estáis todos bien?

– El mayor daño lo ha sufrido el pueblo -respondió el abad sin perder el gesto de angustia-. Han matado a un hermano y han magullado a otro como a mí. Pero en el pueblo habrán matado a mucha gente. Y, mirad…

Finguine miró adónde le señalaba, al igual que los demás.

– ¡El árbol sagrado de nuestra raza…! ¡Lo han destruido! -exclamó Finguine con una mezcla de horror y de ira en el tono-. Correrá mucha sangre para pagar este agravio a los Eóghanacht. Es una declaración de guerra.

– Pero, ¿una guerra entre quiénes? -preguntó Fidelma a su pesar-. Antes hay que identificar a los culpables.

– Uí Fidgente -soltó Finguine-. Son el único pueblo que se beneficiaría de esto.

– Pero solamente es una suposición -señaló Fidelma-. No debemos actuar sin antes asegurarnos.

– Bueno, hemos capturado a uno de los asaltantes -les recordó Eadulf-. Interroguémosle para saber de quién recibe órdenes.