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La noticia pareció sorprender a Finguine, que preguntó en un tono impresionado:

– ¿Habéis capturado a uno, sajón?

– En realidad, Fidelma es quien lo ha capturado -aclaró Eadulf con desánimo.

Finguine miró a su prima esbozando una amplia sonrisa.

– Era de esperar que vos hubierais tomado parte en esto. Bien, ¿dónde está? Veamos qué podemos sacarle a ese bellaco.

Regresaron a pie al patio de la abadía, después de que Finguine hubiera ordenado a sus hombres dispersarse por el pueblo para ayudar a los heridos y apagar los incendios.

– Está ahí, atado -dijo Eadulf, que iba a la cabeza del grupo, hacia el lugar donde tenían prisionero al hosco guerrero.

Estaba donde lo habían dejado, con la espalda contra el muro, las manos atadas atrás y las piernas extendidas delante, ligadas a la altura de los tobillos. Tenía la cabeza sobre el pecho.

– Vamos, hombre -le gritó Eadulf acercándose a él-. Levantaos. Ha llegado el momento de responder ciertas preguntas.

Eadulf se inclinó y tocó al guerrero suavemente en el hombro. Sin decir nada, el guerrero cayó a un lado.

Finguine apoyó una rodilla en el suelo y le tomó el pulso en el cuello.

– ¡Por la corona de Corc de Cashel! Alguien ha vengado lo ocurrido en este hombre. Está muerto.

Con una exclamación de sorpresa, Fidelma se acercó a su primo.

Había sangre en el pecho del guerrero. Alguien le había clavado un puñal en el corazón.

CAPÍTULO XIII

La noche hizo creer que el asalto fue más devastador de lo que ya se preveía. Había una veintena de muertos en el pueblo, y unas docenas de heridos o malheridos. Habían quemado unos seis edificios, y habían causado daños en algunos más, pero podían repararse. Aun así, el efecto fue demoledor en una comunidad pequeña como la de Imleach. Entre los edificios destruidos se contaban la forja, un almacén y la posada de Cred.

El abad Ségdae y el hermano Madagan, ambos con la cabeza vendada, sustituyeron las laudes por una breve misa para dar las gracias a Dios por haber salvado la abadía. Hasta el corpulento Samradán estuvo presente, si bien algo abochornado y encrespado.

Fidelma y Eadulf se dirigieron con su primo, el príncipe de Cnoc Áine, hacia el pueblo para evaluar los daños de primera mano.

Pasaron sin pronunciar palabra junto al tejo humeante. El luto no bastaba para tamaña destrucción.

La primera persona a la que vieron al cruzar la plaza fue Nion, el herrero y bó-aire. Estaba apoyado con todo su peso sobre un bastón y llevaba una pierna vendada. Para protegerse del frío de la mañana iba tapado con una larga capa de lana, sujeta al hombro con un broche de plata que representaba un símbolo solar con tres granates, parecido al que llevaba Finguine. Contemplaba con aire taciturno los restos de su fragua, que Suibne, su ayudante, recogía entre los escombros. Al acercarse Fidelma y los demás, el hedor acre de madera quemada, mezclado con otros olores que no acababan de identificar, creaba una atmósfera cáustica y corrosiva al respirar.

Nion no los miró cuando llegaron.

– Me alegro de veros con vida, Nion -dijo Finguine para saludarle, pues parecía ser un viejo conocido del herrero.

Nion levantó la cabeza y, al identificar al príncipe de Cnoc Áine, la inclinó hacia adelante en reconocimiento.

– Señor, gracias a Dios que habéis llegado a tiempo. Nos habrían matado a todos, y habrían arrasado el pueblo entero.

– Ay, pero no he llegado a tiempo para evitar que perdierais la fragua -dijo el príncipe de Cnoc Áine mirando las ruinas con pesadumbre.

– Al menos yo saldré adelante. Hay otros vecinos que no. Veremos qué se puede recuperar de entre las cenizas.

Finguine movió la cabeza con tristeza.

– Tardaréis en reconstruir la forja -observó-. Es una lástima. Precisamente el otro día pensaba recurrir a vuestros servicios para encargaros otro de estos broches de plata -le dijo, tocándose el broche distraídamente, y luego se fijó en la herida de Nion-. ¿Es grave?

– Bastante -le contestó-. Y por ahora no podré seguir ganándome la vida como herrero.

– ¿Estabais aquí cuando empezó el asalto? -intervino Fidelma por primera vez.

– Sí.

– ¿Podéis describir con exactitud lo que sucedió? -insistió.

– Hay poco que decir, señora -dijo, atribulado-. El clamor del ataque me despertó. Estaba durmiendo en la parte de atrás de la forja. Corrí afuera y vi a un grupo de más de veinte jinetes por las calles. La taberna de Cred ya estaba en llamas. Había gente corriendo por todas partes. No reconocí a los atacantes; sólo vi que pretendían quemar el pueblo. Así que cogí una de las espadas que había estado afilando. Era mi deber como bó-aire. Corrí a defender mi forja y el pueblo, pero los muy cobardes me atacaron por detrás. Al caer al suelo, otro me alcanzó con una espada. Para entonces la forja ya era pasto de las llamas. Mi ayudante, Suibne, me arrastró para quitarme de en medio y nos pusimos a cubierto -explicó y, mirando a Finguine con vergüenza, añadió-: Aunque soy bó-aire y me corresponde proteger a mi pueblo, no se espera que me suicide. Aquí no había guerreros que me ayudaran a frenar el ataque.

– ¿No reconocisteis a los atacantes? ¿No sabéis quiénes eran o de dónde venían? -insistió Finguine.

– Llegaron a caballo por el norte, y por el norte se marcharon -dijo, y escupió en el suelo-. No hace falta preguntar quiénes eran.

– Pero no estáis seguro de quiénes eran, ¿cierto? -insistió Fidelma.

– ¿Qué iban a ser sino Dal gCais? ¿Quién sino esos asesinos de los Uí Fidgente perpetraría un ataque de tal envergadura a Imleach y destruiría el gran tejo?

– Pero no estáis seguro -repitió.

El herrero entornó los ojos sin disimular la ira que sentía.

– La próxima vez que me encuentre con un Uí Fidgente, no me harán falta pruebas para matarlo. Y si me equivoco, estoy dispuesto a ir al infierno sólo por el placer de llevarme a un Uí Fidgente conmigo. Mirad qué le han hecho a mi pueblo -se lamentó, extendiendo el brazo para mostrar las ruinas humeantes.

Finguine miró a su prima con gravedad en el gesto.

– Lo cierto es que ésta es la impresión de la mayoría. De hecho, ¿quién puede haber causado este daño aparte de los Uí Fidgente?

Fidelma se apartó de la forja con él y con Eadulf para que Nion no la oyera.

– Precisamente eso es lo que tengo que averiguar -dijo-. Si han sido los Uí Fidgente, que así sea. Pero debemos asegurarnos, pues Donennach de los Uí Fidgente se halla en estos momentos en Cashel para negociar un tratado con mi hermano. Él y mi hermano han sido heridos en un intento de asesinato. En pocos días habrá una vista en la que tendremos que demostrar la duplicidad de los Uí Fidgente, o ser declarados culpables ante los cinco reinos de Éireann. No quiero hipótesis. Quiero pruebas de que están implicados.

Finguine se mostró comprensivo.

– Es una lástima que alguien se haya tomado la venganza por su mano matando a un rehén. Podríamos haber averiguado algo.

– Si es que la venganza ha sido el móvil para apuñalarlo en el pecho y eliminarlo tan pronto y con tal sigilo -dijo Fidelma, absorta, como si sopesara la cuestión.

Finguine y Eadulf la miraron, asombrados.

– No sé si he entendido bien lo que estáis insinuando -dijo con cierta duda el príncipe de Cnoc Áine.

– Creo que la insinuación es bastante clara -respondió.

– ¿Creéis que lo mataron para impedirle que revelara la identidad de los atacantes? -preguntó Eadulf, que había captado de inmediato la insinuación.

Por la expresión de Fidelma supo que iba bien encaminado.

Eadulf hizo rápidamente sus conjeturas y luego dijo: