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– Cierto, pero hay otro hecho que no tiene sentido -ofreció Eadulf-. El hecho de que la línea temporal no coincide. Eso es lo que carece de sentido. ¿Cómo es posible que vieran al hermano Mochta en Imleach, en vísperas, con una tonsura de san Juan y menos de doce horas después en Cashel con indicios de haber llevado la tonsura de san Pedro, apuntando esta última el pelo de varias semanas?

Fidelma movió la mano como si apartara la objeción.

– ¿Y qué me decís del hecho de que el mercader de Cashel, Samradán, sobre cuyo almacén se intentó el asesinato, esté aquí, en Imleach? Precisamente fue un carrero suyo quien nos habló del arquero, razón por la cual perdió la vida. ¿Eso es también una coincidencia?

– Puede que sí. No lo sé. Tenemos que hablar con Samradán.

Fidelma sonrió.

– En eso estamos de acuerdo.

– Sigo pensando que acaso estemos relacionando hechos que no tengan nada que ver -persistió Eadulf.

Fidelma contuvo la risa. Le encantaba que Eadulf resumiera las cosas, ya que así la ayudaba a evaluar mejor la situación. No eran pocas las veces en que lo usaba como abogado del diablo para poner en orden sus propias ideas, pero no se lo podía decir a Eadulf.

– Creo que podemos estar seguros de una cosa -concluyó Eadulf-, de que Nion, el herrero, está en lo cierto. Poco sé de ese pueblo al que llamáis los Uí Fidgente, pero todos parecen estar de acuerdo en que están detrás de este ataque. No es posible que todos estén equivocados.

– Eadulf, si en vez de pruebas presentara sospechas ante un tribunal, todos los Uí Fidgente serían condenados al cabo de una hora. Pero las leyes no funcionan así. Hacen falta pruebas, y pruebas debemos obtener o, de lo contrario, declarar inocentes a los Uí Fidgente.

En aquel momento el hermano Tomar cruzaba el patio.

– ¿Sabéis dónde está Samradán el mercader? -le preguntó Fidelma.

El hermano Tomar enseguida movió la cabeza para expresar que no lo había visto. Según le habían dicho, era el mozo de cuadras de la abadía. Era un joven de origen campesino y modales toscos, que prefería la compañía de los animales a la de las personas.

– Se ha ido de la abadía.

El hermano Tomar se disponía a reanudar la marcha cuando Fidelma lo detuvo.

– ¿Que se ha ido, decís? -le preguntó-. ¿Adónde, al pueblo?

– No. Se ha ido con sus carros.

– ¿Han salido ilesos sus carreros? Me ha parecido ver la posada de Cred reducida a cenizas.

El hermano Tomar respondió en un tono taciturno.

– Eso me ha parecido oír decir a uno de ellos. Por lo visto, sólo dos de los carreros han podido escapar de la matanza, porque Samradán llegó con tres y se ha ido del pueblo con tres. Han llegado a la abadía, cada uno en un carro, y Samradán se ha ido con ellos. Han partido por el camino que lleva al norte.

– Al norte -murmuró Fidelma.

– Samradán ya os dijo que se dirigía al norte -le recordó Eadulf.

– Cierto -admitió Fidelma-. Al norte.

El hermano Tomar esperó unos segundos y, dudando, dijo:

– Eso es, hermana. Le he oído dar indicaciones a los carreros diciéndoles que fueran al vado del río Muerto.

Fidelma dio las gracias al mozo, y fueron en busca del boticario.

Resultó que el hermano Bardán estaba solo en el depósito de cadáveres de la abadía cuando ellos llegaron. El boticario y embalsamador estaba dando los últimos toques a la mortaja de su difunto amigo, el joven hermano Daig. Tenía los ojos rojos y restos de lágrimas en las mejillas.

Levantó la cabeza con rabia en la mirada.

– ¿A qué habéis venido aquí? -les preguntó, crispado.

– Calmaos, hermano -le pidió Fidelma en un tono tranquilizador-. Sé que el pobre hermano Daig y vos estabais muy unidos. No hemos venido a importunaros en este momento de dolor, sino a examinar el cuerpo del atacante.

Con una seña de fastidio, el hermano Bardán les indicó el fondo de la sala.

– El cuerpo yace en esa mesa del rincón. No pienso prepararlo para enterrarlo. No merece un oficio cristiano.

– Estáis en vuestro derecho -concedió Fidelma sin inmutarse, pues el boticario tenía una actitud hostil, como si quisiera incitarla a discutir-. ¿Dónde está el cuerpo de Cred? ¿Está aquí, también?

– Su cuerpo ya ha sido preparado, y sus familiares se lo han llevado al cementerio del pueblo. Me han dicho que en el ataque mataron a mucha gente que debe ser enterrada hoy.

Fidelma se dirigió adónde yacía el cuerpo del guerrero muerto, haciendo una seña a Eadulf para que la siguiera.

No le habían desatado siquiera las manos ni las piernas. El yelmo todavía cubría la cabeza del guerrero, y la visera le tapaba la parte superior de la cara.

Chasqueando la lengua con desagrado, Fidelma se le acercó para quitarle el yelmo. El hombre rondaría los treinta y tantos. Tenía la piel curtida, indicativo claro de la dura vida que seguramente llevaba. Le atravesaba la frente la marca pálida de la antigua cicatriz de una herida de espada. Tenía una nariz protuberante, y la gordura de sus facciones inclinó a Fidelma a pensar que era dado a comer y beber en exceso.

– Juntadle las manos y los pies.

Eadulf hizo lo que le pidió, mientras ella observaba el cuerpo, esperando dar con algo que pudiera identificarlo. Ahora que lo veía como cadáver, se confirmaba la primera impresión de ser un guerrero profesional. Aun así, la cota de malla era vieja y aquí y allá había partes en que el óxido corroía los eslabones.

Ayudó a Eadulf a retirar el cinturón en el que aquél había llevado las armas. Luego le quitaron la cota y el jubón de piel. Debajo llevaba una camisa de hilo teñido y una falda escocesa.

Observó que quien lo había matado clavó una daga a través de una junta de la malla, por debajo de la caja torácica. Debía de haber sido una muerte instantánea. Siguiendo sus órdenes, Eadulf empezó a quitarle la camisa y la ropa interior.

El cuerpo estaba exento de marcas que lo identificaran; solamente tenía cicatrices que confirmaban que había sido guerrero profesional toda la vida.

– Y no muy buen guerrero, por cierto -respondió Fidelma cuando Eadulf hizo el comentario al respecto.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Le hirieron en demasiadas ocasiones. Si queréis un buen guerrero, buscad al hombre que causó las heridas, no al que las recibió.

Eadulf aceptó aquella sabia observación en silencio.

– Lo extraño es que no lleve un portamonedas con él -señaló Fidelma un rato después.

Eadulf frunció el ceño, tratando de comprender qué quería decir con aquello.

– Ah -dijo, iluminándose su rostro-. ¿Os referís a que, si era un guerrero profesional, un mercenario, habría esperado que se le pagara por sus servicios?

– Exactamente. Así que, ¿dónde habrá dejado el portamonedas?

– Lo habrá dejado en su casa.

– ¿Y si hubiera estado lejos de casa? -preguntó Fidelma.

Eadulf se encogió de hombros sin saber qué responder.

– Podría haberlo dejado en algún sitio y pasar a recogerlo después del asalto -prosiguió-, pero sería un movimiento arriesgado. No; la mayoría de profesionales llevan el dinero encima -dijo y, de pronto, se le iluminó la cara-. Quizá tenía alforjas. Casi se me olvida que también tenemos su caballo.

Miró hacia donde el hermano Bardán ultimaba su tarea y le preguntó:

– ¿Qué pensáis hacer con el cuerpo de este hombre?

– Por mí que se quede ahí y se pudra -respondió el boticario en un tono intransigente.

– Pudrir, se va a pudrir, desde luego -afirmó Fidelma-. Pero debéis decidir si queréis que se pudra aquí o en otra parte.