El hermano Bardán resopló.
– No será enterrado en el suelo de esta abadía, entre hermanos, junto a… -vaciló, señalando con desánimo el cuerpo del hermano Daig-. Mandaré llamar a Nion para que se lleve el cuerpo al camposanto del pueblo.
– Muy bien -dijo Fidelma, volviéndose hacia Eadulf, y a continuación añadió en voz baja-: Vayamos a la cuadra a examinar el caballo y el arnés del guerrero.
Eadulf cogió la espada del hombre cuando se disponían a salir.
– ¿Habéis examinado la espada? -preguntó a Fidelma.
Ésta movió la cabeza en señal de negación y la tomó. Medía algo menos de noventa centímetros de largo; el extremo del filo se ensanchaba casi con la forma de una hoja y se estrechaba al llegar a la empuñadura, que estaba unida con seis remaches.
– Esta espada no es la propia de un hombre pobre -dijo Eadulf frunciendo el ceño-. Estoy seguro de haber visto hace poco una espada parecida.
– Y así es -confirmó Fidelma en un tono irónico-. Es del mismo estilo que la espada de nuestro asesino. ¿Os acordáis? Es una claideb dét.
– ¿Una espada de marfil? -tradujo literalmente-. Creía que estaba hecha de metal como las demás.
Fidelma sonrió pacientemente, señalándole el puño.
– La empuñadura está hecha con dientes labrados de animales. Que yo recuerde, sólo hay un lugar en Éireann donde los herreros dediquen tiempo a semejantes adornos. Pero no recuerdo dónde. Es un tipo de ornamentación muy característico.
– ¿Queréis decir que podría indicar la procedencia de este hombre?
– No necesariamente -respondió Fidelma-. Sólo nos revelaría el lugar donde se fabricó. Pero, a propósito de coincidencias, seguro que no es casualidad que tanto el asesino como este guerrero llevaran un arma tan distintiva.
Eadulf pensó en aquella posibilidad y asintió con la cabeza.
– ¿Cómo decíais que se llamaba? ¿Claideb dét? -preguntó, examinando la espada con otros ojos.
– Macheram belluinis ornatam dolatis dentibus -explicó ella en latín-. Una espada ornamentada con dientes tallados de animal. Quedáosla, Eadulf. Puede que sea importante.
Fidelma realizó un último examen del cuerpo y la ropa del guerrero.
– No -dijo al fin-, aquí no hay nada que nos dé alguna pista más para identificarlo. Sólo sabemos que este hombre no era un aficionado cualquiera, sino más bien un profesional al servicio de un príncipe, o sencillamente un bandido que perpetraba asaltos por el país en busca de botines. La mayor parte de su ropa podría venir de cualquier rincón de los cinco reinos, salvo…
– Salvo esta espada -interrumpió Eadulf.
– Salvo esta espada -repitió ella-. Pero eso no me vale de nada si no recuerdo a qué pueblo pertenece esta forma tan particular de decorar empuñaduras.
Se volvió hacia la entrada del depósito de cadáveres y, mirando al hermano Bardán, dijo:
– He terminado de examinar el cuerpo del guerrero.
El boticario asintió y contestó, cortante:
– No os preocupéis. Ya nos desharemos de él.
Al salir, Eadulf hizo una mueca de desaprobación, diciendo:
– Veo que el hermano Bardán no se toma en serio lo que la Fe nos enseña sobre el perdón a los enemigos. «Sed más bien unos para otros bondadosos, compasivos, y perdonaos los unos a los otros, como Dios os ha perdonado en Cristo.» Quizás alguien debería recordarle lo que dice la Biblia.
– Efesios, capítulo cuatro -dijo Fidelma, identificando la cita-. Creo que el hermano Bardán es de los que prefieren dejar en manos divinas el perdón a los enemigos y reservarse su indulgencia. Pero no olvidemos que es un hombre, con todas las debilidades de su condición. Apreciaba mucho a Daig.
Entonces Eadulf comprendió la insinuación de Fidelma y no dijo nada más.
Al pasar otra vez por el claustro se encontraron al abad Ségdae sentado a la sombra, alicaído. Todavía llevaba la cabeza vendada y estaba oliendo un manojo de hierbas. Levantó la vista al ver que se acercaban y esbozó una débil sonrisa.
– El hermano Bardán dice que el aroma de estas hierbas me aliviará el dolor de cabeza.
– ¿Está sanando la herida, Ségdae? -preguntó Fidelma con interés, pues le tenía mucho cariño al abad, un amigo de la familia desde hacía décadas.
– Me han dicho que la magulladura tiene mal aspecto, pero por suerte la pedrada no incidió en la zona profunda de la piel. Tengo un chichón y un fuerte dolor de cabeza. Pero nada más.
– Debéis cuidaros, Ségdae.
El abad sonrió débilmente.
– Ya soy viejo, Fidelma. Quizá tendría que relevarme alguien más joven. En los anales quedará constancia de que durante los años en que fui comarb de Ailbe permití que robaran las Santas Reliquias y que cortaran el tejo sagrado de Imleach. En fin, que permití la deshonra de los Eóghanacht.
– No debéis pensar en renunciar a vuestro cargo -le amonestó Fidelma, que siempre había considerado a Ségdae como un elemento permanente del reino.
– Alguien más joven no habría cometido la estupidez de estar de pie en la torre y dejarse tumbar por una pedrada -se lamentó el abad.
– Ségdae, si fuerais capitán de guerreros, os diría que renunciarais a vuestra posición -le dijo Fidelma con sinceridad-. Pero sois capitán de almas. No os corresponde a vos organizar la defensa contra un ataque. Estáis aquí para ejercer de consejero y guía, así como de padre para vuestra comunidad. Los actos de valentía deben juzgarse de forma relativa. En ocasiones, el hecho de vivir es en sí un acto de valentía.
El abad, que a los ojos de Eadulf parecía haber envejecido mucho desde su llegada a la abadía, movió la cabeza, diciendo:
– No tratéis de excusarme, Fidelma. Debí haber actuado cuando hizo falta. He defraudado a mi comunidad. He defraudado al pueblo de Muman.
– Sois un severo juez de vuestras acciones, Ségdae. Vuestra comunidad precisa de vuestra sabiduría más que nunca. Y no hablo de sabiduría marcial, sino de sabiduría práctica, por la que se os reconoce. No toméis una decisión precipitada.
El anciano suspiró y se llevó el manojo de hierbas a la nariz.
Fidelma hizo una seña a Eadulf para indicarle que debían dejar al abad solo en su contemplación.
Al llegar a las cuadras, donde estaban sus propios caballos, encontraron al hermano Tomar limpiando los compartimentos. Parecía sorprendido de que lo interrumpieran por segunda vez en tan poco tiempo.
– ¿Habéis olvidado alguna cosa, hermana? -preguntó.
Fidelma fue al grano.
– El caballo del guerrero muerto, ¿está aquí, en la cuadra?
El hermano Tomar le apuntó a uno de los compartimentos.
– Le he dado un buen trato, hermana. Lo he almohazado y le he dado de comer. El caballo no debe pagar por las culpas de su amo.
Fidelma y Eadulf se dirigieron hacia allí. Fidelma conocía bien a los caballos, ya que había aprendido a montar antes que a andar. Miró detenidamente a la potra castaña. Reparó en una herida sobre el hombro izquierdo y unas llagas por el roce del bocado y el arnés. Era indiscutible que el guerrero no había sido un buen jinete, pues de lo contrario habría tratado mejor a la joven yegua. La herida confirmaba que habían usado al animal en la batalla, si bien aquélla no era reciente.
Fidelma entró en la cuadra y examinó los cascos, uno a uno. El animal se mostró dócil, pues un caballo nota cuándo una persona sabe lo que está haciendo y no supone ninguna amenaza para él.
– ¿Algo interesante? -preguntó Eadulf al rato.
Fidelma movió la cabeza dejando escapar un suspiro.
– El animal está bien herrado, desde luego. Pero nada indica dónde lo herraron ni de dónde viene.
– Podríamos preguntar a Nion, a ver si reconoce el trabajo -sugirió Eadulf.
Fidelma salió de la cuadra y examinó el arnés, que estaba colgado cerca.