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– Este arnés corresponde a este caballo, ¿no, hermano Tomar? -preguntó Fidelma.

El establero aún estaba barriendo los compartimentos. Los miró desde el otro extremo.

– Sí. Y esa silla de ahí también -respondió.

La brida era de las corrientes, de una sola rienda, llamada srían. La rienda iba unida a una muserola, no a un lado, sino por encima, y llegaba a la mano del jinete sobre el testuz, entre los ojos y las orejas; iba sujeta con un gancho o un anillo a la frontalera que ceñía la frente del animal, formando parte de la brida.

La silla era de cuero sencillo e iba amarrada sobre un ech-dillat, un sudadero, de una clase muy usada entre guerreros. Fidelma enseguida vio una alforja atada a la silla con correas de piel.

Con un sutil gruñido de satisfacción, se inclinó para cogerla y la abrió. Para su sorpresa, estaba vacía. Ni siquiera había una muda de ropa limpia. A la vista estaba que se habían llevado lo que había dentro.

– Hermano Tomar, ¿desensillasteis vos a la joven yegua? -preguntó Fidelma.

El monje se volvió tranquilamente, escoba en mano, y asintió con curiosidad:

– Sí, yo mismo.

– ¿Había algo dentro de esta alforja cuando lo hicisteis?

– Creo que sí, pero no miré. Pesaba lo suyo. La dejé ahí tal cual.

Fidelma se quedó mirando la alforja, absorta, pensando en las posibilidades.

– Desde que trajisteis aquí al caballo, ¿ha pasado alguien más por el establo? -preguntó al fin.

El joven establero se frotó el mentón, pensando.

– Mucha gente -respondió-. El príncipe Finguine y algunos de sus hombres. Muchos hermanos han venido para hacer tareas diversas.

– ¿A qué os referís?

– El establo es un atajo para llegar a los almacenes. Muchos hermanos han ido al pueblo para ofrecer ayuda y han pasado por aquí en busca de suministros que llevar para atender a los necesitados.

Fidelma apretó los labios en un gesto de frustración.

– Entonces, si en esta alforja había algo, cualquiera de los que han pasado por aquí puede haberla abierto y llevarse el contenido.

– ¿Para qué querría nadie hacerlo?

– Eso mismo me pregunto yo -dijo Fidelma en voz baja, dirigiéndose no tanto al establero como a Eadulf.

Eadulf adoptó un aire de determinación.

– Ya veo. La persona que apuñaló al guerrero cuando nadie miraba, seguramente será la misma que se ha llevado sus pertenencias. Una vez más, alguien ha evitado que podamos identificar… -calló al ver que Fidelma lo estaba mirando con mala cara.

El hermano Tomar lo miraba con curiosidad.

– Un mal día -dijo éste finalmente.

– Irá a mejor -le aseguró Eadulf.

– Lo dudo, hermano sajón -lo contradijo el hombre-. Se ha derramado demasiada sangre en este lugar para que vuelva a purificarse. Quizás haya caído sobre Imleach una maldición. Pero es comprensible que se busque venganza. A muchos hermanos de esta comunidad ha ofendido la muerte sin sentido del hermano Daig.

– El tiempo consigue purificar lugares donde se han cometido atrocidades sin sentido -aseveró Fidelma-. Ningún lugar es maldecido a menos que así lo crea el pueblo.

Tomó a Eadulf del codo y, saludando al establero con la cabeza, guió a su compañero afuera. Entonces se volvió hacia él con una expresión emocionada.

– Hemos pasado por alto lo más evidente en cuanto a la muerte del guerrero.

– Que al hermano Bardán le unía un fuerte vínculo con el joven Daig. Y el hermano Tomar ha hablado de venganza. Creo que deberíamos averiguar dónde se hallaba el hermano Bardán cuando mataron al guerrero.

CAPÍTULO XIV

Al regresar al depósito de cadáveres de la abadía, no había rastro del hermano Bardán. Sólo estaba el cuerpo del hermano Daig, envuelto en la mortaja sobre la mesa. Tampoco había rastro del cuerpo del guerrero. Salieron de la botica y se encontraron con sor Scothnat, bastante pálida y agitada por los acontecimientos de la víspera.

Fidelma le preguntó si sabía por dónde andaba el hermano Bardán y, si bien dijo que no lo sabía, sugirió que tal vez había ido a ver a Nion, el herrero. Añadió que el hermano Daig sería inhumado en el camposanto de la abadía aquella tarde al ponerse el sol, según la costumbre, y cantarían un réquiem llamado écnairc ante su sepultura.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Eadulf, siguiendo a Fidelma de nuevo hacia las puertas de la abadía.

– Vamos en busca del hermano Bardán.

Al cruzar la plaza hacia el pueblo, Fidelma vio a varios guerreros de Finguine, descansando después de los esfuerzos en torno a una hoguera, cerca del tejo. Pasaron por las ruinas humeantes de lo que fuera la fragua de Nion y miraron a ambos lados de la calle principal.

Había mucha más actividad de la que habían visto algo más temprano aquella misma mañana. Oyeron bullicio no muy lejos de allí. Al girar la esquina de un edificio vieron de dónde procedía. Al parecer, algunos hombres de Finguine estaban ayudando a los supervivientes a cavar una fosa grande en un campo, tras unos edificios que antes ya se utilizaban como cementerio. A un lado yacían los cuerpos amortajados, listos para recibir sepultura. Un reducido grupo de mujeres permaneció de pie junto a los cuerpos, entre grandes lamentaciones y dando palmadas al modo tradicional para expresar su dolor.

Entre las ruinas de los edificios destruidos había hombres, mujeres y niños retirando escombros. Aparte de la actividad frenética, muy poco había cambiado la escena con respecto a unas horas antes.

– No veo al hermano Bardán por ningún lado -observó Eadulf.

– No tiene que andar muy lejos -le aseguró Fidelma al dejar atrás la fragua de Nion y mirar al final de la calle, hacia la estructura tiznada de lo que un día fuera la posada de Cred-. Vamos hasta el final de la calle; parece que allí hay un grupo de gente.

Al acercarse un poco, advirtieron que el grupo de gente se estaba cerrando en derredor de una figura montada que acababa de llegar al final de la calle. Fue entonces cuando repararon en que el bullicio era en realidad gritos y chillidos de rabia e insultos. Al fijarse mejor, sorprendidos, vieron que las personas que más destacaban del grupo trataron de golpear y arañar al hombre, hasta hacerle caer del asno que montaba. El hombre soltó un grito estridente, agitando las manos en el aire a la desesperada, antes de desaparecer bajo el gentío que lo rodeaba.

Fidelma echó a correr hacia ellos, alarmada. Entonces, de un edificio de la calle aparecieron Finguine y dos de sus hombres. Fidelma vio detrás de ellos al hermano Bardán, pero en ese momento ella debía atender algo mucho más urgente.

– ¿Qué sucede? -le gritó Finguine al verla correr, seguida de Eadulf.

– ¡Traed a vuestros hombres, deprisa! -le pidió ella sin volverse.

Llegaron hasta el grupo, que seguía increpando a la figura acorralada. El hombre había conseguido ponerse en pie, pero le zarandeaban, golpeaban y maltrataban. Tenía la cara ensangrentada.

– ¡Deteneos! ¡Deteneos, he dicho! -exhortaba Fidelma al abrirse paso entre ellos.

Finguine y sus hombres los alcanzaron y siguieron su ejemplo sin preguntar nada, separando a la gente y gritándoles que se apartaran para llegar hasta la víctima. Al reconocer la figura del príncipe de Cnoc Áine y a dos de sus guerreros, la turba tuvo un momento de vacilación y luego todos retrocedieron unos pasos.

Fidelma logró llegar hasta la delgada figura del importunado. Éste era de complexión menuda y pelo canoso. Su atuendo, hecho trizas y manchado de sangre y barro, era de buena calidad. Llevaba una capa ribeteada de piel de zorro, y del cuello le colgaba una cadena de oro de oficio. Tenía una curiosa forma de mover la cabeza a sacudidas, como un ave. Presentaba el cuello escuálido, y una protuberante nuez, que se movía por la agitación del momento. Fidelma no estaba segura de si el hombre le recordaba a un pájaro o un hurón, pues guardaba similitudes con ambas criaturas. Aquella idea le pasó por la cabeza en una fracción de segundo antes de recordar la brutalidad con que lo habían abordado.