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Al ver que no estaba maltrecho, miró a la gente con desafío y alzó una mano para hacerles callar, pero siguieron rodeándole sin dejar de proferir toda clase de injurias. En sus rostros se reflejaban el odio y la rabia, así como el miedo.

– ¿Qué significa esto? -la potente voz de Finguine logró acallar la algarabía.

– ¡Es un Uí Fidgente! -exclamó un hombre-. ¡Miradle! ¡Viene a regodearse de la muerte y destrucción que nos han traído los suyos!

Fidelma miró a la cara, menuda y pálida, salpicada de sangre, que reflejaba una mezcla de cólera y terror.

– ¿Quién sois? -le preguntó-. ¿Sois de los Uí Fidgente?

El hombrecillo se irguió, aunque apenas le llegaba al hombro a Fidelma.

– Soy… -empezó a decir, pero la multitud lo interrumpió con un abucheo iracundo al interpretar lo dicho como una confirmación.

– ¡Esperad! -les espetó Fidelma-. Dejad hablar a este hombre. Además, como veis, no es un guerrero. Guerreros son los que os atacaron anoche, y no forasteros en burro. Así que, explicaos, buen hombre: decidnos quién sois y qué os trae por aquí.

Sin salir de su turbación, el hombrecillo decidió dirigirse a Fidelma.

– Es cierto que soy de los Uí Fidgente, pero no soy guerrero. ¿Qué ha dicho este hombre? ¿Que anoche os atacaron guerreros Uí Fidgente? No puedo creerlo.

– Como bien ha dicho el príncipe de Cnoc Áine -señaló Fidelma con delicadeza-, anoche fuimos atacados.

El hombre hizo ademán de hablar, pero otros gritos de venganza lo sofocaron.

Nion, el herrero, se había abierto paso a empujones, apoyándose a duras penas en un palo.

– ¿Lo veis? Reconoce que es un Uí Fidgente. Matémosle.

El hombrecillo se puso más nervioso y avanzó la barbilla, superando la rabia al miedo.

– ¿Qué clase de hospitalidad ofrecéis a un inocente caminante? ¿Acaso en estas tierras ya no se respeta la ley?

– ¡La ley! -exclamó Nion con desprecio, y señaló con la mano los edificios humeantes-. ¿Acaso respetan alguna ley los Uí Fidgente, que esto hicieron? Venid y contad los cuerpos del cementerio, y decidnos cómo vosotros, los Uí Fidgente, contempláis la ley.

El hombrecillo era todo estupor.

– Yo no sé nada de esto. Es más, exigiría pruebas de tales acusaciones.

– ¿Pruebas, queréis? -gritó otro hombre, apoyando a Nion-. Una soga y un árbol, esa prueba os daremos.

Finguine se había llevado la mano a la espada.

– Nadie hará daño a este hombre. La ley todavía gobierna el territorio del príncipe de Cnoc Áine.

Fidelma lanzó una mirada de agradecimiento a su primo.

– Volved a vuestros quehaceres -ordenó-. Este hombre está bajo la custodia del príncipe de Cnoc Áine, y si tiene alguna responsabilidad por lo que os ha sucedido, será llevado ante los tribunales.

Hubo un murmullo furioso, pero con la presencia de Finguine y sus hombres, todos ellos espada en mano, la turba empezó a dispersarse a su pesar.

El hombrecillo se estaba limpiando la sangre de un arañazo en la mejilla. Volvía a recobrar el valor, y su pálida tez se tiñó con el rubor de la furia.

– ¡Animales! Jamás se me había recibido de este modo. Me debéis una indemnización, si es que sois el príncipe de Cnoc Áine.

La última frase iba dirigida a Finguine, que estaba enfundando la espada.

– Yo soy Finguine -afirmó sin más-. ¿Quién sois vos?

– Soy Solam de los Uí Fidgente.

Fidelma abrió ligeramente los ojos.

– ¿Sois Solam el dálaigh?

El hombrecillo esbozó una sonrisa.

– Exactamente, sor…

– Fidelma; soy Fidelma de Cashel.

Solam disimuló bien su sorpresa.

– ¡Ah! -exclamó de un modo que podía interpretarse de muchas maneras-. Debí haber sabido que estaríais aquí, Fidelma.

– ¿Y puedo saber qué hacéis vos aquí? -exigió Finguine a su vez.

El hombrecillo frunció los labios y señaló a Fidelma.

– Ella lo sabe.

– Sin duda, va de camino a Cashel para la vista -respondió Fidelma-. El príncipe Donennach de los Uí Fidgente dijo que mandaría llamar a Solam para que lo representara ante los brehons de Cashel, Fearna y los Uí Fidgente.

Eadulf había cogido las riendas del asno del dálaigh y lo llevaba de éstas.

– Preciso darme un baño y recuperarme de semejante acogida -anunció Solam, rabioso-. ¿No hay posada en este pueblo?

– Vuestros amigos la han quemado y han matado a la posadera -le soltó con desdén uno de los hombres de Finguine.

Los ojos del dálaigh centellearon al decir:

– Guardaros de seguir acusando a los Uí Fidgente. ¡También he oído que estamos bajo sospecha por haber intentado matar al rey de Muman!

Fidelma lo miró con igual gravedad y luego dijo:

– Estos edificios no se incendiaron de forma espontánea, Solam. El gran tejo, símbolo de nuestra tierra, no se derribó solo. Como aquellos a cuyos cuerpos se dará una sepultura conjunta tampoco se suicidaron. ¿Queréis ir a mirarlos con detenimiento?

Solam hizo una mueca de repugnancia.

– Los Uí Fidgente no son responsables de las acciones de bandidos y renegados. ¿Qué pruebas tenéis para acusarnos de estos actos?

Finguine fue quien respondió.

– Acompañadme -le ordenó en un tono grave, sin dar otra posibilidad a Solam.

Finguine se dirigió hacia la tumba recién excavada, donde las mujeres todavía lloraban y daban palmas para manifestar la pena. Algunos guerreros todavía estaban cavando una tumba. Interrumpieron la tarea cuando Finguine llegó con el abogado de los Uí Fidgente, que tiraba del burro con un guerrero a cada lado. Fidelma y Eadulf iban detrás.

Finguine se acercó a uno de los cuerpos, algo apartado de los demás y que, en vez de estar envuelto con la mortaja habitual, lo tapaba una gualdrapa vieja. El príncipe apartó un extremo de ésta con la punta de la espada sin dejar de mirar a Solam.

Bajo la gualdrapa yacía el cadáver del atacante al que habían matado.

– ¿Lo reconocéis?

Solam examinó el cuerpo con detenimiento y luego movió la cabeza para indicar que no sabía quién era.

– Bien decís la verdad, o bien sois un buen mentiroso -observó Finguine sin contemplaciones.

Volvió a tapar la cara del muerto con la punta de la espada.

– Os aconsejaría que prosiguierais el viaje a Cashel de inmediato -añadió.

Solam estaba demostrando ser un hombrecillo vehemente e impulsivo, y su carácter irascible se reflejaba en su irritación. No obstante, además parecía ser tozudo.

– ¡Es absurdo! Entro en este pueblo y me atacan, me injurian, me acusan injustamente y luego, cuando requiero hospitalidad (que además me corresponde por derecho) me piden que prosiga mi camino. Desde luego, me estáis dando buenos argumentos para mi defensa en Cashel.

Fidelma decidió intervenir.

– Sin la existencia de pruebas que demuestren la implicación de los Uí Fidgente en el ataque, primo, Solam tiene razón -se aventuró a decir-. No podemos demostrar quiénes nos atacaron. Por tanto, Solam tiene derecho a pedir y recibir hospitalidad y a descansar aquí de camino a Cashel.

Solam levantó el mentón con desafío.

– Me alegra ver que en estas tierras todavía hay alguien con sentido común -observó con mordacidad.

El primo de Fidelma expresó su renuencia, soltando un bufido largo y suspicaz.

– Muy bien. Solam puede pedir hospitalidad, pero dado que los atacantes destruyeron la única posada del pueblo, no se me ocurre dónde puede recibirla.

– En la abadía, claro está -afirmó Solam.