– No sois clérigo.
– No importa. Cualquiera puede acogerse a las normas de hospitalidad -intervino Fidelma-. Id a la abadía, Solam, y recibiréis amparo.
Solam sonrió con cierta suficiencia y se dirigió a la abadía. Luego frunció el ceño y se volvió hacia ellos: las circunstancias le hicieron moderar su obstinación.
– No esperaréis que vuelva a pasar por el pueblo sin protección, ¿no? -preguntó casi de mala manera.
Fidelma miró a Finguine. No le hizo falta decir nada para que su primo leyera en su expresión lo que ella esperaba.
El príncipe de Cnoc Áine apuntó con el dedo a uno de los guerreros.
– Escoltad al dálaigh hasta las puertas de la abadía y luego volved aquí conmigo.
El hombre torció el gesto, pero al ver el del príncipe, se encogió de hombros.
Cuando Solam se hubo marchado, Finguine movió la cabeza advirtiendo a Fidelma:
– Espero que sepáis lo que estáis haciendo. Cuanto más tiempo pase este hombre aquí, mayor peligro correrá. Son muchos los que han perdido a familiares en el ataque.
– Pero, ¿y si los Uí Fidgente no son los responsables? -planteó Fidelma.
– ¿De verdad creéis que Solam ha llegado esta mañana por casualidad?
– No tenemos motivos para pensar lo contrario… por el momento -respondió.
– Yo creo que sí -comentó Finguine-. ¿Por qué iba a pasar por Imleach alguien que se dirige a Cashel, procedente del país de los Uí Fidgente? Queda demasiado hacia el sur del camino que va de su tierra a Cashel.
Fidelma le sonrió y dijo:
– Eso ya lo he tenido en cuenta. Pero la astucia es superior a la fuerza. Si Solam está aquí para perpetrar algún acto de traición, observémosle y veamos adónde nos conduce. De este modo quizá podamos colocar un cepo para cazar al lobo.
– Más vale tener al lobo por las orejas, que dejarlo suelto entre las ovejas -dijo a su vez Finguine.
– No lo dejaremos suelto; atadlo con una cuerda larga y sabréis adónde quiere ir. No os preocupéis; yo tampoco creo que su llegada sea casual.
Finguine abrió la boca para hablar, pero Fidelma ya se alejaba.
Perplejo, Eadulf avivó el paso tras ella.
– No puedo sacar nada en claro. Si los Uí Fidgente fueron los atacantes de anoche, ¿para qué iba a querer este tal Solam venir aquí por la mañana?
– La especulación sin conocimiento es baldía -respondió Fidelma sin más.
Regresamos a la calle principal.
– Bueno, ¿dónde hemos visto al hermano Bardán?
Eadulf se reprendió a sí mismo en silencio. Con la confusión causada por la llegada de Solam, había olvidado la razón por la que habían ido hasta el pueblo.
– No le he visto -respondió.
Fidelma movió la cabeza para amonestarlo burlonamente.
– Cuando mi primo y sus dos hombres han salido de una casa, ¿no habéis visto que el hermano Bardán iba detrás?
Eadulf movió la cabeza a modo de disculpa.
– ¿No le habéis visto? -insistió Fidelma.
– Sólo me he fijado en la casa de donde ha salido vuestro primo. Ésa de ahí, al otro lado de la calle.
Cruzaron en aquella dirección. Era una casa de una sola planta. El tejado de paja estaba intacto, aunque los edificios adyacentes no habían corrido la misma suerte: la paja de una estaba chamuscada y la de la otra, totalmente quemada. Pero la de en medio había tenido suerte.
Fidelma llamó a la puerta. Al principio no obtuvo respuesta, pero luego oyeron unos pasos arrastrados.
La puerta se abrió y apareció Nion, el herrero y bó-aire del pueblo. Aún iba con la capa larga sujeta con el broche solar de plata y granates. Miró extrañado a Fidelma.
– ¿Qué puedo hacer por vos, señora?
La pierna vendada le obligaba a descansar el cuerpo con torpeza contra la jamba de la puerta, apoyándose en ella con una mano.
Fidelma le sonrió amablemente.
– Podéis sentaros para no tener que apoyar peso sobre la pierna herida, Nion. Luego hablaremos.
Aunque reacio, Nion se vio obligado a entrar en la casa a petición de Fidelma. Eadulf los siguió adentro, cerrando la puerta al pasar. Nion se acercó cojeando a un taburete para sentarse y miró a Fidelma con desconcierto.
– ¿Es vuestra casa? -le preguntó, mirando a su alrededor.
En el interior había una única sala con un gran fuego al fondo. Una escalera conducía a un desván, donde estaban los dormitorios.
– Sí. La forja es mi lugar de trabajo.
– Creía que dormíais en la parte de atrás de la forja -observó Eadulf con suspicacia.
– Dije que estaba durmiendo en la forja cuando empezó el asalto. Últimamente estoy trabajando hasta tarde; a veces lo hago. Esta casa me corresponde como bó-aire.
Eadulf no pudo evitar señalar algunos aspectos de su respuesta.
– Cierto, cierto. Y, dado que esto está intacto cuando han destruido la forja, sin duda sois afortunado por tener dos casas y no padecer la indignidad de no tener dónde dormir mientras reconstruyen la forja.
Nion hizo una seña cortante con la mano.
– No habéis venido para felicitarme por mi casa, señora. ¿Por qué estáis aquí?
– Antes, al pasar por aquí, no he podido evitar ver a mi primo y sus guerreros.
– Claro -respondió de inmediato-. Vuestro primo acudió a mí para consultarme algo. Al fin y al cabo, yo soy el bó-aire.
– Tenéis toda la razón -dijo Fidelma, e hizo una breve pausa-. ¿Y a qué ha venido el hermano Bardán? Tenía que consultaros algo… como bó-aire, ¿verdad?
Nion ni siquiera pestañeó ante la firmeza de su tono.
– Claro -afirmó.
– Ya veo. Supongo que no puedo preguntaros sobre el motivo de su visita por una cuestión de confidencialidad.
– No -respondió Nion, moviendo la cabeza-. Aunque no veo qué interés puede tener. Bardán ha venido a preguntarme si ya podía enterrar el cuerpo del guerrero que mataron anoche. Le he dado permiso para que lo entierre cerca de las tumbas de los nuestros. Sólo eso.
Parecía una respuesta plausible, pero algo inquietaba a Fidelma.
– ¿Dónde está el hermano Bardán ahora?
Nion extendió una mano mostrando la sala, invitándola a buscarlo.
– No tengo ni idea. El hermano Bardán se ha marchado cuando ese abogado ladino de los Uí Fidgente ha llegado para ver el daño que han causado los suyos.
– No habréis visto en qué dirección iba el hermano Bardán al salir de vuestra casa -insistió Fidelma.
– No. Si os acordáis, yo os he seguido para ver a qué se debía el alboroto.
– Habéis sido uno de los últimos en llegar -observó Eadulf, sin disimular la crispación que le causaban las evasivas del herrero.
Nion señaló a la pierna herida, diciendo con sarcasmo:
– No es que pueda correr precisamente.
Eadulf enrojeció.
– Mi compañero no pretendía ser insensible -dijo Fidelma, sonriendo para excusarlo-. Aun así, ¿no tenéis una ligera idea de adónde puede haber ido el hermano Bardán?
– No. Puede que esté en el cementerio…
– Venimos de allí -dijo Eadulf.
– Entonces probad en la abadía.
Fidelma se volvió hacia la puerta y luego se detuvo para mirar de cara al herrero.
– Mientras Solam esté aquí, tratadle con el respeto que merece cualquier dálaigh que se halle de visita. No tenemos ninguna prueba de que no sea quien es. Si sufre algún daño, el culpable responderá ante la ley.
Como Nion no dijo nada, Fidelma levantó el cerrojo y Eadulf la siguió a la calle. Una vez fuera se detuvieron y Eadulf le reprochó:
– Le hablabais como si sospecharais de él.
– Ah, ¿sí? -comentó sin más.
Regresaron en silencio a la abadía. Eadulf no dijo nada porque le pareció que Fidelma estaba sumida en sus pensamientos, por lo que era preferible no interrumpirla.
Cuando llegaron a la abadía era mediodía y las campanas tocaban el ángelus.