– Me habéis desconcertado, hermano Conchobar. Ahora estaré intranquila hasta que no haya regresado mi hermano.
– Lamento haberos causado tal preocupación, Fidelma de Cashel. Espero haberme equivocado.
– El tiempo dirá, hermano.
– El tiempo todo lo revela -asintió Conchobar en voz baja, citando un antiguo proverbio.
Inclinó la cabeza en señal de despedida y, con la espalda encorvada, dio media vuelta para dirigirse pausadamente a las almenas, apoyado en un grueso cayado de endrino. Fidelma no apartó la vista de él, sin poder apaciguar la desazón que la embargaba. Conocía al hermano Conchobar desde que naciera, desde hacía treinta años. De hecho, él había ayudado en el parto. Era como si hubiera vivido en el vetusto palacio de Cashel desde tiempos inmemoriales. Había servido a su padre, el rey Failbe Fland mac Aedo, a quien Fidelma no recordaba bien, pues murió el año en que ella nació. Conchobar también había servido a sus tres primos, los cuales sucedieron a su padre en el trono respectivamente. Ahora servía a su hermano, Colgú, proclamado rey de Muman hacía tan sólo un año. El hermano Conchobar estaba considerado un sabio del estudio de los cielos y la elaboración de mapas de las estrellas y los cursos que seguían.
Fidelma conocía bien a Conchobar, lo suficiente para saber que no había que tomar sus pronósticos a la ligera.
Miró al cielo melancólico y se estremeció antes de bajar de las almenas para dirigirse a uno de los tantos patios del gran complejo palaciego que se alzaba sobre la montaña de piedra caliza. Aquí y allá había patios muy pequeños y jardines más pequeños todavía. El conjunto de edificios estaba rodeado por una elevada muralla defensiva.
Mientras Fidelma cruzaba el patio empedrado hacia la entrada de la capilla real, el sonido de niños jugando la hizo mirar arriba. Sonrió al ver a unos chiquillos que usaban la pared de la capilla para jugar al rothchless, la «hazaña de la rueda». A su hermano Colgú solía encantarle ese juego cuando eran pequeños, ya que siempre ganaba. Para jugar hacía falta tener fuerza en un brazo, porque consistía en lanzar un pesado disco circular contra una pared. Ganaba quien conseguía lanzarlo más alto. Según la antigua leyenda, el célebre guerrero Cúchullain lanzó un disco tan alto, que sorteó la pared y el tejado del edificio.
Uno de los niños soltó un grito de júbilo al obtener una buena marca con el disco. Un hostalero que pasaba por allí se acercó a reprenderles.
– Grato es el sonido de una boca cerrada -dijo para reñirles, moviendo el índice.
Citó casi el mismo proverbio que había pronunciado el hermano Conchobar hacía un momento.
El sirviente se dio la vuelta y, al ver a Fidelma, saludó. A espaldas de aquél, los niños se pusieron a hacer muecas, pero ella fingió no haberse dado cuenta.
– Ah, mi señora Fidelma, estos críos… -suspiró el anciano sirviente, dirigiéndose a ella con el respeto propio de su condición real, como hacían todos los de Cashel-. Ciertamente, mi señora, el ruido que hacen rompe la tranquilidad de esta hora del día.
– Pero si sólo son niños jugando, Oslóir -objetó, seria.
A Fidelma le gustaba conocer por su nombre a todos los sirvientes del palacio de su hermano.
– Una vez -añadió-, un gran filósofo griego dijo: «Jugad para ser un día personas serias y respetables». Así que dejad que jueguen ahora que son jóvenes. Les quedan muchos años en que habrán de entregarse a la discreción.
– ¿No creéis que el silencio es el estado ideal? -protestó el hostalero.
– Depende. Demasiado silencio puede causar padecimiento. Todo puede ser excesivo, hasta la miel.
Sonriendo a los niños, se encaminó hacia las puertas de la capilla real. Cuando se disponía a subir las escaleras, una de ellas se abrió de golpe y apareció un joven monje vestido con un sencillo hábito de lana. Era fornido y tenía abundante cabello rizado, que llevaba cortado en forma de corona spina, la tonsura circular de san Pedro de Roma. Sus ojos marrón oscuro tenían un brillo acuoso, en un rostro de rasgos afables y en cierto modo bellos.
– ¡Eadulf! -lo saludó Fidelma-. Ahora mismo iba a buscaros.
El hermano Eadulf de Seaxmund's Ham, del reino de los South Folk, había sido enviado allí como emisario del rey de Cashel, en nombre de otro dignatario, el mismísimo Teodoro, arzobispo de Canterbury. En cuanto la vio la saludó con una mueca.
– Esperaba veros en la misa de esta mañana, Fidelma.
Ella lo miró con una sonrisa, una de sus raras sonrisas pícaras.
– ¿Percibo cierta censura en vuestra voz? -le preguntó.
– Cierto, pues una de las principales obligaciones de una religiosa es asistir a la misa matinal del Sabbath.
La Iglesia irlandesa celebraba el Sabbath los sábados.
– En realidad, lo primero que he hecho esta mañana ha sido asistir a laudes -lo contradijo con mordacidad-. Y se han celebrado antes de la primera luz del día, cuando, según se me ha dicho, vos todavía dormíais.
Eadulf enrojeció.
Fidelma se arrepintió enseguida de haberle dicho aquello y extendió el brazo para tocarle la manga.
– Debí haberos avisado. El día de San Ailbe aquí es costumbre asistir a laudes para dar gracias a Dios por su vida. Además, mi hermano tenía que partir de Cashel antes de romper el alba, hacia el Pozo de Ara. Nos hemos levantado temprano.
La explicación no pudo aplacar la vergüenza de Eadulf, que se limitó a acomodar su paso al de Fidelma. Cruzaron el patio hacia la Gran Sala de Cashel.
– ¿Por qué es tan importante este día? -quiso saber, algo molesto-. Todos cantan las alabanzas a san Ailbe, aunque debo confesar que no sé nada de su vida ni de su obra.
– No veo por qué un forastero debiera saber nada de él -observó Fidelma-. Es nuestro santo patrón, el santo protector del reino de Muman. Hoy es el día en que la Ley de Ailbe se dio a conocer a nuestro pueblo.
– Comprendo -concedió Eadulf-. Ahora veo por qué es un día tan especial. Decidme, ¿por qué está considerado el protector de Muman y qué es la Ley de Ailbe?
Entraron juntos en el salón real, al otro lado de la Gran Sala del palacio, que a aquellas horas de la mañana estaba casi vacía. Sólo había algún que otro sirviente que iba de un lado a otro con discreción, ya preparando el fuego en la enorme chimenea, ya limpiando, ya barriendo los suelos con escobas de ramas.
– Ailbe era un hombre de Muman, nacido en el noroeste del reino, en el seno de la familia de Crónán, un jefe del pueblo de Cliach.
– ¿Era hijo del jefe?
– No. Era hijo de una sirvienta del jefe que había quedado encinta y falleció al dar a luz. Siempre ha habido controversia en cuanto a su filiación paterna. Tanto enfureció al jefe que el nacimiento matase a una criada favorita, que quiso ahogar al niño. Cuentan que se llevaron al infante a salvo de Cliach para abandonarlo en el bosque, pero una vieja loba lo halló y lo crió.
– Ah, he oído muchas historias como ésta -observó Eadulf con cinismo.
– De hecho, tenéis razón. Sólo sabemos que, de adulto, Ailbe salió de Muman y se convirtió a la Nueva Fe en Roma, donde fue bautizado. El obispo de Roma le obsequió con un hermoso crucifijo de plata como símbolo de su función y lo envió de vuelta a Irlanda para convertirse en obispo de los cristianos. Esto sucedió incluso antes de que el santísimo Patricio desembarcara en nuestra costa. Mi antepasado, el primer rey cristiano de Muman, Oenghus mac Nad Froích, fue convertido a la Fe por Ailbe. Y Ailbe y Patricio participaron en la ceremonia bautismal del rey aquí, en la misma Roca de Cashel. Tras el bautizo, el rey Oenghus decretó que a partir de entonces Cashel sería la primacía de Muman y seguiría siendo la capital, y que Ailbe sería el primer pastor del rebaño en el reino.
Se sentaron junto a una ventana de la Gran Sala, cuyas vistas alcanzaban al límite oeste del municipio y ofrecían una perspectiva de las lejanas montañas del suroeste, al otro lado de las llanuras. Eadulf se estiró y se vio obligado a contener un bostezo por si ofendía a Fidelma. Pero su amiga no lo advirtió siquiera, pues tenía la mirada detenida en los rutilantes bosques del lejano valle. Una parte de su mente seguía pensando en la sombría predicción del hermano Conchobar. No sabía si podía afectar a la seguridad de su hermano, Colgú. Todos estaban al corriente de que había ido al Pozo de Ara, un vado del río Ara, para encontrarse con el mayor de los enemigos de los reyes de Cashel. Los príncipes Uí Fidgente habían sido adversarios de su familia desde que ella tenía uso de razón. Cierto que a Colgú le acompañaba la escolta personal; aun así, ¿correría acaso algún peligro? Reparó en que Eadulf le estaba preguntando algo.