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Fidelma y Eadulf no se dijeron nada al entrar en la capilla. Fue una decisión tácita e individual la de unirse a los demás. Dirigía la salmodia el abad Ségdae, que parecía haber recuperado el ánimo. Su voz destacaba por encima de las de la congregación.

– Oculi omnium in Te aspiciunt et in Te sperant!

Aquellas palabras se clavaron en la mente de Fidelma. Bajó la cabeza y tradujo para sí: «Los ojos de todas las cosas te contemplan y tienen esperanza en ti». Era como si Ségdae le recordara sus responsabilidades. Sin embargo, por primera vez en su vida estaba sumamente confusa. Hasta entonces, en todas las investigaciones que había emprendido, sólo había un camino que seguir. Ahora veía varios caminos y varios misterios que no tenían por qué estar relacionados, o eso podía parecer. Pero, ¿lo estaban en realidad? Ni siquiera estaba segura.

Apenas prestó atención al resto del oficio, hasta que cantaron el último salmo y la congregación, arrastrando los pies, empezó a pasar al refectorio para el etar-suth, o comida principal del día. Como era costumbre, todos se quitaron zapatos y sandalias para entrar. Ella casi ni se dio cuenta de haberse descalzado, haber entrado y haberse sentado a una de las largas mesas de madera. No estuvo pendiente cuando el abad dio las gracias en latín, tras lo cual se desató un suave murmullo en el momento de empezar a comer la comunidad.

La mayoría de las comidas de mediodía solían estar constituidas de una dieta ligera a base de pan, queso y fruta, acompañada de agua o cerveza, según el gusto de cada cual. Fidelma comía de forma mecánica, sin dejar de preocuparse por los asuntos que la perturbaban.

En un momento dado, se dio cuenta de que alguien le estaba hablando.

Levantó la cabeza y vio al administrador de la abadía, el hermano Madagan, que todavía llevaba la cabeza vendada y estaba algo pálido, aunque de buen humor. Entonces Fidelma advirtió que el refectorio estaba casi vacío, salvo por unos pocos, entre los cuales se hallaba Eadulf, sentado a su lado a la espera de que saliera de su ensimismamiento. El hermano Madagan se sentó en un banco delante de ella.

– Quería daros las gracias a vos y al hermano Eadulf por no haberme dejado fuera durante el asalto -dijo el hermano Madagan-. No recuerdo gran cosa entre el momento del golpe y el momento en que me arrastrasteis al patio de la abadía, pero el hermano Tomar me lo ha contado. Me ha dicho que esa pobre descarriada, Cred, fue abatida y que mataron al pobre hermano Daig. Y vosotros dos arriesgasteis la vida para salvarme.

– ¿Cómo está la herida, hermano, mejor? -preguntó Fidelma con cierto desdén.

A pesar del esfuerzo que hacía el administrador por ser amable, no se hacía querer. A Fidelma seguía sin gustarle. Tenía la mirada fría, y Fidelma veía cierta falta de piedad en ellos.

– Y gracias -reconoció el hermano Madagan-. Por suerte, el guerrero me atizó con la parte plana del filo. La cabeza no dejaba de palpitarme como el martillo de un herrero contra el yunque. Tengo un chichón como una bola de camán.

La bola de camán, llamada liathróid, medía algo más de diez centímetros de diámetro; estaba hecha de algún material ligero y elástico, como hilo de lana, que se enrollaba en varias capas y se cubría con cuero. Se empleaba para jugar al hurley.

– Os dábamos por muerto -dijo Eadulf.

– No es tan fácil que ganen los impíos -entonó el hermano Madagan piadosamente, aunque en su voz se percibía una fría nota de odio.

– Aunque han causado muerte y destrucción -señaló Fidelma.

– Eso me ha dicho sor Scothnat -dijo Madagan con una mirada gélida-. Ay, no debí pretender frenar al guerrero alegando que esto es un santuario religioso. Era imposible que entendiera el término. Sólo entendía la lengua del acero.

– ¿Habéis dicho que empezasteis a volver en sí cuando os arrastramos a este lado de las puertas? -preguntó Fidelma.

– Así es. Aunque lo recuerdo vagamente, y creo que estaba más inconsciente que despierto. Recuerdo el alivio que sentí al oír el golpe de las puertas al cerrar. Sor Scothnat me ha dicho que entonces fue cuando llegó vuestro primo, el príncipe de Cnoc Áine, y ahuyentó a los atacantes.

Fidelma pareció detenerse a pensar un momento.

– ¿Recordáis el momento en que os llevaron a vuestra celda? -le preguntó.

Madagan afirmó levemente con la cabeza. Hizo un gesto de dolor, como si el movimiento le hubiera dado una punzada en la herida.

– ¿Recordáis algo de lo que pasó antes?

El administrador reflexionó unos instantes y luego preguntó:

– ¿Como por ejemplo?

– Decís que recordáis el momento en que se os arrastró al patio.

– Así es. Recuerdo el lamento de algunos hermanos por el joven Daig. Y es que sólo tenía diecisiete años.

– Cerca, en el suelo, atado, también estaba el guerrero capturado.

El hermano Madagan parpadeó varias veces con la mirada encendida.

– Sor Scothnat me ha dicho que lo habían capturado vivo. Si entonces hubiera sabido lo que ahora sé, me habría levantado y lo habría matado yo mismo -dijo sin poder ocultar la intensidad en el tono, pero luego vaciló un instante y se calmó-. ¿Me censuráis por pensarlo? ¿Acaso un hermano de la Fe no debe expresar sentimientos naturales como el odio y la rabia? Pero es que el hermano Daig era un alma tan bondadosa; jamás habría hecho daño a nadie. Su alma no albergaba violencia ninguna, y aquel animal lo mató. Yo no rezaré por su alma, sor Fidelma.

Se hizo un breve silencio.

– No os pediré que lo hagáis -dijo Fidelma con gravedad-. Lo que os pido es que tratéis de recordar, hermano Madagan. ¿Os acordáis del momento en que se os llevó a vuestra habitación?

El hermano Madagan se frotó la barbilla.

– Vagamente. El boticario vino a examinarnos a los dos, creo. Se inclinó sobre mí. Yo todavía estaba recobrando la conciencia. Vio que había recibido un golpe en la cabeza y que no era una herida abierta, y pidió a dos hermanos jóvenes que me acompañaran a mi aposento y me limpiaran y vendaran la cabeza.

– ¿El boticario? -preguntó Eadulf, inclinándose con interés sobre la mesa.

– El hermano Bardán. No tenemos otro boticario.

– ¿Qué ocurrió después?

– Me llevaron a mi celda, como les ordenó.

– ¿Examinó a los demás antes que a vos? ¿U os examinó antes que a nadie? -preguntó Fidelma.

– Según recuerdo… no olvidéis que estaba medio inconsciente… creo que primero examinó al hermano Daig. Estaba muy afectado por su muerte. Eran muy amigos. Hasta que el hermano Tomar no le dijo que debía mirar por los vivos, no me examinó. Mientras lo hacía, otros dos hermanos retiraban el cuerpo de Cred, y otros dos, el del hermano Daig -dijo, haciendo una mueca-. Creo que lo último que recuerdo es haber oído al mercader quejándose y discutiendo con el hermano Bardán.

– ¿El mercader? ¿Samradán? -preguntó Fidelma al instante-. ¿Se hallaba en el patio en ese momento? Se suponía que estaba en el sótano de la capilla, escondido con las mujeres del monasterio.

– No. Recuerdo con toda claridad que estaba en el patio y que discutía con el hermano Bardán. Le estaba exigiendo algo. Creo que le exigía protección. Ahora me acuerdo: el hermano Bardán le gritaba que debía arreglárselas solo porque había muertos y moribundos. Me temo que el mercader es un hombre demasiado egoísta.

– ¿Que se las arreglara, porque había muertos y moribundos? ¿Eso dijo Bardán?

– Sí, eso dijo. Me habéis refrescado la memoria, Fidelma.

– ¿Vos fuisteis el último en ser retirado del patio?

– A excepción del atacante -afirmó el hermano Madagan.

– Bueno, me alegra saber que os estáis recuperando, hermano Madagan -dijo Fidelma, poniéndose de pie, a lo cual el hermano Madagan siguió su ejemplo con vacilación.