– Sor Scothnat dice que el ataque fue perpetrado por los Uí Fidgente. ¿Es cierto?
– No lo sabemos todavía -puntualizó Fidelma-. Por el momento, la sospecha recae sobre ellos.
El hermano Madagan suspiró.
– Debemos sospechar de nuestros enemigos. Es nuestra única defensa contra la traición.
– La suspicacia engendra suspicacia, hermano Madagan -discrepó Fidelma-. Si permitís que la suspicacia se adueñe de vuestro corazón, no habrá cabida para la confianza.
– Quizá tengáis razón -dijo el hermano Madagan-. Sin embargo, podemos confiar en Dios…, pero debemos atar bien a nuestro caballo de noche. Sólo lo pregunto porque acaba de llegar un Uí Fidgente, y no me gusta nada. Dice ser un dálaigh.
– Ya lo sé. Es lo que dice ser, hermano Madagan. Se llama Solam y está de paso hacia Cashel para representar al príncipe ante los brehons. Yo represento a la parte contraria.
– ¿Ah, sí? -se sorprendió el hermano Madagan, que hizo asomo de decir algo más, pero se limitó a sonreír y a marcharse casi bruscamente.
Eadulf miró a Fidelma para comentarle:
– El hermano Bardán y Samradán estaban en el patio con el guerrero. Yo apostaría a que fue el hermano Bardán. Creo que es el principal sospechoso. Queda claro que lo movió la venganza por su amigo, el hermano Daig.
Fidelma consideró la posibilidad.
– Tal vez -dijo-. Pero tengo una duda. Podría ser que mataran al guerrero para evitar que revelara quién le había enviado a él y a sus compañeros. Además, no olvidéis que ha desaparecido el contenido de la alforja del guerrero que está en las cuadras. ¿Para qué querría el hermano Bardán el contenido de la alforja si mató por venganza al guerrero?
Eadulf soltó un quejido, pues se había olvidado del motivo principal por el que habían ido en busca del hermano en cuestión.
– Más vale que encontremos al hermano Bardán -dijo-. No le he visto ni en la misa ni en la comida.
Le sorprendió oír a Fidelma decir:
– Por el momento no hace falta interrogarle. Ya sabemos dónde estaba cuando apuñalaron al guerrero. Sabemos que tenía el tiempo y la ocasión. Pero no me acaba de encajar con todo lo que ha sucedido hasta ahora. ¿Estáis seguro de no haber visto al hermano Bardán en el refectorio?
– No, no le he visto.
– No debemos quitarle el ojo de encima, pero sin alarmarlo.
– Nadie ha dicho ni media palabra sobre el hallazgo de los restos del carrero de Samradán -añadió Eadulf con un escalofrío involuntario.
Fidelma arrugó la nariz con un gesto de repelús.
– A veces nunca se encuentra a la gente atacada por lobos. Rezaré por el reposo de esa pobre alma.
Entraron en el claustro. Se disponían a cruzar el patio hacia la casa de huéspedes, cuando Eadulf tiró de Fidelma para ocultarse en la penumbra.
Abrió la boca para quejarse, pero Eadulf se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio. Éste señaló con la cabeza el pasillo enclaustrado al otro lado del patio, hacia donde ella miró.
Allí estaba la figura menuda y pálida de Solam, el dálaigh de los Uí Fidgente. Hablaba animadamente haciendo aspavientos. Parecía entusiasmado. Fidelma no veía bien con quién hablaba, ya que el interlocutor estaba detrás de una de las columnas del claustro. Indudablemente, se trataba de un clérigo por lo único que alcanzaban a ver, la silueta de alguien con un hábito.
– Nuestro querido jurista parece algo agitado -murmuró Eadulf.
– ¿Por qué será? -se preguntó Fidelma-. ¿Podemos acercarnos sin que nos vean?
– No creo.
– Probémoslo.
Empezaron a caminar despacio y en sigilo por un lado de la galería que rodeaba el patio, antes de girar en la siguiente. Desde allí oían la voz de Solam, pero no percibían qué decía.
Entonces calló, como si hubiera interrumpido su discurso.
– Creo que nos han visto -susurró Eadulf.
– Caminad como si no les hubierais visto -propuso Fidelma a media voz, y aceleró un poco el paso.
Cuando llegaron al pasillo donde estaban aquéllos, las dos figuras se habían desvanecido. Solam sólo podía haber entrado por una de las puertas laterales que daban a la casa de huéspedes. En cuanto al otro, oían el golpeteo del cuero de las sandalias contra las losas, al paso apresurado del que las llevaba. Eadulf se adelantó a toda prisa y se asomó por los arcos de piedra para mirar al otro lado del patio. Oyeron el golpe de una puerta al cerrarse.
En aquel momento, el abad Ségdae apareció por otra puerta. Se detuvo al ver a Eadulf allí de pie, resollando por la repentina carrera.
– He oído un portazo -dijo el abad con desaprobación.
Eadulf lo miró con un rostro falto de expresión y explicó:
– Sí. Creo que un hermano ha salido con prisas del patio por el fondo.
– Qué vergüenza. Aunque haya prisa, un miembro de la abadía sabe que no se deben dar portazos que perturben la paz de Dios en este santo lugar.
Fidelma se acercó a ellos al oír el comentario del abad.
– En ocasiones, el deseo de cumplir cuanto antes un propósito nos hace olvidar las convenciones, Ségdae -susurró.
– Si descubro al culpable, le impondré la sanción necesaria para que recuerde la lección -musitó el abad con enfado, y se marchó a grandes zancadas.
Fidelma se volvió hacia Eadulf, pensativa.
– Ahora que recuerdo… ¿No fue el hermano Daig quien dijo que lo había despertado un portazo en plena noche? No creía habitual que un miembro de la comunidad dé portazos. Quizá se trate de la misma persona en ambos casos. Lástima que no sepamos quién es.
Eadulf sonrió con presunción.
– Creo que sí… Creo que sí sabemos quién es.
Fidelma casi tragó saliva por la sorpresa.
– ¿Habéis reconocido a la persona? ¡Decidme, entonces! ¿De quién se trata? -exclamó con un grito contenido.
– Se ha vuelto un poco al cerrar la puerta, donde la luz del otro lado le daba de lleno. Era el hermano Bardán.
CAPÍTULO XV
Fidelma había enviado a Eadulf a solicitar de Ségdae cuanta información fuera posible sobre el pasado del hermano Bardán, bajo estrictas instrucciones de decirle al abad que no se dijera nada que pudiera hacer pensar a aquél que estaba siendo investigado. Por su parte, Fidelma iría en busca del vehemente dálaigh de los Uí Fidgente.
Al final lo encontró en la tech screpta, la biblioteca de la abadía. Imleach albergaba una de las mayores bibliotecas del reino, con unos doscientos libros manuscritos. Buena parte de esos libros no se guardaban en estanterías, sino en bolsas de piel colgadas de unos ganchos o unas estanterías que había en las paredes. Cada bolsa contenía un volumen manuscrito. Aunque en una sección de la biblioteca se guardaban volúmenes encuadernados en cuero labrado con adornos bañados con plata. Algunos, unos pocos, se guardaban en unas cajetillas llamadas labor-chomet, o contenedores de libros, hechos de metal a fin de conservar obras de gran valor. Entre éstos se contaban La confesión de Patricio, los primeros Anales de Imleach y una Vida de Ailbe.
En la biblioteca de Imleach había, además, una zona donde los escribas trabajaban y estudiaban. Cuando Fidelma entró, varios miembros de la comunidad se hallaban inclinados, copiando libros. Las copias se realizaban encima de unas largas tablas rectangulares, delgadas y lisas, sobre las cuales se extendía papel de vitela. El papel se obtenía de la piel de oveja, cabra o ternera. Los escribas empleaban una tinta hecha de carbón, que guardaban en cuernos de vaca, y la labor se realizaba con plumas de oca, de cisne y hasta de cuervo.
Se fijó en que algunos escribas estaban leyendo de los flesc filidh -barras, duelas o varillas del poeta-, hechos de madera de tejo o manzano, donde se grababa el Ogham, la antigua forma de escritura irlandesa.