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Eadulf estaba con el abad Ségdae en la celda privada de éste. Ambos levantaron la cabeza con sorpresa al ver entrar a Fidelma, que fue al grano:

– ¿Cómo es posible que el hermano Bardán sepa que os mostré el esbozo de un crucifijo que descubrimos encima de uno de los asesinos de Cashel, el cual se identificó como una de las Reliquias desaparecidas de Ailbe?

El anciano abad de rasgos falcónidos parpadeó.

– Yo no se lo dije -protestó-. Pero todo el mundo sabe que las Reliquias y el hermano Mochta se han desvanecido, Fidelma.

– Pero nadie tendría por qué saber que el crucifijo fue hallado en el cuerpo del asesino.

El abad abrió las manos.

– No me pareció que debiera mantenerse en secreto entre los religiosos superiores de la abadía. Las Reliquias constituyen una gran preocupación para todos nosotros. Al fin y al cabo, somos la primacía de este reino. Aquí acuden los reyes Eóghanacht para prestar juramento junto al antiguo tejo. ¿Por qué iba a ser un secreto?

– No os echo la culpa de nada, Ségdae -lo tranquilizó Fidelma-. Decidme, ¿a quiénes lo mencionasteis?

– Se lo dije al hermano Madagan por ser el administrador de la abadía.

– ¿Y al hermano Bardán? ¿Se le dijo a él?

– La abadía es una comunidad de vínculos estrechos. Las noticias vuelan. Es imposible mantener secretos entre los hermanos y las hermanas de la Fe.

Fidelma suspiró para sí. El abad tenía toda la razón.

Saltaba a la vista que Ségdae estaba preocupado por la forma en que miraba ora a Fidelma, ora a Eadulf.

– ¿Por qué ambos mencionáis al hermano Bardán? -les preguntó-. El hermano Eadulf también me estaba interrogando sobre él. ¿Sospecháis que puede haberse conducido de un modo impropio para un miembro de esta abadía?

– Ya le he explicado al padre abad que sólo queremos aclarar algunos aspectos circunstanciales -se apresuró a intervenir Eadulf.

– Así es, Ségdae -coincidió Fidelma-. Seguramente Eadulf ya os habrá pedido absoluta discreción al respecto. Como comprenderéis, para descubrir la verdad, en ocasiones es menester preguntar acerca de algunas personas a fin de comprobar ciertos hechos. No se trata de ninguna afrenta a su reputación ni de sospecha alguna de haber obrado mal. Por eso nos gustaría que no se comentara nada acerca de estas indagaciones sobre el hermano Bardán.

El abad se mostraba desconcertado, pero dio su asentimiento.

– No hablaré con nadie de esto.

– Ni siquiera con el administrador, el hermano Madagan -insistió Fidelma.

– Con nadie -subrayó el abad-. Antes le he dicho a Eadulf que tengo plena confianza en el hermano Bardán. Ha estado con nosotros unos diez años, trabajando como boticario y embalsamador.

– El abad me ha dicho que procede de la región -explicó Eadulf-. Que era herborista antes de ingresar en la escuela médica del monasterio de Tír dhá Ghlas. Se hizo boticario y embalsamador y luego se unió a la comunidad de Imleach.

– ¿Fue guerrero? -preguntó Fidelma.

– Nunca -respondió el abad, extrañado-. ¿Qué os hace pensar que lo fuera?

– Era sólo una idea. ¿Sabéis si era muy amigo del hermano Mochta?

– Todos somos hermanos y hermanas en esta comunidad. La habitación del hermano Bardán estaba al lado de la del hermano Mochta. No tengo ninguna duda de que serían amigos. Como el hermano Daig; pobre chiquillo. No hace mucho, el hermano Bardán solicitó permiso para formar a Daig y para que éste le ayudase en la botica.

– Así, que vos sepáis, el hermano Bardán y el monje desaparecido no mantenían una relación estrecha -insistió Fidelma.

El abad Ségdae movió la cabeza.

– No sabría deciros. En esta comunidad todos somos uno mismo ante Dios.

Fidelma asintió, casi absorta.

– Muy bien -dijo, y abrió la puerta-. Gracias, Ségdae.

El abad parecía preocupado.

– ¿Se sabe algo más sobre la resolución de este misterio? -preguntó con inquietud.

– En cuanto sepa algo, os lo comunicaré -respondió Fidelma lacónicamente y, una vez fuera, propuso a Eadulf-: Vayamos a examinar otra vez el aposento del hermano Mochta.

– ¿Se os ha ocurrido algo? -preguntó él, siguiéndola por el corredor.

Fidelma captó la expectación en su voz y tuvo que responderle mediante un gruñido sardónico.

– Con este caso, Eadulf, estoy totalmente perdida. Cuando creo que he visto alguna relación entre los hechos, ésta se desvanece al instante. Sólo hay sospechas. Con estas pruebas nunca me ganaría la simpatía del tribunal. Ahora nos queda menos de una semana para recopilar pruebas.

– Pero si no encontramos pruebas contra los responsables, la otra parte tampoco puede tenerlas para su propia defensa -señaló Eadulf.

– No funciona así. El príncipe Donennach era un invitado bajo la protección de mi hermano cuando los asesinos perpetraron el ataque. Mi hermano respondía por la seguridad de sus invitados. Ahora debe demostrar que él no ha sido el responsable. El príncipe Donennach no tiene que demostrar que la culpa recae sobre mi hermano.

– No sé si lo he entendido bien.

– Mi hermano sólo será absuelto de su responsabilidad si puede demostrar que se trata de una conspiración de los Uí Fidgente o de otra facción.

– Es un punto muy sutil -observó Eadulf.

– Sin embargo, es el fulcro de la ley.

– Bueno, ¿y qué esperáis encontrar ahora en el cuarto del hermano Mochta? Ya lo hemos examinado.

Habían llegado a la puerta de la habitación.

– No sé qué espero encontrar -confesó Fidelma-. Algo. Algo que nos saque de esta ciénaga.

El ruido de algo cayendo al suelo les sobresaltó y provocó que se miraran el uno al otro. Al parecer, el sonido procedía de la habitación del hermano Mochta.

Fidelma se llevó un dedo a los labios y, con cuidado, acercó la mano al picaporte y la cerró. Entonces, con un movimiento rápido, abrió la puerta. Como había imaginado, no estaba cerrada con llave.

Finguine, príncipe de Cnoc Áine, que estaba arrodillado en el suelo, levantó la vista con un gesto de sorpresa. Tras unos instantes de silencio, se puso de pie y se sacudió el polvo de las rodillas.

– Fidelma, ¡menudo susto me habéis dado! -la reprendió.

– Como vos a nosotros -se quejó Eadulf.

– ¿Qué hacéis aquí, primo? -preguntó Fidelma a la vez que echaba una rápida mirada a la habitación.

Finguine compuso una mueca extraña.

– He oído decir al administrador de la abadía…

– ¿El hermano Madagan? -intervino Eadulf.

– El mismo. Me habló de la desaparición y solicité ver el cuarto. Parece que hubo un enfrentamiento y que se llevaron al pobre hermano por la fuerza. Quizá lo obligaron a coger las Reliquias de la capilla y luego se lo llevaron a las colinas. Y una vez allí, seguramente lo mataron.

Fidelma se quedó mirando a su primo un momento y le preguntó, muy seria:

– ¿Así interpretáis vos los hechos, Finguine?

– No creo que haga falta mucha imaginación para interpretar esto -respondió Finguine, extendiendo la mano para señalar el cuarto.

– Pero… -empezó a decir Eadulf, pero al ver el fuego gélido de los ojos de su compañera, calló de golpe.

Finguine se volvió hacia él y preguntó:

– ¿Cómo decís?

Eadulf hizo una mueca forzada.

– Sólo decía que, en ocasiones, las apariencias pueden ser engañosas. Y… eh…, bueno, lo que decís puede ser una interpretación más que lógica.

Finguine se volvió hacia Fidelma.

– ¿Lo veis? -dijo-. Me temo que no estamos buscando tanto al hermano Mochta, como a su cuerpo. Una vez los ladrones se hicieron con las Santas Reliquias, ¿para qué iban a querer al hermano Mochta?

– Pero, ¿para qué iban a llevárselo en primer lugar? -no pudo evitar responder Fidelma.

– Quizá para impedir que éste diera la voz de alarma.

– Podrían haberlo dejado atado en su habitación -sugirió Eadulf.