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Pasado un rato vieron con claridad que el hermano Bardán se dirigía hacia la oscura silueta de un edificio que quedaba en una esquina de un enorme campo, al otro lado de la hilera de tejos. Parecía una pequeña capilla de piedra. En medio de la oscuridad, se apreciaba que podía medir unos cinco metros de alto y seis de largo; más que una capilla, era un minúsculo oratorio. Daba la impresión de que estaba hecha de piedra, y las paredes parecían confluir en el tejado.

El hermano Bardán desapareció en el interior del edificio.

Fidelma se detuvo en seco y miró en derredor aprovechando la luz de la luna.

– Si sale, nos verá enseguida -observó Eadulf, afirmando algo evidente.

Fidelma señaló una arboleda que había no muy lejos.

– Sólo podemos escondernos allí. Esperaremos tras los árboles hasta que salga.

– ¿Creéis que el hermano Bardán ha venido a encontrarse con alguien? -preguntó Eadulf cuando se hubieron ocultado.

– La especulación sin conocimiento es arriesgada -respondió Fidelma recurriendo a un axioma favorito que le encantaba repetir.

– Vos sospecháis que no está tramando nada bueno.

– Yo no lo juzgo.

– Pero alguna idea tendréis de sus intenciones, ¿no? -se quejó Eadulf.

– Publio Silo escribió que un juicio precipitado es el primer paso para verse obligado a retractarlo. Esperaremos a ver qué sucede.

Eadulf bufó, apoyándose contra el tronco de un árbol. El suelo estaba cada vez más húmedo por la proximidad del alba, así que buscó madera seca para sentarse. Fidelma encontró un tocón, donde se sentó y desde el cual veía bien el acceso al edificio.

Eadulf se reclinó y exhaló un suspiro. Cerró los ojos. Un momento después -o eso le pareció los abrió y, sorprendido, vio la claridad plomiza del amanecer. La boca pastosa le reveló que se había quedado dormido. Bostezó parpadeando varias veces seguidas. Se notaba agarrotado e incómodo. Miró a Fidelma.

Seguía sentada en el tocón, ligeramente inclinada con los brazos cruzados sobre las rodillas. Miró a Eadulf mientras se despertaba.

– ¿Cuánto rato…? -dijo con la voz grave y la boca seca.

– ¿Cuánto rato has estado durmiendo? Lo bastante para que amaneciera -dijo sin ningún tono de reproche.

– ¿Qué ha ocurrido?

Fidelma descruzó los brazos y se estiró sin levantarse.

– Nada. El hermano Bardán no ha vuelto a salir del edificio.

Eadulf miró hacia el edificio, que ahora se distinguía bajo la luz grisácea.

Formaba una repisa de piedra gris, y era grande y rectangular. Las paredes, de mampostería sin mortero, estaban construidas en pendiente y hacia fuera para desviar la lluvia. Las dimensiones que habían imaginado bajo la luz de la luna eran las correctas.

– Es una pequeña capilla -dijo Eadulf.

– Sí que lo es -coincidió Fidelma-. Un oratorio donde recogerse para rezar.

– ¿Y el hermano Bardán no ha salido? -se preguntó Eadulf-. ¿Qué habrá estado haciendo tanto tiempo ahí dentro?

– Tal como habéis sugerido, puede que se haya encontrado con alguien. Tened paciencia.

Eadulf contuvo un resoplido. Tenía una sed inusual y su estómago empezaba a quejarse.

– Desearía haber traído algo para beber o que llevarme a la boca.

– Paciencia -repitió Fidelma, sin inmutarse lo más mínimo.

Eadulf sentía frustración.

– ¡Paciencia! -se quejó-. Puede ser una excusa para la flaqueza en los propósitos disfrazada de virtud.

Fidelma no reaccionó contra su irritación, sino que se mantuvo en silencio.

Pasaba el tiempo. El sol no tardó en aparecer por el este en el horizonte; los primeros rayos sobre las llanuras tras las montañas fueron pálidos y tenues. El hermano Bardán seguía sin aparecer. La campana de la abadía anunciaba ya el primer oficio del día.

De pronto, Fidelma se puso en pie con evidente decisión.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Eadulf, sin saber qué tenía en mente.

– Dado que el hermano Bardán no ha aparecido, entraremos para ver qué trama. Diría que al final nos ha visto seguirle. Por ese motivo sigue ahí dentro.

Sin más dilación, Fidelma se dirigió al edificio a través del brezal, con Eadulf a un lado.

En la entrada de la capilla sólo cabía una persona a la vez, y tenía que agacharse. Como el edificio carecía de ventanas, el interior estaba totalmente a oscuras. Fidelma entró primero y esperó un par de minutos para acostumbrar la vista al cambio de luz. La luz grisácea del amanecer penetró a través de la entrada de la capilla. Eadulf venía detrás.

De pie, justo delante de la puerta, contemplaron el lugar sin dar crédito.

El oratorio estaba vacío.

CAPÍTULO XVII

En el interior no había lugar alguno donde pudiera ocultarse una persona. El suelo estaba enlosado, y sólo había una pequeña mesa en el altar y, encima, en un extremo, una cruz de madera labrada. A ambos lados de ésta se veían dos velas de sebo apagadas en palmatorias de metal. Delante de la cruz se destacaba un cuenco lleno de flores secas y mustias.

No había asomo de duda: el oratorio estaba vacío. Eadulf trató de no parecer sabiondo al decir:

– No lo habréis visto salir.

– La entrada ha estado a la vista todo el tiempo. Después de entrar no ha vuelto a salir -dijo con firmeza a la vez que examinaba el interior, incrédula.

– Los hechos contradicen lo que decís.

Fidelma lo fulminó con la mirada.

– A diferencia de vos, yo no he cerrado los ojos.

Eadulf se permitió una sonrisa de superioridad, pero no dijo nada más.

Saltaba a la vista que Fidelma estaba perpleja. La única explicación que se le ocurría era que el hermano Bardán había salido del oratorio por un lugar distinto al de la puerta. Pero no había otra forma de salir.

Con un suspiro, decidió desistir del intento de comprender lo incomprensible.

– Regresemos a la abadía. Un estómago vacío no ayuda a pensar adecuadamente en el problema -propuso Eadulf.

El sol empezaba a calentar y el día a levantarse. Aquí y allá crecían bancos de niebla. No tardaron mucho en regresar a la abadía a través de los campos de brezos. La puertecilla que daba al huerto seguía abierta.

Fidelma se detuvo a mirar con detenimiento los cerrojos.

– Bueno, eso demuestra una cosa.

Eadulf la miró con extrañeza y examinó la barra y las armellas de los cerrojos.

– ¿He pasado algo por alto?

– El que los cerrojos no estén corridos indica que el hermano Bardán no ha regresado por aquí.

– ¿Cómo podéis estar segura?

– Porque el hermano Bardán ha salido de la abadía por esta puerta descorriendo los cerrojos. Lógicamente no ha podido correrlos desde fuera. Sin embargo, si hubiera regresado por esta puerta, los habría corrido para cerrar. El hermano Bardán aún está fuera de la abadía -dijo, dando una sacudida con la cabeza para indicar el oratorio-. Aunque sigo sin entender cómo nos ha esquivado.

A Eadulf no se le ocurría qué responder.

Pasaron a través del huerto y del patio y siguieron por los pasillos del claustro. La abadía había despertado.

Ante ellos apareció la figura taciturna y falcónida del abad Ségdae.

– No habéis asistido a laudes -dijo para saludarles, pero con cierto reproche en el tono.

– No -repitió Fidelma enseguida-. Teníamos muchas cosas que hacer. ¿Podéis indicarnos dónde se encuentra el hermano Bardán? Me gustaría hablar con él, pero por lo visto ha salido de la abadía.

El abad Ségdae no pareció sorprendido al explicar: