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– ¿Qué es eso? -susurró.

– Lo he visto antes. Es una sustancia luminiscente en la oscuridad, una especie de elemento ceroso que emplean algunos artesanos para encender fuego. Es inflamable. Creo que los griegos le pusieron un nombre a partir del lucero del alba.

Prosiguieron por el túnel sin decirse nada más. Poco después, Eadulf oyó una exclamación ahogada de Fidelma al darse cuenta de que podía ponerse erguida. Vio que el pasadizo había desembocado en una cueva de tamaño considerable. Medía algo más de tres metros de alto y en su curvatura entre seis y nueve metros de diámetro.

– Aquí no hay nadie -murmuró Eadulf, afirmando algo evidente al ver la cueva vacía.

Al igual que el pasadizo por el que habían llegado, la cueva era muy húmeda; en el centro se había formado un charco. Contra el mismo caía un constante goteo de agua procedente del techo. El ruido resonaba una y otra vez, hasta que a Eadulf empezó a resultarle insoportable.

– No parece un lugar donde pasar el rato -dijo Fidelma como si le leyera el pensamiento.

Entonces señaló al fondo de la cueva. Allí había dos agujeros negros que marcaban la entrada a otros túneles.

– Dos accesos. ¿Cuál deberíamos tomar? -preguntó.

– El de la derecha -dijo Eadulf sin pensar.

Fidelma lo miró, pero la luz distorsionaba sus facciones y Eadulf no veía bien su expresión.

– ¿Por qué la derecha? -le preguntó.

Eadulf se encogió de hombros.

– ¿Y por qué no?

Cruzaron la cueva sobre un suelo resbaladizo por el liquen y las plantas musgosas que habían crecido, y entraron en el túnel. El estrecho pasaje no tardó en ensancharse hasta formar una cueva más amplia. Era una cavidad seca y polvorienta. Al respirar, Eadulf notó las partículas de polvo en la boca y la tráquea, que le hicieron toser.

En el suelo había polvo y rocas. Sin moverse, Fidelma levantó la vela en lo alto para extender la máxima luz posible.

– Este lado rocoso ha sido excavado -señaló Eadulf-. ¿Dónde estamos? ¿En una especie de mina?

Fidelma iba a comentar que aquello era evidente, pero se contuvo al darse cuenta de lo sardónica que era a veces. Eadulf no merecía ser objeto de censura tantas veces. Pensó que últimamente había pensado mucho en su relación con Eadulf. A lo largo del último mes había mostrado más irritación que nunca por sus errores. Pero es que no se habían separado en los últimos nueve meses. Habían compartido muchas situaciones de peligro. Sin embargo, estaba insatisfecha con aquella amistad y no sabía por qué. Siempre estaba pendiente de señalar los defectos y errores de Eadulf, y reaccionar ante ellos. ¿Cómo era aquel antiguo dicho? ¿Cuando se piensa en la amistad es cuando se pierde?

Procuró volver a concentrarse en el presente.

– Aquí la roca más bien parece granito y no caliza. No es normal. Ah, mirad, esto que atraviesa el granito… argentita.

Eadulf puso cara de extrañado y miró por encima del hombro de ella.

– ¿Plata? ¿Será una mina de plata?

– Desde luego, aquí se ha realizado una labor minera… y hace poco.

Señaló una herramienta rota tirada en el suelo. Era el mango de madera de una piqueta, y se notaba que se había partido recientemente. A juzgar por la reciente madera astillada, el mango se hallaba abandonado en el suelo desde hacía unos pocos días.

Entretanto, Eadulf había cogido un trozo de mena, que estaba frotando. A la luz de la vela, alcanzaba a ver vetas blancas y dúctiles del metal.

– Sigamos adelante -propuso Fidelma-. Quizás averigüemos algo más.

Casi a continuación, la cavidad se estrechaba otra vez en un pasadizo por el que sólo cabía una persona a la vez. Al cabo de un rato oyeron chorros de agua.

– Ahí delante hay luz -informó Fidelma sin volverse-. Esta vez es luz natural. Casi hemos llegado a la entrada.

Tuvieron que avanzar a gatas antes de salir, al final, a una zona abrigada donde retumbaba el ruido de una corriente de agua. Una parte de la gruta estaba expuesta a los elementos. No era tanto una cueva como una zona abierta, bajo un gran saliente rocoso. Al ponerse de pie vieron una balsa a la que afluían corrientes de agua que emanaban de las rocas con fuerza impetuosa.

– Es un arroyo subterráneo -explicó Fidelma levantando la voz sobre el estruendo.

Se encaramaron por las rocas y miraron al campo que los rodeaba. Al parecer, habían seguido un recorrido con forma de semicircunferencia, pues el oratorio y el pozo estaban inicialmente al norte de la abadía, y ahora habían salido al extremo sur del edificio eclesiástico. En realidad, no estaban muy lejos del extremo sur de la abadía. Fidelma calculó que se hallarían a menos de cuatrocientos metros de ésta. Los muros quedaban ocultos a la vista por unas hileras de altos abetos rojos. Sólo las torres descollaban.

– ¿Creéis que el hermano Bardán habrá hecho todo este recorrido, cuando podría haber salido fácilmente de la abadía y cruzar uno o dos campos para llegar hasta aquí? -preguntó Eadulf-. ¿Y para qué? ¿Creéis que tiene algo que ver con esa mina de plata?

Fidelma no respondió. No tenía sentido hacer especulaciones.

Entonces Eadulf se fijó en un objeto tirado en el suelo, justo al lado de la boca del lugar. Se agachó a recogerlo y lo levantó.

Era un jirón de tela de lana marrón con manchas de sangre.

– ¿Creéis que esto puede pertenecer al carrero de Samradán? ¿Es posible que los lobos lo hubieran traído hasta aquí?

Reprimió un escalofrío de asco al imaginar la suerte que habría corrido el cuerpo del carrero. La evocación del encuentro con los lobos le provocó un escalofrío en la columna. Inmediatamente, miró a su alrededor por si atisbaba algún indicio de una guarida en la entrada a la cueva.

Fidelma tomó el jirón de lana y lo examinó. Con una expresión adusta, movió la cabeza para descartar tal posibilidad.

– El carrero de Samradán no llevaba esta clase de ropa. Es el tipo de tela que suelen usar los religiosos.

Miró a su alrededor. Allí el suelo describía una leve pendiente hacia abajo que partía de la entrada a la cueva. La hierba se apreciaba corta por el paso de animales de pastoreo. Fidelma apuntó al suelo.

– Este suelo es blando y fangoso, como si hace poco hubieran pasado varios caballos, así como carros muy cargados. Fijaos en las hendiduras.

– ¿Cómo sabéis que han pasado hace poco?

Fidelma se limitó a estampar el pie contra el suelo. Él tardó un poco en darse cuenta de que no había sido un gesto de mal genio.

– Las hendiduras no habrían durado más de un día y… -dijo, apoyándose bruscamente sobre una rodilla-. Mirad esta mancha de sangre. Aún no está seca. Podemos suponer que se trata de la misma sangre que la de ese trozo de tela.

Eadulf comprobó su afirmación asintiendo.

– La mancha es de hace apenas unas horas, no mucho más, lo cual descarta la posibilidad de que fuera sangre del carrero de Samradán.

– O de cualquiera de los pobres vecinos a los que mataron en el asalto -afirmó Fidelma-. Parece que algunos jinetes, quizá los que llevaban carros, recogieron al hombre con atuendo religioso en este lugar. Dudo que éste fuera con ellos por propia voluntad.

– ¿Estamos hablando del hermano Mochta?

– O de nuestro amigo el boticario, que tanto insistió en dar por muerto al hermano Mochta.

Fidelma dedicó unos momentos a examinar el suelo, como si tratara de dar con las respuestas a las preguntas que acudían a su mente. Lo único que sabía a ciencia cierta era que allí había marcas de más de un carro y varios caballos. Entonces reparó en que las huellas de las pezuñas herradas se superponían a las de las ruedas de los dos carros. Unos caballos bien herrados eran indicio de que sus dueños eran guerreros, pues poca gente solía cabalgar en grupo y con équidos tan bien cuidados.