– Tras el paso de los carros -dijo Fidelma haciendo una pausa-, por aquí debió de pasar un grupo de jinetes.
Eadulf se frotó la mandíbula, pensativo.
– Así que nuestra búsqueda ha llegado a un punto muerto.
– No necesariamente -dijo Fidelma, doblando el pedazo de tela para guardarlo en el marsupium-. Creo que antes de darnos por vencidos deberíamos volver a la cueva y entrar en el otro túnel.
La idea no entusiasmó a Eadulf, que dijo:
– Temía que fuerais a proponerlo de un momento a otro. Pero, ¿estáis segura de que no es una pérdida de tiempo? No sé qué sucedió, pero éste debió de ser el lugar de los hechos.
Fidelma lo miró con una de sus picaras sonrisas.
– La derecha no siempre te conduce por el camino recto. Probaremos el túnel de la izquierda antes de volver a la abadía -anunció con firmeza antes de adentrarse de nuevo en el túnel pasadizo.
No tardaron mucho en regresar a la amplia y húmeda cueva, entre el repiqueteo de las gotas de agua en la charca central. Accedieron al segundo túnel. Se parecía mucho al primero de todos, el más próximo al oratorio. Avanzaban más deprisa que por el que llegaba a la mina de plata. Eadulf se dio cuenta de que el suelo empezaba a ascender en una escarpada pendiente. La subida era agotadora, por lo que estuvieron de acuerdo en parar a descansar; esperaron agachados en el suelo, que era seco y estaba cubierto de un polvo parecido a una combinación de pizarra y tierra.
– ¿Cómo es posible que dure tanto el ascenso? -se preguntó Eadulf-. Estoy seguro de que no estábamos a tantos metros de la superficie.
– Creo que este pasaje lleva a una de las colinas próximas a la abadía. Cerca hay una colina bastante alta llamada la colina del Hito -recordó y, de repente, chasqueó los dedos-. Eso es. Lo había olvidado. ¿Qué dijo el hermano Tomar al ver que iban a atacar la abadía? Había oído hablar de un pasadizo secreto que llegaba a la colina del Hito -explicó, y frunció el ceño al hacer memoria-. Eso es. Había oído al abad Ségdae hablar de él. Pensó que era un recurso para que las mujeres de la comunidad pudieran escapar de los atacantes.
– Entonces será este túnel, ¿no?
– Eso parece. A menos que estas colinas entrañen un laberinto de pasadizos. Eso es posible, claro. He oído que en este campo hay varias cuevas, muchas de las cuales contienen arroyos y lagunas. Por eso aquí el suelo es de pizarra. Y la pizarra es la base del terreno.
– ¿Queréis decir que nos dirigimos al interior de la colina? -preguntó Eadulf con preocupación, pues no le gustaba pasar demasiado tiempo seguido bajo tierra-. Sólo tenemos el cabo de una vela con el que guiarnos al salir de aquí, dondequiera que esto desemboque. Espero que finalice en un lugar a la luz del día.
Fidelma miró la titilante vela que sostenía. Era cierto que sólo quedaba algo más de dos centímetros. Con tanto entusiasmo por seguir el túnel, se había olvidado de la luz.
– Entonces más vale que sigamos adelante lo más deprisa que podamos -propuso-. He observado que en este tramo ya no hay sustancia fosforescente.
La idea de quedarse a oscuras en un túnel les dio ánimo para acelerar el ascenso. La irregularidad del recorrido confirmaba la suposición de Fidelma: antaño debió de haber sido el cauce de una corriente subterránea con origen en la cumbre de la colina, que descendía por el interior del valle hasta los pozos, muchos de los cuales ya no existían, o albergaban aguas procedentes de otras fuentes.
Sin previo aviso, la trémula llama resplandeció un momento y se apagó. Quedaron sumidos en la oscuridad.
Eadulf tuvo un escalofrío y se quedó quieto. Esperaba que la vista se le adaptara a la falta de luz, pero no fue así. La oscuridad se perpetuó.
– Eadulf -oyó la voz de Fidelma, próxima a él-, tended la mano.
Así lo hizo. Notó que algo la rozaba. Al instante notó la cálida mano de ella tomándola.
– Bien. No debemos soltarnos en ningún momento. Voy a moverme despacio hacia delante.
– ¿Cómo veréis adónde vais?
– Iré tocando el techo con la otra mano para saber en qué dirección avanzar.
Siguieron adelante con pasos muy cortos por la oscuridad.
– Una cosa está clara -retumbó la voz de Fidelma en un tono alegre.
– ¿Qué?
– Que no podremos regresar por este mismo camino… a menos que encontremos una linterna al final.
Fue un desafortunado intento para animarse, así que no guardaron silencio. En un par o tres de ocasiones, Fidelma se hizo varios rasguños en el brazo y Eadulf se rozó los tobillos contra alguna roca. Aun así, siguieron adelante pasito a paso, pendiente arriba. Entonces Fidelma se detuvo.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Eadulf.
– ¿No lo veis, Eadulf? -susurró ella con entusiasmo.
Eadulf entrecerró los ojos mirando hacia delante y reparó en ello.
– Al fondo hay una luz -confirmó ella-. Luz natural. Pero hay algo más.
Avanzaron otro trecho y, al girar en una curva del pasaje, la luz se hizo más clara: era una luz tenue y gris que se filtraba en el túnel. Y en el silencio oyeron el crepitar del fuego.
Fidelma acercó los labios al oído de Eadulf, que notó el roce de éstos en la mejilla.
– No hagáis ruido -susurró-. Hay alguien en la cueva al final del túnel.
Empezó a avanzar de forma casi imperceptible. Más adelante, cuando la luz se hizo más clara e intensa, se detuvo y le soltó la mano a Eadulf. Ya no hacía falta ir enlazados, ya que se veían con toda claridad. Delante de ellos se extendía una cueva de tamaño considerable con una entrada obstruida, al parecer, por una barrera de madera, sobre la cual se recortaba un cielo azul. Rayos de luz inundaban la cueva.
La gruta era grande y estaba seca, salvo por el arroyuelo que corría por un lado de ésta. En el centro chisporroteaba un fuego. Había varios objetos esparcidos por la cueva. Junto al fuego, sobre un jergón yacía la figura estirada de un hombre anciano y voluminoso. Iba vestido con el hábito de un clérigo, y tenía el brazo y el pie izquierdos vendados. En el suelo, al alcance de la mano, tenía un bastón que usaba claramente como muleta. No había nadie más en la gruta.
Eadulf y Fidelma miraron con creciente asombro a la figura.
Eadulf fue el primero en acceder a la cueva; en cuanto lo vio, el hombre tuvo un sobresalto, se apoyó sobre un codo para incorporarse y cogió el bastón en ademán de defenderse de un ataque. Sin embargo, se detuvo enseguida al advertir el hábito religioso que vestía Eadulf.
– ¿Quién sois? -le preguntó con la voz quebrada por el miedo.
Eadulf se quedó donde estaba con cara de pasmado.
Fidelma apareció junto a Eadulf e hizo un esfuerzo por encontrar su voz.
– No temáis nada, hermano Mochta. Yo soy Fidelma de Cashel.
El rechoncho monje se sosegó al instante y, con un suspiro, volvió a dejarse caer en el jergón.
Sin dejar de mirar a la figura postrada, exclamó sin miramientos:
– ¡Pero si estáis muerto!
El hombre lo miró con su cara redonda y se incorporó sobre un codo. Pese al dolor que reflejaba en su rostro, era evidente que aquello le hizo gracia.
– No estoy nada de acuerdo con vos, hermano sajón -lo contradijo en un tono chistoso-. Pero si podéis demostrarlo, aceptaré vuestra consideración. Aunque a decir verdad, me siento demasiado cerca de la muerte para discutir.
Eadulf se le acercó y lo miró desde su posición para analizar detenidamente los rasgos de aquel hombre.
Cierto. No cabía duda alguna. El hombre que había tumbado ante él, apoyado sobre un codo, sonriéndole, era el mismo, de cara redonda, que había visto muerto en el depósito de cadáveres de Cashel. Era el mismo hombre, y hasta con el mismo tatuaje del pájaro, que Eadulf acababa de reconocer en el antebrazo herido.
CAPÍTULO XVIII