– No, yo creo que eran Uí Fidgente -respondió el hermano Mochta-. A principios de año corrían rumores de que los Uí Fidgente buscaban aliarse con los reyes Uí Néill del norte, contra Cashel. Nunca han perdonado a Colgú por la derrota en Cnoc Áine ni por la muerte de su rey. Se aliarían a los Uí Néill y Armagh para debilitar y derrotar a Cashel. ¿Qué mejor modo de debilitar a un reino que dividiéndolo?
– Puede que no os equivoquéis, Mochta -asintió Fidelma, y luego hizo una pausa, como si le hubiera venido algo a la mente-. Vos y Bardán sois muy buenos amigos, ¿no es así?
– Sí, claro.
– Dada vuestra pericia como escribiente, ayudabais a Bardán en la preparación de un libro sobre las propiedades de las hierbas, ¿me equivoco?
El hermano Mochta estaba asombrado.
– ¿Cómo lo sabíais? -quiso saber.
– Eso no tiene importancia. ¿No os parece curioso que Bardán no haya aparecido y que… -calló y miró al cielo-, será cerca del mediodía?
El hermano Mochta arrugó el ceño.
– Lo cierto es que me preocupa -confesó-. Esta mañana iba a verse con Finguine para contarle lo ocurrido. Es lo único que sé.
Fidelma se levantó y se acercó a la entrada de la cueva. Sorteó unas cajas y miró ladera abajo. A los pies de la colina se extendía una franja boscosa que llegaba hasta orillas del río Ara. Fidelma se volvió hacia ellos con decisión.
– Mochta, sois un testigo importante para Cashel. Debemos llevaros allí cuanto antes, pues estaréis mejor protegido por los guerreros de mi hermano. Vos y el relicario.
– ¿Y el hermano Bardán? -objetó Mochta.
– Nos ocuparemos de él más tarde. Pero ahora, ¿creéis que podéis montar a caballo?
– Tanto como hasta Cashel, no creo -se lamentó Mochta.
– En tal caso haremos el trayecto por etapas -sugirió ella para tranquilizarlo-. La peor parte del viaje es la de salir de esta cueva con el hermano Eadulf y bajar a pie por la ladera hasta el bosque.
Se volvió hacia Eadulf y añadió:
– Procurad que nadie os vea hasta que haya traído los caballos.
Eadulf estaba estupefacto.
– ¿Y de dónde pensáis sacar los caballos?
– Pasaré por la abadía a recoger los nuestros -respondió, y señaló una lámpara que había junto al jergón de Mochta-. Si me permitís esa lámpara, regresaré por los túneles, y volveré aquí lo más rápidamente que pueda por el sendero que discurre al pie de la colina. No os llevéis nada con vos, salvo el relicario, Mochta. Asimismo, podéis confiar vuestra vida al hermano Eadulf. De hecho, de eso se trata. Tened esto en cuenta, Mochta: cada minuto que paséis en esta cueva corréis peligro de muerte.
CAPÍTULO XIX
Fidelma entró en el huerto a través de la puerta lateral de la abadía. Era obvio que el hermano Bardán aún no había pasado por allí, porque los cerrojos seguían estando descorridos. Fue directamente a la habitación del abad Ségdae y llamó a la puerta con cautela. El anciano y falcónido abad estaba sentado en la silla de madera labrada y alto respaldo junto al fuego, con la barbilla apoyada en las manos y la mirada fija en las llamas, en actitud meditativa. Levantó la cabeza y, al verla entrar, la miró con esperanza.
– ¿Alguna novedad, Fidelma? -le preguntó. A Fidelma no le gustaba tener que mentir a un hombre a quien había conocido desde pequeña y a quien consideraba como tío carnal, más que un simple mentor religioso.
– La verdad es que ninguna -dijo por prudencia.
La decepción del abad se reflejó en su cara.
– No obstante -prosiguió Fidelma-, estoy segura de que podré dar una respuesta a todas estas cuestiones cuando los brehons se reúnan en Cashel dentro de unos días.
Ségdae mostró un semblante esperanzado.
– ¿Queréis decir que podréis averiguar el paradero de las Santas Reliquias de Ailbe?
– Eso, sin duda alguna -dijo con ánimo-. Pero nadie más debe saberlo. No se lo digáis a nadie, ni siquiera al hermano Madagan.
El abad se mostró reacio a hacer tal promesa.
– Ésta es una cuestión que concierne a la moral de la abadía, Fidelma. Como comprenderéis, debo proporcionar algún rayo de esperanza a la comunidad.
Fidelma movió la cabeza con desaprobación.
– En este momento muchos poderes oscuros están confabulando para derrocar este reino. Vuestra solemne palabra es imprescindible, Ségdae.
– En tal caso, la tenéis por descontado.
– El hermano Eadulf y yo regresamos de inmediato a Cashel, pues aquí ya no podemos hacer nada más. Asimismo, me gustaría que vos emprendierais el viaje a Cashel mañana.
El abad parecía sorprendido.
– ¿Para qué debo ir yo?
– ¿Acaso olvidáis el protocolo, Ségdae? Sois el comarb de Ailbe, el obispo abad de Muman. Cuando el tribunal de Cashel se reúne para tratar un tema tan serio, vos, como principal obispo del rey, debéis sentaros a su lado.
Ségdae soltó un leve suspiro.
– Había olvidado la vista por completo. Con la desaparición de las Reliquias y el asalto a Imleach, se me ha ido de la cabeza. Bueno, y con el asunto del hermano Bardán.
– ¿Qué sucede con él? -preguntó ella con ingenuidad.
– No se le ha visto en toda la mañana. ¿Recordáis que me preguntasteis dónde estaba? Parece haber desaparecido… lo mismo que el hermano Mochta.
Fidelma apretó los labios.
– No creo que las circunstancias se parezcan. Tengo la impresión de que todo se resolverá en Cashel.
– ¿Debería poner sobre aviso a vuestro primo Finguine? Sus hombres todavía están en el pueblo ayudando con los destrozos causados en el ataque.
– Podéis hacerlo. Si no veo a Finguine antes de partir, le veré durante la vista en Cashel. Es una pena que haya habido tanta devastación.
– Bueno, ha habido algún que otro gesto de misericordia. Al parecer, el hermano Madagan ha podido hacer una donación de monedas de plata que se invertirán en reconstruir lo destruido -comentó, señalando hacia un saquito que había sobre la mesa.
– ¿Puedo? -preguntó Fidelma, que tomó el saco y dejó caer algunas monedas sobre la palma de la mano y las miró atentamente-. ¿A qué se debe semejante largueza?
– Creo que dijo algo de un pariente del norte -explicó y, tras una brevísima pausa, añadió-: ¿De verdad confiáis en vuestra destreza para resolver estos misterios? -inquirió.
Fidelma guardó las monedas y volvió a dejar el saco sobre la mesa.
– Vos me conocéis mucho mejor, Ségdae -respondió Fidelma-. Nunca estoy segura hasta después de los hechos. Recordad lo que se dice en la primera epístola a los Corintios, capítulo diez, versículo doce.
Fidelma sabía que Ségdae recordaba las escrituras con una mente casi enciclopédica. Y dijo el abad con una sonrisa:
– Así pues, el que cree estar de pie, mire no caiga -citó.
– Por consiguiente, no me comprometeré y diré que lo más probable es que todo se resuelva.
– Por algo será que os habéis ganado una buena reputación -la elogió Ségdae-. ¿Cuándo partiréis vos y el amigo sajón?
– Ahora mismo. No os preocupéis por nada, Ségdae. Todo irá bien… al final.
– Estaré en Cashel el día de la vista.
– Traed con vos al hermano Madagan. Tal vez necesite su testimonio.
– ¿Requeriréis la presencia del hermano Bardán, siempre y cuando lo encuentren?
– Si lo encuentran, sí.
Ségdae se puso en pie y le tendió la mano, preguntándole:
– ¿Dónde está el hermano sajón?
– Me encontraré con él a medio camino -se apresuró a responder-. Id con Dios, abad Ségdae. Hasta más ver en Cashel.
Se dirigió a la casa de huéspedes y guardó sus pocas pertenencias en las alforjas. Tras la primera noche, cuando se hubieron marchado los peregrinos, Eadulf se había trasladado a un cuarto próximo al de ella. Tardó unos momentos en recoger sus alforjas. Se acordó de llevarse el bordón al que tanto cariño le había tomado. Se alegraba de que sor Scothnat no anduviera por allí, porque no tenía ningunas ganas de volver a explicar su intención.