– ¿Y bien? -oyó decir a Solam en un tono agudo y quejumbroso-. ¿Les hemos perdido la pista o no?
Entonces oyó la voz de su primo, también tensa e irascible.
– No os preocupéis. Yo conozco bien esta región. No hay muchos sitios donde puedan esconderse. Los encontraremos.
Fidelma empezaba a tener frío.
¿A quién se referían? ¿Qué hacía Finguine con Solam, cuando decía sospechar de él, cuando acusaba a los Uí Fidgente de atacar Imleach? Si Finguine hubiera ido solo con sus hombres, Fidelma habría salido a contarle cuanto ahora sabía del hermano Mochta. Pero, ¿por qué iba con Solam?
– Bueno, cuanto antes encontremos a ese monje… ¿cómo se llama… Mochta?… antes resolveremos este asunto -espetó Solam-. La clave reside en las Santas Reliquias, no me cabe ninguna duda.
Fidelma aguzó los ojos al oír decir a su primo:
– Primero miraremos en las cuevas que hay al sur. Luego, en la cueva del Hito, al norte.
Alzó la mano e hizo una seña al cuerpo de jinetes para seguir adelante.
Fidelma esperó un momento donde estaba, tratando de dar sentido a lo que había oído. Entonces se levantó y corrió por los caballos. Cualquiera que fuera el motivo, su primo, el príncipe de Cnoc Áine, estaba buscando al hermano Mochta. Esperaba que Eadulf ya hubiera empezado a bajar al hermano Mochta por la ladera para quedar a cubierto en el bosque, a orillas del río Ara. Tenía que evitar que Finguine y Solam llegaran antes que ella a la cueva de la colina del Hito. Por suerte, Finguine había sugerido pasar antes por las cuevas del sur, dondequiera que estuvieran, lo cual daba tiempo a Fidelma para llegar hasta Mochta y Eadulf antes que ellos.
Espoleando al caballo, Fidelma avivó el paso a medio galope a través del prado, bordeando el bosque hacia la colina. Pensaba en Finguine, y en el hermano Mochta y la traición de su hermano. ¿Qué había dicho exactamente? La sangre no fortalece la unión. Rodeó el extenso pie de la colina y salió por la cara este, donde arrancaba una prolongación del bosque a lo largo del valle que desembocaba en el Pozo de Ara.
Al pasar al otro lado de la falda de la colina, vio las pequeñas figuras de Eadulf y Mochta en lo alto. Aquél llevaba el relicario bajo un brazo, mientras que ayudaba con el otro al monje. A su vez, éste, apoyado en él con un brazo sobre los hombros, se mantenía en pie como buenamente podía.
Fidelma gritó para captar su atención. La pareja se detuvo y, al reconocerla, reanudaron la torpe marcha ladera abajo.
Fidelma apremió a los caballos hacia arriba, hasta donde le permitió la escarpada pendiente; luego, mientras esperaba a que Eadulf y Mochta llegaran, descabalgó y aguantó a los caballos. Les costó un poco descender el tramo de colina que quedaba.
– ¡Uf! -resolló Eadulf al acercarse-. No iría mal un descanso.
Se disponía a acomodar al hermano Mochta, cuando Fidelma movió la cabeza, diciendo:
– Aquí no. Tenemos que bajar y guarecernos en el bosque cuanto antes.
– ¿Por qué? -quiso saber Eadulf, desconcertado por la sequedad de sus palabras.
– Porque se acercan jinetes en busca del hermano Mochta y las Santas Reliquias.
– ¿Uí Fidgente? -preguntó Mochta con un sobresalto.
– Uno de ellos, sí -informó Fidelma-. Solam.
Eadulf frunció la boca al captar la inflexión de su voz.
– ¿Y quiénes son los otros jinetes? -preguntó Eadulf.
– Mi primo acompaña a Solam.
Eadulf fue a decir algo más, cuando Fidelma se montó al caballo.
– Dadme el relicario -ordenó-. Yo lo llevaré. El hermano Mochta tendrá que montar delante de vos, Eadulf. De este modo le serviréis de apoyo. Podemos seguir hablando de esto cuando nos hayamos alejado de este lugar tan expuesto.
Eadulf no dijo nada más. Le entregó el relicario a Fidelma y ayudó al hermano Mochta a subir a la silla, antes de montar detrás. Eadulf no era precisamente un diestro jinete, y tampoco era elegante su forma de montar al paciente potro. Más bien resultaba desmañado. Se limitó a conducir al joven caballo pendiente abajo, a la zaga de Fidelma, y luego trotar hasta la floresta, por la que pasaba el río. Con esto bastó.
Fidelma no se detuvo al llegar al abrigo de los árboles, sino que prosiguió durante un rato. Recorrido algo más de kilómetro y medio, llegaron a un claro a la vera del río, donde Fidelma bajó del caballo y condujo a la yegua hasta el agua. A continuación ayudó a Eadulf a bajar al hermano Mochta para que descansara un poco.
El monje se tumbó con gusto en la hierba.
– ¿Creéis que el príncipe forma parte de esta conspiración? -preguntó sin aliento a la vez que se friccionaba la pierna.
– Yo no he dicho tal cosa -respondió Fidelma en voz baja-. Sencillamente he dicho que al parecer él y Solam, con algunos de sus hombres, van en busca de vos y las Santas Reliquias. Se disponían a buscar entre las cuevas.
Eadulf hizo una seña de fastidio.
– Pero eso significa que está conchabado con los Uí Fidgente, con Armagh, ¡con los Uí Néill! Vuestro propio primo ha traicionado al rey.
– Eso significa que él y Solam están buscando al hermano Mochta -insistió Fidelma con mordacidad-. No emitáis juicios antes de conocer todos los hechos. ¿Recordáis mis principios?
Eadulf levantó la cabeza con desafío.
– Es normal que no queráis que vuestro primo sea culpable de semejante traición. Sin embargo, ¿de qué otro modo puede interpretarse lo que habéis visto?
– Puede interpretarse de varias maneras, pero no tiene ningún sentido especular al respecto. Es lo peor que podemos hacer, especular antes de tener pleno conocimiento de los hechos. Lo he dicho miles de veces. Especular significa distorsionar esos hechos para hacerlos encajar con la propia interpretación.
Eadulf guardó un silencio insolente.
El hermano Mochta acomodó los miembros doloridos y, mirando con inquietud a Fidelma, preguntó:
– ¿Qué plan tenéis ahora?
Fidelma examinó al hermano Mochta unos instantes antes de decidirse.
– Dado vuestro estado, no creo que hoy podamos ir muy lejos. Veremos si podemos llegar al Pozo de Ara para descansar. El posadero es de confianza. Luego proseguiremos hacia Cashel en cómodas etapas.
Llegaron a la posada de Aona al caer la noche. Fidelma insistió en no entrar por delante, sino por el acceso posterior del establecimiento. Pese a que aún no era hora de soltar a los perros, se oía ladrar a un par de los que estaban atados. Al acercarse a la puerta trasera de la posada, ésta se abrió y, a voz en grito, alguien preguntó quién se acercaba con semejante sigilo.
Fidelma se tranquilizó al reconocer al posadero.
– Soy Fidelma, Aona.
– ¿Mi señora? -preguntó aquél, asombrado por la respuesta a media voz.
El posadero fue hasta ellos y sujetó la brida de la yegua para que desmontara. Luego volvió la cabeza para hacer callar a los perros con un grito. Éstos reaccionaron con gemidos.
– Aona, ¿se hospeda alguien más en la posada esta noche? -preguntó Fidelma nada más bajar.
– Sí, un mercader y sus carreros. Están cenando -contestó, y luego, entornando los ojos en la oscuridad, miró hacia donde estaban Eadulf y el hermano Mochta; preguntó-: ¿Es ése el hermano sajón?
– Escuchad, Aona, precisamos aposento para esta noche. Pero nadie debe saber que estamos aquí. ¿Comprendéis?
– Sí, señora. Será como pedís.
– ¿Nos han oído llegar los otros huéspedes?
– No creo, con el jaleo que están armando. Le han dado fuerte a la cerveza.
– Bien. ¿Hay algún modo de acceder a las habitaciones sin que nos vean los mercaderes ni otras personas? -preguntó Fidelma.
Aona no dijo nada, pero luego asintió:
– Venid conmigo, derechos a las cuadras. Justo encima hay una habitación libre, que sólo utilizamos en casos de necesidad, si la posada está completa… que nunca lo está. Sólo tiene el mobiliario preciso… pero si buscáis un lugar apartado, aquí no os encontraréis con nadie.