Выбрать главу

– Excelente -dijo Fidelma con aprobación.

Aona reparó en que el hermano Mochta estaba herido al ver que Eadulf le ayudaba a bajar del caballo. Se acercó a ayudarle. Al hacerlo, Fidelma le puso una mano en el brazo para advertirle:

– No hagáis preguntas, Aona. Es imprescindible para proteger al rey de Muman. Con esta información os basta. Que nadie sepa que estamos aquí.

Lo más importante es que no alojéis a más visitantes por ahora.

– Podéis confiar en mí, señora. Traed a los caballos a las cuadras. Seguidme.

Ayudó a Eadulf a llevar al hermano Mochta a las cuadras, mientras Fidelma tiraba de los caballos. En el patio frente a éstos, había dos grandes carros. Al estar entre penumbras, tuvieron que esperar a que Aona encendiera una lámpara. Luego les hizo una seña para entrar. Fidelma colocó a cada caballo en una cuadra.

– Enseguida los atenderé -dijo Aona-. Antes, permitid que os acompañe a la habitación.

Ayudó al hermano Mochta a ascender un estrecho vuelo de escaleras que daba a un desván. Era un cuarto sencillo con cuatro catres y jergones de paja. Había algunas sillas, una mesa y poco más. El polvo inundaba el lugar.

– Como he dicho -dijo para excusarse al tiempo que tapaba las ventanas con telas de saco-, no se suele utilizar.

– Bastará por ahora -le aseguró Fidelma.

– ¿Está malherido vuestro compañero? -preguntó Aona, señalando al hermano Mochta-. ¿Queréis que busque a un médico discreto?

– No será necesario, Aona -respondió Fidelma-. Mi amigo ha estudiado en las escuelas de medicina.

De repente, Aona levantó la lámpara para ver mejor el rostro de Mochta y abrió bien los ojos.

– Yo a vos os conozco -dijo-. Sí, sois el mismo hombre por el que sor Fidelma me preguntó. Pero… -dudó y, de pronto, puso gesto de perplejidad- no llevabais esa tonsura cuando pasasteis por aquí la semana pasada. Lo juraría.

El hermano Mochta reprimió un gruñido.

– Porque no estuve aquí la semana pasada, posadero.

– Pero yo juraría que…

Fidelma lo interrumpió con una sonrisa para darle confianza.

– Es una larga historia, Aona.

El posadero volvió a excusarse.

– Nada de preguntas, señora. Lo tengo en cuenta.

Abrió un armario y sacó mantas.

– Como decía, esta habitación sólo se utiliza cuando la posada está llena, lo cual no pasa a menudo. Cuenta con lo básico.

– Es mucho mejor que dormir entre arbustos -respondió Eadulf.

Fidelma se llevó al posadero aparte para darle instrucciones.

– Después de ocuparos de los caballos, nos gustaría comer y beber algo. ¿Podéis prepararlo sin que nadie se dé cuenta?

– Yo me encargaré de que así sea. Pero debería decírselo a Adag, mi nieto. Es un buen chico y no os traicionará. Es mi mano derecha en la posada. No tengo esposa. Se la llevó la peste amarilla el mismo año que a mi nuera, y mi hijo pereció en la guerra contra los Uí Fidgente. Así que ahora sólo quedamos él y yo para sacar adelante el establecimiento.

– Me acuerdo del pequeño Adag -le aseguró Fidelma-. Ponedle al corriente, desde luego. ¿Quién más habéis dicho que está alojado ahora? ¿Unos mercaderes?

– Un mercader y dos carreros. Los carros de ahí fuera son suyos. De hecho… -dijo, e hizo una pausa para reflexionar-. De hecho, puede que conozcáis al mercader, ya que es de Cashel.

Al oír aquello, Eadulf se inclinó para sugerir:

– ¿Os referís a un tal Samradán?

Aona lo miró con sorpresa.

– El mismo.

– En tal caso, no le comentéis nuestra presencia -dijo Fidelma de forma categórica.

– ¿Hay algo de ese hombre que debiera saber? -se interesó Aona.

– No. Sencillamente nos conviene que no sepa que estamos aquí -insistió Fidelma.

– ¿Tiene algo que ver con el asalto perpetrado a la abadía la otra noche? Me han llegado voces de todo lo ocurrido.

– Nada de preguntas, Aona, como hemos acordado -lo amonestó Fidelma con paciencia.

El ex guerrero se disculpó, contrito:

– Os pido perdón, señora. Es que he oído a Samradán hablar del ataque.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué decía? -preguntó, fingiendo más interés por ajustar bien la arpillera en la ventana.

– Ha descrito el ataque y ha dicho que eran Uí Fidgente. ¿Cómo pueden ser traidores? Sobre todo mientras su príncipe es huésped de vuestro hermano en Cashel.

– No sabemos con seguridad que hayan sido los Uí Fidgente -corrigió-. ¿Cuándo llegó Samradán?

– Una hora o dos antes que vos, señora.

Fidelma quedó pensativa y miró a Eadulf.

– Eso significa que no pueden haber ido hacia el norte. Esto se pone interesante.

Eadulf no le veía el interés por ningún lado.

Aona abrió la boca para formular otra pregunta, pero lo pensó dos veces.

– Id, Aona -le ordenó Fidelma-. Necesitamos ese refrigerio cuanto antes.

El posadero bajó las escaleras.

– Y recordad -le dijo Fidelma desde arriba-, ni una palabra a nadie aparte de a vuestro nieto.

– Lo juro por la Santa Cruz, señora.

Cuando se hubo marchado, Eadulf se puso a examinar el hombro y la pierna de Mochta. Aunque no era un médico experto, desde la época en que iniciara los estudios, Eadulf tenía por costumbre llevar medicinas en la alforja.

– Bueno, las heridas todavía están curando -anunció-. El viaje no las ha empeorado. El hermano Bardán hizo un buen trabajo. Aunque las heridas os vayan a seguir doliendo un poco, están sanando bien. No hace ninguna falta que os cambie los vendajes.

El hermano Mochta forzó una sonrisa.

– Lo que el viaje ha empeorado es mi estado, amigo sajón. Tengo la sensación de haber sido arrastrado por un terreno pedregoso.

Fidelma había encontrado el cabo de una vela, que encendió con la lámpara que Aona les había dejado.

– ¿Adónde vais? -le preguntó Eadulf al ver que se dirigía a la escalera con la vela.

– Mera curiosidad por ver con qué comercia Samradán. Voy a echar un vistazo a los carros.

Eadulf se mostró reacio.

– ¿No creéis que es una imprudencia? -le preguntó.

– En ocasiones, la curiosidad es más fuerte que la prudencia. Mirad por el hermano Mochta hasta que regrese.

Eadulf movió la cabeza censurándola al verla desaparecer escaleras abajo.

Aona no estaba en las cuadras, ni había desensillado a los caballos, por lo que supuso que había ido a dar instrucciones a Adag.

Fidelma salió al patio, que estaba a oscuras, salvo por la lámpara que por ley anunciaba la presencia de un hostal. Las nubes habían propiciado el anochecer. Se acercó a los dos carros cargados.

Ambos estaban cubiertos con tela de lona, lo cual aislaba el contenido de la lluvia. Rodeó con la mano la trémula llama de la vela y avanzó entre los carros. Unas correas de piel aseguraban la lona a los carros. Depositó la vela sobre una de las ruedas esperando que no la apagara una ráfaga repentina, y a continuación desenganchó una de las correas y apartó parte de la lona.

A la luz de la vela vio una serie de herramientas, herramientas para excavar. Había palas, piquetas y otros utensilios del mismo estilo. Se fijó en unas bolsas de piel que había al lado y que parecían estar llenas de rocas. Se inclinó y extrajo algunas para verlas mejor. Bajo aquella luz no pudo identificarlas bien, por lo que las dejó donde estaban y miró el contenido de otra bolsa de piel. Había unas cuantas pepitas de metal. Sacó una, que reflejaba la luz y brillaba.

De modo que Samradán y sus hombres no eran meros mercaderes. Tuvo la impresión de que andaban metidos en algún trapicheo. El metal era plata. Hizo un mohín de desaprobación al devolver el contenido a la bolsa.