– ¿Qué estáis haciendo?
La voz incidió en sus pensamientos. Se dio la vuelta con el corazón desbocado.
El nieto de Aona estaba de pie junto a ella, con una linterna en la mano.
Fidelma se relajó al reconocerlo.
– Hola, Adag -saludó-. ¿Me recordáis?
El niño asintió moviendo lentamente la cabeza.
Fidelma volvió a tapar el carro y abrochó la correa. Acto seguido se apartó del vehículo.
– No me habéis dicho qué estabais haciendo -insistió el niño.
– No -le dio la razón-, no te lo he dicho.
– Estabais buscando algo -dijo el niño, aspirando aire con un gesto de censura-. No está bien rebuscar entre las cosas de los demás.
– Tampoco está bien robar las cosas de los demás. Estaba examinando estos carros para saber si todo lo que llevan es de los que los conducen. Vuestro abuelo me ha dicho que sabéis guardar secretos, ¿es verdad?
El niño la miró un poco indignado.
– Claro que sí.
Fidelma lo miró con solemnidad y le dijo:
– Vuestro abuelo os ha pedido que no digáis palabra a nadie sobre mi presencia ni la de mis dos compañeros. Sobre todo, a esos hombres del hostal.
El niño asintió con igual solemnidad.
– Pero aún no me habéis dicho qué buscabais en esos carros, hermana.
Fidelma mostró una mayor complicidad diciendo:
– Esos hombres que se alojan en la posada de vuestro abuelo son ladrones. Por eso rebuscaba en sus carros. Buscaba pruebas. Si le preguntáis, vuestro abuelo os dirá que, además de hermana, soy dálaigh.
El niño abrió mucho los ojos. Tal como esperaba Fidelma, el niño reaccionó mejor al hacerle partícipe de un secreto de adultos que de haberle pedido que no molestara.
– ¿Queréis que los vigile, hermana?
Fidelma le dijo con seriedad:
– Creo que sois la persona más indicada para ese trabajo. Pero que no se den cuenta de que sospecháis.
– Claro que no -le aseguró el niño.
– Simplemente observadlos y avisadme cuando se marchen de la posada y averiguad hacia dónde. Hacedlo con sigilo, sin que se den cuenta.
– ¿Da lo mismo la hora a la que se marchen?
– Sí, da lo mismo. A la hora que sea.
El niño sonrió con satisfacción.
– No os fallaré, hermana. Ahora tengo que ir a desensillar los caballos. Mi abuelo está preparando comida para vuestros amigos y vos.
Cuando Fidelma le explicó lo sucedido a Eadulf y el hermano Mochta, aquél preguntó:
– ¿Es sensato implicar al niño?
Mochta mostró cierto recelo y añadió:
– ¿Estáis segura de que el niño no nos traicionará?
– No -dijo Fidelma con firmeza-. Es un chico listo. Y yo tengo que saber en qué momento se irán Samradán y sus carreros.
– ¿Por qué le habéis dicho al niño que eran ladrones? -quiso saber Eadulf.
– Porque es la verdad -aseveró ella-. ¿Qué encontré en los carros? Herramientas de excavación y bolsas con rocas. ¿Qué os hace pensar eso, Eadulf?
El sajón movió la cabeza, desorientado.
Fidelma estaba exasperada.
– ¡Rocas… mena… herramientas de minería! -explotó, restallando las palabras como un látigo.
Eadulf cogió el hilo.
– ¿Insinuáis que son los que extraían la mena de las cuevas?
– Exacto. Sé que existe actividad minera algo más al sur de aquí, pero no sabía que hubiera un filón de plata en estas colinas, hasta que lo descubrimos. Y sea propiedad de quien sea, esa mina no es de Samradán. Está extrayendo plata ilegalmente, de acuerdo con lo que dicta el Senchus Mór.
El hermano Mochta soltó un leve silbido.
– ¿Tiene algo que ver Samradán con el resto de este rompecabezas? -preguntó.
– Eso no lo sé -confesó Fidelma-. Sea como fuere, ahora nuestra prioridad es comer algo, y luego ya veremos qué hacer. Espero que Aona no tarde en traer algo de comida.
Justo después del amanecer, una mano sacudiéndole el hombro despertó a Fidelma. Se despertó con pocas ganas, parpadeando, ante el rostro entusiasta del joven Adag.
– ¿Qué pasa? -murmuró.
– Los ladrones -susurró el niño-. Se han ido.
Fidelma aún no había espabilado.
– ¿Qué ladrones?
El niño se impacientaba.
– Los hombres de los carros.
Fidelma se despejó de sopetón.
– Oh. ¿Cuándo se han ido?
– Hace unos diez minutos. Me he despertado al oír los carros contra las piedras del camino.
Fidelma miró al otro lado de la habitación, donde los otros dos dormían a pierna suelta.
– Al menos vos estabais atento, Adag -lo congratuló con una sonrisa-. Nosotros no hemos oído nada de nada. ¿Hacia dónde han ido?
– Se han marchado por el camino de Cashel.
– Bien. Habéis hecho muy bien, Adag, y…
Interrumpió lo que estaba diciendo al oír ruido de cascos en el patio.
– ¿Podrían haber vuelto? -preguntó el niño.
Eadulf refunfuñó en sueños y se giró al otro lado sin despertarse, y en ese preciso instante Fidelma advirtió que el ruido no era de animales de carga ni de carros tirados. Era el ruido propio de cascos herrados de caballos montados por guerreros.
Se levantó de un salto del catre y se acercó a la ventana y, procurando mantener cierta distancia, apartó un poco la tela.
En el patio se distinguían las sombras de siete jinetes. La luz de la posada, que había ardido la noche entera, emitía un resplandor tenue e irregular. Aun así, contuvo la respiración al distinguir el aspecto delgado y rapaz de Solam, junto a su primo Finguine. Los acompañaban cuatro guerreros. No alcanzaba a reconocer al séptimo hombre. La última vez que había visto a Finguine eran seis.
– Adag -susurró al niño-. Más vale que bajéis a ver qué quieren. Sed sinceros con ellos, sin decirles que estamos aquí. Juradlo por vuestra vida.
El niño asintió y bajó a hacer lo que le había dicho.
Fidelma volvió a la ventana a escudriñar a través de la abertura de la cortina de saco. Desde allí oyó decir a su primo Finguine:
– Está claro que no están aquí, Solam. No merece la pena despertar al posadero.
– Más vale asegurarse que dar por sentada una suposición que podría ser errónea -arguyó el abogado Uí Fidgente.
– Muy bien -accedió el príncipe, y se dirigió hacia sus hombres-. Despertad al posadero y… no, aguardad. Alguien viene.
Adag salió de las cuadras, y Fidelma lo vio acercarse a los guerreros.
– ¿En qué puedo ayudarles, señores? -les preguntó en un tono elevado y ufano.
– ¿Quién sois, muchacho? -oyó preguntar a Solam.
– Adag, hijo del posadero.
Eadulf volvió a refunfuñar en el jergón, y Fidelma se volvió hacia él al ver que se incorporaba.
– ¿Qué está…? -empezó a decir.
Fidelma se llevó un dedo a los labios.
Aquel movimiento la distrajo de la conversación que discurría abajo. Volvió a mirar por la ventana y vio al niño señalando en dirección a Cashel.
– Habéis sido de gran ayuda, muchacho -estaba diciendo Finguine-. ¡Tomad!
Lanzó una moneda que centelleó en el aire.
Finguine espoleó al caballo, y el grupo entero salió del patio a galope tendido, rumbo hacia Cashel. Entonces fue cuando Fidelma reconoció los rasgos del séptimo jinete al pasar un instante bajo la luz del hostal. Era Nion, el bó-aire de Imleach.
Fidelma descorrió la cortina y suspiró.
– ¿Qué está pasando? -quiso saber Eadulf.
Ella miró hacia donde el hermano Mochta seguía durmiendo y luego hacia las escaleras, pues Adag subía dando fuertes pisadas y con una sonrisa en la cara.
– Se han ido hacia Cashel, hermana -dijo sin aliento.
– ¿Qué querían?
– Querían saber si alguien había pasado la noche en la posada. Les he dicho que sí, que unos hombres que traían carros se han dirigido hacia Cashel. Pero no les he dicho nada de vos ni de vuestros amigos. Los jinetes me han dado las gracias y se han ido rumbo a Cashel. Parecían muy interesados en los carros.