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Finguine se echó a reír de tal manera que la desarmó.

– ¿Solam? Si no hubiera escoltado a ese pequeño hurón, dudo que hubiera logrado llegar hasta aquí. ¿Habéis oído hablar del odio que se está incubando contra los Uí Fidgente? La noticia del asalto a Imleach se ha dispersado deprisa. El pueblo no perdonará la destrucción del tejo sagrado.

– ¿Así que todo el mundo ha decidido que han sido los Uí Fidgente? -preguntó Fidelma-. Sé que Nion, el bó-aire de Imleach, así lo cree, con total firmeza.

Finguine puso mala cara.

– ¿Nion? Sí, está seguro de que hay algún tipo de conspiración… aquí, en Cashel.

– ¿Por eso os ha acompañado hasta aquí? -preguntó Fidelma con sutileza.

– ¿De modo que habéis visto a Nion por el palacio? Pues sí, por eso me ha acompañado, para testificar. Cuando lo haga, quienes pretenden vender Cashel a los Uí Fidgente caerán.

Fidelma parpadeó ante el curioso tono que empleó Finguine, como si insinuara algo.

– ¿Compartís la convicción de Nion?

– A nadie le cabe la menor duda. Como dálaigh de Cashel que sois, se esperará de vos que aplastéis al príncipe de los Uí Fidgente en la vista. Sobre vos estarán puestas las miradas de todos los nobles de Muman. Se exigirá una gran indemnización a los Uí Fidgente, lo cual hará que estén en deuda con nosotros para siempre y que no vuelvan a sublevarse jamás.

– Eso se parece demasiado a infligir un castigo más, y no tanto a imponer una indemnización -observó Fidelma.

Finguine endureció la voz.

– Por descontado. Plantemos ahora las semillas de la destrucción entre los Uí Fidgente. Han sido una molestia para los Eóghanacht de Muman durante demasiado tiempo. Si queremos que nuestros hijos vivan en paz, ¡debemos cerciorarnos de que nuestra furia los hunda, para que jamás osen mirar a Cashel con envidia!

– En la epístola a los Gálatas está escrito: «Lo que el hombre sembrare, eso cosechará» -citó Fidelma.

– ¡Bobadas! -exclamó Finguine con brusquedad-. ¿Decís con esto que defendéis a los Uí Fidgente? Recordad que vuestro deber es servir a Cashel. ¡Vuestro deber es servir a vuestro hermano!

Fidelma enrojeció de furia.

– No tenéis que recordarme cuál es mi deber, príncipe de Cnoc Áine -respondió con frialdad.

– En tal caso, recordad lo que escribió Eurípides, ya que siempre os ha gustado citar a los antiguos. Los dioses dan a cada uno su merecido a su debido tiempo. El Uí Fidgente recibirá su merecido, y el momento se aproxima.

El príncipe de Cnoc Áine dio media vuelta y se fue indignado, claramente vencido por su mal humor.

Eadulf movió la cabeza, asombrado.

– Ahí va un joven cuyo ardor domina su razón -comentó.

– Sembrará espinas, creyendo que cosechará rosas, a menos que se le disuada -coincidió Fidelma con seriedad.

El viento había remitido un poco cuando Fidelma y Eadulf llegaron a una almena resguardada. Se apoyaron para contemplar la ciudad. Aunque ya se estaba haciendo tarde, parecía estar viva, pues caballos, jinetes, carros y personas atestaban las calles.

– Es como un público que espera a que dé comienzo la función -observó Eadulf-. Esto empieza a parecerse a un mercado.

Fidelma no dijo nada. Sabía que las palabras de Finguine, su primo, eran el sentir de muchos de los que allí se reunían ahora. Sin embargo, si tal era la rabia que sentía por los Uí Fidgente, ¿qué había estado haciendo con Solam? Fidelma no acababa de aceptar la idea de que sólo lo hubiera escoltado hasta Cashel por obligación. ¿Para qué buscaban por el bosque al hermano Mochta y las Santas Reliquias? ¿Qué sabían de todo aquello? No, algo no encajaba.

De pronto clavó los ojos en un almacén al otro lado de la plaza del mercado. Fidelma parpadeó. El almacén de Samradán.

– El almacén de Samradán -dijo Fidelma, reflexionando en voz alta-. Creo que allí encontraremos parte de la respuesta.

– No sé si os he entendido bien -se excusó Eadulf, mirando asimismo al edificio.

– No importa. Esta noche, cuando haya oscurecido, haremos una visita al almacén de Samradán. Allí comenzó este misterio, y tengo la corazonada de que allí se resolverá.

CAPÍTULO XXI

Eadulf siguió a Fidelma obedientemente en su pesquisa nocturna. Salieron de los umbríos muros del palacio por una puertecilla lateral, apartada de las muchas puertas principales, a fin de rehuir la mirada escrutadora de los centinelas. Las tinieblas se habían extendido cual sudario sobre la ciudad de Cashel. Las nubes que cruzaban las colinas ensombrecían la luna.

Sin embargo, de vez en cuando, el blanco orbe asomaba a través de súbitos claros de nubes, bañando momentáneamente la escena con una luz etérea, casi tan diáfana como la del día. Además de ver las luces en los edificios, les llegaba el olor acre del humo de tantas chimeneas, indicio de los primeros propósitos de combatir el frío otoñal. No parecía haber mucha actividad en la ciudad. La mayoría de los visitantes que ocupaban las calles hacía unas horas se habían refugiado en posadas y tabernas, aunque de fondo se oía débilmente la algazara. Oyeron ladrar a algún perro aquí y allá, y una o dos veces les llegó el maullido de gatos furiosos disputándose un territorio.

Fidelma y Eadulf llegaron a la plaza del mercado sin que nadie pudiera verles por la oscuridad.

– Ahí está el almacén de Samradán.

Fidelma lo señaló innecesariamente, pues Eadulf recordaba con nitidez las circunstancias del intento de asesinato. El almacén se encontraba justo al otro lado de la plaza, completamente a oscuras. Parecía estar desierto.

Cruzaron la plaza con premura. Fidelma fue derecha a una puerta lateral del edificio, que ya había visto antes. Estaba cerrada.

– ¿Está atrancada por dentro? -preguntó Eadulf mientras ella intentaba abrirla en vano.

– No, creo que sólo está cerrada con llave.

Empleó la palabra glas. Los cerrajeros irlandeses eran diestros fabricantes de cerrojos, llaves, y hasta de cadenas, para proteger edificios y habitaciones. Algunos eran muy intrincados. Sin embargo, cuando estudiaba en Tuaim Brecain, Eadulf había aprendido el arte de abrir cerrojos por medio de la inserción de un alambre en el poll-eochrach o cerradura. Rebuscó en su bolsa, extrajo la pequeña madeja de alambre que solía llevar siempre consigo y sonrió con malicia en la oscuridad.

– Apartaos. Os hace falta un experto -anunció, mientras se inclinaba a la altura del cerrojo.

Le llevó más tiempo del que esperaba y Fidelma empezó a impacientarse. Cuando ya parecía arrepentirse de su jactancia, oyó el chasquido que reveló el éxito de su propósito.

Giró el pomo, y la puerta se abrió hacia dentro. Eadulf se puso erguido.

Fidelma entró sin decir palabra. Él la siguió y cerró la puerta al pasar.

El almacén estaba a oscuras y no veían nada.

– Traigo piedra de lumbre y yesca, y el cabo de una vela en mi bolsa -susurró Eadulf.

– No conviene encender la vela, ya que podrían vernos desde fuera -objetó Fidelma en medio del silencio nocturno-. Aguardad un momento y la vista se os acostumbrará a la falta de luz.

En ese instante volvió a asomar la luna entre las nubes, y el claro fue lo bastante grande para que la luz entrara por las ventanas más elevadas del almacén. El edificio era una estructura sencilla. No tenía planta superior; encima sólo había la azotea donde se habían puesto a cubierto los asesinos frustrados. Al fondo sólo aparecían unas balas de paja amontonadas hasta alcanzar una gran altura, y los compartimentos donde Samradán sin duda guardaría los caballos de tiro. Ocupando buena parte del almacén estaban los dos sólidos carros. La última vez que los habían visto había sido en el patio de la posada de Aona.