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Apartaron las cubiertas de lona, y dentro Fidelma sólo vio el montón de herramientas.

– Al parecer, Samradán se ha llevado la bolsa de plata y la de mena -murmuró Fidelma, mirando aquí y allá.

– Era de esperar. Seguramente se lo ha llevado a alguien dedicado a extraer la plata de la mena.

Fidelma soltó un fuerte gemido.

– ¿Estáis bien? -preguntó Eadulf, alarmado.

– Bien estúpida, eso es lo que soy -se reprobó-. Había olvidado el proceso. Para extraer la plata del mineral, antes hay que fundirlo en la forja de un herrero.

– Claro.

– Anoche, cuando examiné el carro y encontré el saco de mena, ¡ya habían extraído parte de la plata! Samradán tuvo que requerir los servicios de un buen herrero antes de partir de Imleach rumbo a Cashel.

– Al salir de Imleach, debió de acudir a algún herrero con el mineral -sugirió Eadulf, coincidiendo con la hipótesis de Fidelma-. Cuando dijo que se dirigía hacia el norte, lo hizo para despistarnos.

– Eso parece. Pero, ¿por qué no extrajo el herrero toda la plata?

Una nube tapó la luna, volviendo a sumir el almacén en la más completa negrura.

Fidelma se quedó quieta. Eadulf le había hecho ver un aspecto clave. Sonrió en la oscuridad. Reparó en que ya tenía la respuesta. La luz de la luna volvió a bañar el almacén al filtrarse por las altas ventanas.

– ¿Habéis visto bastante? -preguntó Eadulf.

– Esperad un momento -le pidió Fidelma.

Fidelma fue por todo el almacén, examinando alguna que otra caja hasta llegar, por último, a la zona de la cuadra. Se detuvo junto a los fardos de paja, apoyó una rodilla en el suelo, se inclinó hacia delante y tiró de algo.

– Eadulf, ayudadme. Creo que es una trampilla que da a un sótano. Ayudadme a descorrer el cerrojo.

Eadulf acudió en su ayuda. Era evidente que se trataba de una trampilla de madera, cerrada con cerrojos de hierro. Los descorrió con cuidado y levantó la puertecilla. A sus pies sólo había oscuridad. Ni la pálida luz de la luna penetraba en aquella oscuridad.

Eadulf se disponía a decir algo, pero Fidelma extendió una mano para evitarlo.

Algo se movía allí abajo.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó Fidelma sin levantar la voz.

En medio del silencio oyeron un crujido, pero nadie contestó.

– Podemos probar a encender una vela, pero mantenedla cubierta hasta averiguar qué hay en este sótano -le ordenó Fidelma.

Eadulf hurgó en su bolsa de cuero, encontró el cabo que traía e hizo varios intentos de encenderla con la piedra y la yesca. Pasaron unos momentos, antes de que una chispa prendiera en la madera para encender la vela.

Sosteniendo la vela con cuidado, se adelantó para inclinarse en el borde de la trampilla.

Unos escalones descendían a una sala con paredes de piedra, no mucho más alta que un hombre alto. Era de unos dos metros y medio de ancho y de largo. En una esquina había un jergón y poco más, salvo… una persona amordazada y atada de pies y manos, que los miraba con los ojos muy abiertos. Reconocieron la inconfundible figura del hermano Bardán.

Con una exclamación de sorpresa, Eadulf bajó por la escalera seguido de Fidelma.

Mientras Eadulf sostenía la vela, Fidelma extrajo una navaja del marsupium, cortó las ataduras de las muñecas del monje y le quitó la mordaza. Mientras boqueaba para coger aire, Fidelma le cortó las cuerdas de los tobillos.

– Bueno, hermano Bardán, ¿qué estáis haciendo aquí? -saludó casi con jovialidad.

El hermano Bardán intentaba acostumbrarse a respirar sin la mordaza. Tosió y respiró hondo, hasta que al fin recuperó la voz.

– ¡Samradán! Ese malvado…

Hizo una pausa y, extrañado, les preguntó:

– ¿Cuánto sabéis de esta intriga?

– Hemos visto al hermano Mochta, que nos ha hablado de vuestra implicación en, digamos, su desaparición. Imagino que os habíais adentrado en los túneles secretos para ver al hermano Mochta, cuando os cruzasteis con Samradán.

El hermano Bardán asintió rápidamente y explicó:

– Iba a buscar al hermano para acompañarlo junto al príncipe de Cnoc Áine, que había prometido protegernos.

– ¿De modo que habíais informado a mi primo Finguine del paradero de Mochta y las Santas Reliquias?

– No exactamente. Vi a Finguine en el ángelus de medianoche, le dije que sabía dónde se ocultaba el hermano Mochta con las Santas Reliquias y le esclarecí que se debía a que el hermano temía por la seguridad del relicario y por su propia vida.

– ¿Le dijisteis que se ocultaba en una cueva?

– Sí, pero no le dije en cuál. Prometí a Finguine que iría a buscar al hermano Mochta y que lo llevaría a un lugar concreto a la mañana siguiente.

– Yo os vi hablando con Finguine en la capilla aquella noche -recordó Eadulf.

– ¿Qué acordasteis exactamente? -preguntó Fidelma.

– Acordamos que Finguine se encargaría de proteger las Reliquias y de escoltar a Mochta hasta Cashel.

Eso explicaba la presencia de Finguine y sus hombres en el bosque, pero, ¿por qué le acompañaba Solam?

– ¿Os dijo algo Finguine sobre hacer partícipe a Solam de este secreto? -inquirió al monje.

– ¿Solam? ¿El dálaigh de los Uí Fidgente? Hice lo posible por despistarlo.

– Pero le hablasteis del crucifijo.

– Él ya lo sabía y, de no haber sido así, igualmente se habría enterado.

– Y para desorientarnos, identificasteis falsamente el antebrazo amputado asegurando que era del hermano Mochta, ¿cierto?

– Yo sabía que vos y Solam andabais buscando a Mochta. Al hermano y a mí nos hacía falta tiempo para pensar qué íbamos a hacer. Y no sabíamos en quién podíamos confiar. Cuando le expliqué el asunto a Finguine, lo comprendió.

– ¿Y antes confiasteis en Finguine que en mí?

El hermano Bardán no sabía dónde mirar.

– No os mortifiquéis, Bardán. Mochta me explicó por qué no acudisteis a mí. Es ridículo, pero creo que es compresible. Veo que ahora sí confiáis en mí.

– Samradán y sus hombres dijeron lo suficiente para convencerme de que habíamos cometido un error al no confiar en vos.

– ¡Samradán! Sí, contadnos cómo terminasteis encerrado aquí -se interesó Eadulf.

– Con el objeto de cumplir mi compromiso con Finguine me levanté de buena mañana. Raudo, me adentré en el túnel para ir en busca del hermano Mochta y poder llevarlo al encuentro con Finguine. Entonces llegué a una cámara con dos pasadizos.

– La conocemos -lo interrumpió Fidelma-. Proseguid.

El hermano Bardán puso gesto de perplejidad.

– ¿La conocéis…? -quiso preguntar, pero se contuvo, pues ya tendría tiempo de hacer preguntas-. Bueno, cuando llegué allí oí un ruido procedente del otro túnel. Recuerdo haberme dirigido hacia allí dentro. Temía por la seguridad de Mochta y se me ocurrió que podrían haberlo descubierto… y nada más. Creo que me asestaron un golpe en la cabeza y perdí el conocimiento, porque aún me duele mucho.

– Habéis mencionado a Samradán… -lo animó a seguir Fidelma.

– Así es. Al recobrar el conocimiento estaba atado y amordazado, tal cual me habéis hallado, pero metido en la parte posterior de un carro, bajo una tela de lona. Daba sacudidas al avanzar por un camino con baches. Recuerdo haber oído la voz de Samradán. La conozco bastante bien por las veces que ha estado en la abadía.

– Continuad -apremió Eadulf.

– Tras otro lapso inconsciente, me recuperé otra vez. Tras cierto tiempo, los carreros se detuvieron, creo que después del mediodía. Se habían parado a comer. Fue entonces cuando oí que os maldecían con saña, a vos y al hermano sajón, por interferir y trastocar sus planes. Luego oí algo extraño.

– ¿Extraño en qué sentido? -lo animó Fidelma, al ver que vacilaba.

– Oí cascos de caballos que se aproximaban, y sin duda llegaron hasta donde estaban Samradán y sus hombres. Alguien, seguramente el cabecilla de los jinetes, saludó al mercader por su nombre. No reconocí su voz, pero puedo asegurar que no era de Muman, pues tenía un acento con un leve matiz del norte.