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»Lo cierto es que, tras el intercambio de saludos, oí que alguien toqueteaba la lona. Me quedé tumbado con los ojos cerrados. Una mano me sacudió, pero yo seguí respirando profundamente, sin reaccionar. Una voz dijo entonces: "Aún está inconsciente. Podemos hablar sin temor alguno". Volvieron a taparme con la lona y seguí escuchándoles.

– ¿Qué dijeron?

– Samradán empezó a lamentarse de que hubieran destruido la forja del herrero en el ataque porque tendría que hallar una nueva forma de extraer la plata del mineral. No tengo ni idea de qué hablaba. El hombre al que se dirigía simplemente soltó una carcajada. Dijo que no había podido evitarse. Las actividades ilegales de Samradán no eran asunto suyo ni del comarb. Samradán protestó y dijo que contaban con la aprobación del rígdomna y que actuaba bajo su protección.

El otro arguyó que, para él, Samradán no era más que un mensajero entre el rígdomna y el comarb.

Fidelma se inclinó hacia él para preguntarle con mucho interés:

– ¿Los dos mencionaron al rígdomna?

– Sí. El hombre dijo que lo que hiciera Samradán no era asunto suyo, que él cumplía órdenes, que sólo respondía ante el poder del comarb…. Entonces se apartaron a una distancia desde la que ya no les oía…

Fidelma contuvo un gemido de desazón.

– ¿Y estáis seguro de que se mencionó el título de comarb? -insistió.

Al hermano Bardán no le ofendió la pregunta, se limitó a contestar con calma:

– ¿Creéis que desconozco la importancia de ese título? Sólo hay dos comarb en los cinco reinos: el comarb de Ailbe y el comarb de Patricio.

Eadulf soltó un leve silbido, pues acababa de entender por qué Fidelma estaba tan tensa.

– ¿Qué sucedió luego? -preguntó Fidelma acto seguido-. ¿Oísteis algo más?

– Poco después oí marcharse a los jinetes. Tras un breve instante, alguien apartó la lona. Era Samradán. No tuve tiempo de fingir mi inconsciencia. Samradán me quitó la mordaza y me amenazó con volver a ponérmela si decía algo. Luego me dio algo de comer y de beber y, en cuanto hube terminado, me puso otra vez la mordaza. Estoy seguro de que creyó que acababa de recuperarme y que nada había oído acerca de la conversación con los jinetes. Volvió a cubrirme con la lona y, no mucho más tarde, reanudamos la marcha.

»Fue un viaje horrible. Noté que empezaba a caer la noche. Todo estaba a oscuras. Los carros se detuvieron. Tuve un sueño intranquilo. No había actividad. De vez en cuando me despertaba y me parecía oír voces. Percibí unos movimientos y, en un momento dado, me pareció oír vuestra voz, sor Fidelma.

Fidelma sonrió con amargura.

– Y así fue. Os detuvisteis en una posada del Pozo de Ara y pasasteis allí la noche hasta el amanecer. Luego Samradán y sus carros llegaron a Cashel. Creo que anoche estuve a escasos metros de vos.

El hermano Bardán miró a Fidelma con curiosidad.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¿Cómo me habéis encontrado?

– Antes, seguid con la historia, hermano Bardán -le instó Fidelma.

– Bueno, es como habéis dicho. Cuando nos detuvimos definitivamente, estábamos en un gran almacén. Me sacaron del carro y me metieron en esta suerte de sótano, y aquí he permanecido, en absoluta oscuridad, hasta que habéis dado conmigo.

Fidelma apoyó la espalda contra la pared, pensando vertiginosamente.

– Bien, lo primero que hay que hacer es sacaros de aquí, hermano Bardán, y llevaros a un lugar seguro.

– ¿Estoy en peligro, hermana?

– Creo que sí, y bastante. Si Samradán hubiera mencionado vuestra presencia a los jinetes, ya estaríais muerto. Por suerte, así como los jinetes consideraban que la actividad minera ilegal de Samradán no era asunto suyo, éste pensaba que vos os habíais topado por accidente con las excavaciones ilegales. Aunque en realidad, lo que os ha puesto en peligro es el hecho de ser testigo de una conspiración. Os llevaremos a casa de una amiga. Permaneceréis allí hasta mañana por la noche.

– ¿Por qué mañana por la noche?

– Porque entonces iremos por vos para trasladaros a hurtadillas al palacio de Cashel. No quiero que nadie sepa que estáis aquí.

– Samradán lo sabrá al ver que he desaparecido.

– Buena observación -murmuró Eadulf.

– No lo había pasado por alto. En cuanto el hermano Bardán esté en un lugar seguro, iremos a hablar con Samradán.

– ¿Y el hermano Mochta y las Santas Reliquias? -protestó Bardán-. ¿Y la protección de Finguine? ¿Se le prestó al hermano Mochta?

Fidelma movió la cabeza en señal de negación y dijo con una sonrisa:

– Ahora estáis bajo la protección de Cashel y encontraréis al hermano Mochta en el mismo lugar al que os vamos a llevar, junto con las Santas Reliquias.

Salieron del sótano. Eadulf se encargó de cerrar la trampilla y de correr los cerrojos. Luego, a su pesar, apagó la vela de un soplido. Sin embargo, parecía que empezaba a despejar y que la luz de la luna llena y radiante empezaba a ser regular. Entre sombras, Fidelma los guió hasta la puerta trasera para salir del almacén.

El hermano Bardán necesitó la ayuda de Eadulf, pues le costaba andar después de tanto tiempo atado. Desde la parte posterior del almacén, Fidelma los condujo por las afueras de la ciudad tan rápido como lo permitió la debilidad de Bardán, procurando no llamar la atención de los perros guardianes, a los que aún se oía ladrar no muy lejos.

– Gracias a Dios, habrán atraído su atención un lobo o algún otro carroñero que se haya acercado demasiado a la ciudad -susurró Fidelma, mientras esperaban a que el hermano Bardán se recuperara del entumecimiento.

Les llevó un buen rato llegar a su destino: la casa de la mujer recluida, Della.

Fidelma llamó a la puerta con delicadeza con la contraseña que habían acordado.

Della no tardó nada en abrir. Bajo la luz de la lámpara vieron un semblante pálido y azorado.

– ¡Fidelma! ¡Gracias a Dios que habéis venido!

– ¿Qué ocurre, Della? -preguntó Fidelma, sorprendida ante la turbación de su amiga.

– Se trata del hombre al que habéis traído aquí… el hermano Mochta…

Fidelma entró y miró a Della de frente. La mujer temblaba, estaba casi histérica. Algo la aterraba.

– ¿Qué sucede con el hermano Mochta? ¿Dónde está?

Entonces reparó en el desorden reinante en la habitación.

– ¡Se lo han llevado! -exclamó Della, muy sofocada.

– ¿Que se lo han llevado?

– A él y el relicario que no soltaba por nada. Se lo han llevado y, con él, el receptáculo. No he podido hacer nada por evitarlo.

Fidelma cogió a la mujer por los hombros para tranquilizarla.

– Sosegaos, Della. Por lo menos no os han hecho daño. Esto -dijo, señalando el estropicio con la mano- puede ordenarse y repararse con facilidad. Decid, ¿qué ha sido de Mochta y del relicario?

Della contuvo la respiración y se calmó.

– Lo habíais dejado a mi cuidado y se lo han llevado.

Fidelma trataba de no perder la paciencia.

– Eso habéis dicho. ¿Quién se lo ha llevado?

– Vuestro primo. Finguine, el príncipe de Cnoc Áine.

Con un gesto de consternación, Fidelma soltó los hombros de la mujer y dejó caer los brazos a los lados.

La reacción del hermano Bardán fue de gran alivio.

– ¿Así que aquí es donde habíais traído al hermano Mochta con las Reliquias? Bueno, gracias a Dios, al fin está bajo la protección de Finguine. Ya podemos descansar tranquilos.