Fidelma se dio la vuelta como si fuera a reprenderle, pero vaciló y prefirió decir:
– ¿Seguro que podemos estar tranquilos?
Volvió a dirigirse a Della.
– ¿Quién más iba con Finguine? ¿Finguine ha destrozado vuestras cosas?
– No, ha sido un guerrero. Finguine se lo ha reprochado, diciendo que era innecesario. El guerrero era el jefe del grupo que acompañaba al príncipe de los Uí Fidgente el día que entró en Cashel. Lo reconocí al verlo cabalgar con Donennach.
Eadulf exclamó con incredulidad:
– ¿Gionga? ¿Os referís a Gionga, el capitán de la escolta de Donennach?
Della se encogió de hombros, visiblemente apesadumbrada.
– Era Uí Fidgente, pero no sé cómo se llama. Sólo sé que, cuando Donennach entró en Cashel, ese hombre estaba a cargo de la protección del príncipe.
Fidelma guardó silencio, como si así ordenara pensamientos dispersos.
– Creo que tenemos un problema -dijo sin alzar la voz.
El hermano Bardán los miraba, desconcertado.
– No entiendo nada.
Fidelma no se molestó en dar explicaciones. Se limitó a mirar a Della, a la que dirigió una sonrisa tensa.
– Debo pediros un favor más, Della. Eadulf y yo debemos irnos ya. Debo pediros que cuidéis del hermano Bardán hasta que Eadulf o yo volvamos por él mañana por la noche.
– ¡No puedo! -protestó Della-. Ya veis lo que han hecho…
– Un rayo nunca cae dos veces en un mismo sitio, Della. Ahora que tienen al hermano Mochta y el relicario, a nadie se le ocurrirá buscar aquí al hermano Bardán.
El monje tenía el semblante desencajado, de tan confuso.
– No entiendo nada en absoluto. ¿Por qué debo esconderme ahora? Finguine protege al hermano Mochta y tiene las Santas Reliquias a buen recaudo.
Sin contestarle, Fidelma siguió dirigiéndose a su amiga.
– Della, es menester que hagáis esto por mí.
La mujer dedicó unos instantes a mirarla a los ojos y suspiró.
– De acuerdo. Aunque, como el hermano, desearía saber qué sucede.
– Sed comprensivos y entended que el bienestar del reino de Muman depende de que hagáis exactamente lo que os he dicho.
– De acuerdo.
Fidelma abrió la puerta e hizo una seña a Eadulf para regresar con ella a la oscuridad nocturna. Della fue hasta la puerta y forzó una sonrisa pese a su gesto de preocupación.
– La soledad es la mejor compañía y una breve abstinencia de ella apremia su dulce regreso -dijo.
Fidelma le devolvió la sonrisa. Sintió pena por ella, pues sabía que había tenido una vida muy triste. Acercó una mano para tocarle el brazo.
– Todos estamos condenados a la soledad, Della -dijo-, pero algunos de los muros que nos protegen no son más que nuestra piel y, por tanto, no hay puerta que nos permita salir de la soledad y entrar en la vida. Estamos condenados a la soledad de por vida.
Dejaron atrás la casa donde vivía recluida la antigua prostituta y volvieron a los oscuros callejones de la ciudad.
– ¿Cómo sabía Finguine que habíais ocultado a Mochta y el relicario? -preguntó Eadulf.
– ¿Recordáis cuando dijisteis que habíais visto a Nion aquí, a las puertas de una taberna? Pues se informó debidamente a Finguine de que habíamos salido por una calle lateral. Finguine no habrá tenido que investigar mucho para descubrir que aquí tengo una amiga y que esa amiga es Della. Debe de haber atado cabos. Quizás haya visto enseguida que yo he recuperado el relicario y al hermano Mochta, cuando él había fracasado en el intento.
– Sí, pero ¿por qué Finguine se ha hecho acompañar por Gionga, cuando sostiene que odia a los Uí Fidgente? Confieso estar igual de confundido que el hermano Bardán.
– ¿Recordáis que os hablé del juego del tomus? Pues acaban de juntarse varias piezas más. Aunque todavía necesito esa única pieza que lo hará encajar todo. Y Samradán me la proporcionará. Ahí es donde iremos ahora, a ver a ese avaro mercader.
– ¿Sabéis dónde vive Samradán? -preguntó Eadulf.
– Sí, Donndubháin me indicó la casa la otra semana, cuando examinábamos el almacén.
Entraron en un camino trasero, apartado de la calle principal de la ciudad. Un momento después, Fidelma se detuvo para señalarle una casa. Era una rica construcción de madera de dos plantas. No había ninguna luz en el interior. Se aproximaron por detrás. Fidelma se disponía a cruzar el patio hacia la puerta posterior, cuando oyeron un crujido y luego un leve aullido. Al aguzar la vista en la oscuridad y ver una forma oscura en el suelo, Eadulf se agarró al brazo de Fidelma.
– ¡Es el perro guardián de Samradán! -la previno.
Fidelma también lo había visto. El perro yacía junto a un poste, y el crujido parecía venir de la correa de cuero a la que estaba atado y que acompañaba los débiles movimientos del animal. Lo cierto era que el perro parecía estar gimiendo en sueños.
– Menudo perro guardián -murmuró Eadulf-. Aunque para nosotros es una suerte que esté atado y durmiendo.
– Tendremos que entrar por la parte delantera de la casa -anunció Fidelma.
Seguido de Fidelma, Eadulf pasó junto a una pared lateral del edificio. No molestaron al perro. Al llegar a la esquina se detuvo en seco, indicando a su compañera que volviera a ocultarse en la penumbra.
– Frente a la casa he visto un jinete -susurró Eadulf.
Fidelma se desplazó con cautela hacia delante para ver mejor.
Había una figura alta montada a caballo que, inclinada ligeramente hacia delante, estaba examinando la casa de Samradán con gran interés. Iba solo.
La luna brillaba con bastante intensidad en un momento en que casi no había sombras.
Incluso en la penumbra habría reconocido Fidelma a su primo, Finguine, rígdomna de Cnoc Áine.
CAPÍTULO XXII
Mientras Fidelma observaba, Finguine se irguió como si hubiera tomado una decisión y tiró de las riendas, haciendo girar al animal, que echó a trotar por la calle principal, rumbo a la grandiosa fortaleza que dominaba la ciudad. Fidelma y Eadulf esperaron a que se hubiera alejado antes de salir de la sombra.
– ¿Por qué rondará Finguine por la casa de Samradán? -susurró Eadulf-. Parece que se ha aficionado a frecuentar malas compañías. Primero Solam, luego Gionga y ahora el mercader.
– Esperemos poder persuadir a Samradán de que responda con sinceridad a nuestras preguntas -comentó Fidelma.
Eadulf miró hacia la casa.
– Por delante tampoco hay luz. A lo mejor no está.
– ¿Con el perro atado atrás?
Se acercó a la puerta y algo la impulsó, antes de nada, a intentar abrirla. No estaba cerrada con llave, por lo que se abrió. Entró con sigilo, haciendo una seña a Eadulf para que la siguiera.
Se hallaban dentro de la única sala de la planta baja y que hacía las veces de sala de estar, cocina y almacén. Una breve escalera subía al dormitorio. En la chimenea del centro ardía una lumbre, cuyo fulgor iluminaba lo bastante la sala para ver que no había nadie.
– ¿Qué os decía? -murmuró Eadulf-. No está.
Fidelma lo fulminó con la mirada.
– Entonces no puede andar muy lejos, porque alguien ha echado leña al fuego no hace mucho. Usadlo para encender una vela.
Eadulf hizo lo que le pidió Fidelma. Ésta ya iba por la habitación, examinándola.
– No sé qué esperáis encontrar aquí -masculló Eadulf, mirando con nerviosismo hacia la puerta-. Samradán podría volver en cualquier momento. Y entonces, ¿qué?
Fidelma no dijo nada. Tras analizar la estancia, se dirigió a la puerta trasera. El cerrojo no estaba echado por dentro. La abrió y se asomó afuera. El perro seguía tumbado junto al poste, gimiendo en sueños. Entonces advirtió algo extraño en la conducta del animal. En Muman los perros volvían a la vida por las noches, cuando los desataban para proteger las casas contra depredadores tanto humanos como animales. ¿Por qué, entonces, aquel animal yacía en el suelo, entregado a un sueño que no parecía natural, y dando un gemido tan lastimero?