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Obviando las quejas de Eadulf, Fidelma se acercó rápidamente adónde estaba atado el perro y se inclinó sobre él.

Eadulf la siguió, decidido a convencerla de que se marcharan. Con las prisas, salió con la vela encendida.

Fidelma, que estaba sobre el perro, le ordenó con sequedad que arrimara la vela. El animal no se movió. Tenía espuma por el hocico.

Fidelma miró a su compañero.

– A este animal lo han envenenado -se puso en pie con tal brusquedad, que Eadulf se echó atrás sobresaltado-. ¿Por qué lo habrán envenenado? -se preguntó Fidelma.

Eadulf lo consideró una pregunta retórica y no dijo nada.

Fidelma se quedó mirando la casa en penumbra.

Acto seguido, volvió a entrar a toda prisa con Eadulf a la zaga, preguntándose qué demonio la habría poseído.

Fidelma se detuvo en la habitación principal donde habían estado y echó varias miradas a su alrededor. Musitó algo para sí y se dirigió a la escalera que daba a la planta superior. Eadulf se encogió de hombros con impotencia, como si expresara perplejidad ante un público invisible, y fue tras ella.

Al llegar al dormitorio al final de la escalera, Fidelma se quedó quieta, observando un bulto sobre la cama.

Por detrás de ella, Eadulf alzó la vela.

El mercader Samradán estaba tendido sobre la cama, cubierto de sangre, con la empuñadura de una daga clavada en el pecho. Tenía los ojos abiertos, aunque con la mirada vidriosa propia de un muerto.

– Demasiado tarde -musitó Fidelma-. Alguien ha pensado que Samradán podía habernos ayudado a conocer toda la verdad.

– ¿A qué verdad os referís? -preguntó Eadulf con desesperación.

Le enfureció no obtener respuesta de Fidelma, pero ésta tenía la cabeza puesta en otra parte. Se acercó a examinar el puñal. Nada lo diferenciaba de cualquier otro puñal. Carecía de cualquier marca distintiva, de cualquier pista que pudiera apuntar a su dueño. No había nada que permitiera identificar al asesino.

– ¡Ha sido Finguine! -resolvió Eadulf-. Él se iba cuando nosotros llegábamos. Está confabulado con Solam y Gionga. ¡Dios! Ahora comprendo el motivo de tanta inquietud por la desaparición del hermano Mochta y del relicario.

Ella asintió con la cabeza, absorta en sus pensamientos. Entonces algo captó su mirada. Al caer de espaldas, Samradán debió de agarrarse a la ropa del agresor, ya que entre los dedos agarrotados había un trozo de tela, un jirón de una camisa de hilo. Dada la sangre que había por todas partes, dedujo que ésta debió de haber salpicado al agresor. Se inclinó y abrió los dedos de Samradán para sacar el pedazo de tela y entonces vio que había algo sujeto a éste.

Era un pequeño símbolo solar de plata. Un broche adornado con granates semipreciosos. Había cinco piedras, una sobre cada uno de los rayos del emblema. Tras mostrarlo a Eadulf, lo guardó de inmediato en el marsupium.

– Seguramente es del asesino -dijo Eadulf, afirmando la evidencia.

– ¿No lo habéis visto antes, Eadulf? -le preguntó Fidelma.

– Me resulta familiar -coincidió Eadulf.

– Es la pieza central del tomus -concluyó con una sonrisa antes de seguir examinando el cuerpo.

Fidelma dio un respingo cuando Eadulf le apretó, de pronto, el hombro. Se dio la vuelta con intención de reñirle por asustarla, cuando vio que tenía un dedo sobre los labios. Eadulf señaló con la cabeza hacia las escaleras.

Con toda claridad, oyeron a alguien moviéndose por la habitación de abajo.

Fidelma se incorporó.

– Preparaos -lo avisó.

Oyeron pasos subiendo las escaleras. Primero se asomó la punta de una espada y luego vieron la cabeza. Era Donndubháin.

El joven presunto heredero de Cashel los miró con sorpresa.

– ¿Qué estáis haciendo? -les preguntó, tras asimilar la inesperada presencia, y luego subió los últimos escalones envainado la espada-. Me había parecido oír…

Se quedó estupefacto al ver el cuerpo de Samradán.

– ¿Qué ha pasado?

Fidelma tardó un poco en responder.

– ¿Qué hacéis aquí? -le preguntó a continuación.

– Pasaba por aquí. Con toda la gente que ha acudido a Cashel para la vista, me ha parecido que debía supervisar a los centinelas que hemos apostado en la ciudad. Desde el callejón de atrás he visto luz. Luego he reparado en que la puerta de atrás estaba abierta y después en unas siluetas moviéndose. El perro parecía dormido. Al ver que pasaba algo raro, he entrado. Desde abajo he oído movimiento en la planta de arriba. Y aquí estáis -explicó, y miró con indiferencia el cuerpo de Samradán-. ¿Lo habéis matado vosotros?

– ¡Claro que no! -le espetó Eadulf-. Hemos visto a Fin…

– Al igual que vos, hemos visto al perro y luego, la puerta abierta -lo interrumpió Fidelma, mintiendo con naturalidad-. Nosotros acabamos de llegar.

– ¿Ha sido un robo?

Fidelma señaló el portamonedas de cuero que continuaba atado al cinturón del mercader Samradán.

Donndubháin se inclinó sobre éste y lo abrió. Sacó un puñado de monedas de plata.

– Entonces no ha sido un robo -murmuró para sí-. Quizá tenga algo que ver con el intento de asesinato del rey, pero, ¿qué grado de implicación podría tener Samradán?

– Aquí no parece haber nada que lo esclarezca -dijo Fidelma.

Eadulf no comprendía por qué estaba siendo tan parca en información.

Fidelma descendió a la planta baja.

Eadulf y Donndubháin la siguieron.

– Si no os importa, dejaremos este asunto en vuestras manos -le pidió Fidelma-. Eadulf y yo volveremos al palacio.

– Alertaré a los centinelas -le comunicó el presunto heredero, mostrando su conformidad.

Se dirigió a la puerta de atrás, donde tenía el caballo y, al salir, se detuvo en el umbral como si le hubiera asaltado un pensamiento.

– ¿Habéis mirado en las cuadras que Samradán tiene ahí detrás? Quizá sí se trate de un robo. Tal vez tenga algo que ver con lo que guardara ahí dentro.

– Creía que Samradán guardaba todas las mercancías en el almacén de la plaza del mercado -dijo Fidelma.

– No sé si todo lo guardaba allí o no, pero al otro lado del arroyo hay un establo que es suyo -les explicó, señalando la oscura silueta de un edificio detrás de la casa.

– En tal caso, lo mejor será ir allí por si podemos averiguar algo -accedió Fidelma.

Donndubháin bajó una lámpara y usó el fuego para encenderla.

Había dejado el caballo atado junto a la puerta trasera del patio. Los tres pasaron junto al perro, que yacía aún bajo los efectos del veneno al lado del poste. Había un pequeño cercado por el que pasaba un arroyo que abastecía de agua la casa. Más allá se alzaba un edificio oscuro, no muy grande.

– No sabía que este granero fuera de Samradán -murmuró Fidelma al acercarse al edificio.

Donndubháin, que iba delante, les abrió la puerta.

Dentro había dos cuadras con un caballo en cada una.

– No sabía que Samradán tuviera tantos caballos -musitó Donndubháin-. Pero esto no son caballos de trabajo… son purasangres.

Fidelma ya había hecho una primera observación de la cuadra, y lo cierto era que, aparte de los caballos y las guarniciones, el olor acre del cuero, con el del heno y la cebada, aturdía de tan intenso.

Fidelma se acercó al animal de mayor tamaño, una hermosa yegua zaina. En el hombro y la ijada el animal tenía unas viejas heridas cicatrizadas, lo cual indicaba que habían servido de caballo de guerra. Se inclinó para darle unas palmaditas en el hocico. A continuación, abrió la puerta de la cuadra y entró. La yegua estaba tranquila y le permitía pasar las manos por el pelo, que estaba caliente y sudado. Luego se agachó a mirar los cascos.