– No es la clase de animal propia de un simple mercader -observó Donndubháin.
– Es un caballo hecho para la guerra, o eso parece -coincidió Fidelma-. A diferencia del otro.
Fidelma dirigió toda la atención al segundo caballo.
– Cierto que es una yegua fuerte y bien criada, y aunque no es un caballo de batalla resulta de buena montura -analizó para luego darle unas palmaditas y volver junto a Eadulf y Donndubháin.
Éste se hallaba examinando una silla y una brida que había cerca.
– Mirad, Fidelma -la llamó-, esta guarnición es de un guerrero. Mirad, es evidente.
Eadulf también se puso a examinar la silla, muy bien equipada y ornamentada.
– El príncipe tiene razón -murmuró-. Aquí…
De la silla colgaba un saquito alargado. Tenía forma de carcaj, pero no lo era. Era el saco donde un guerrero llevaría un juego de flechas de repuesto. Eadulf desató las cuerdas y sacó una flecha.
– ¿No es esto…? -empezó a decir.
Fidelma la cogió para verla mejor.
– Así es, las flechas tienen las marcas de Cnoc Áine. Las mismas flechas que nuestro amigo asesino, el arquero, utilizó. Son las flechas que hace Nion el herrero.
– Y mirad esto… -les indicó Donndubháin, mostrándoles un símbolo de plata entre los ornamentos de la silla de montar.
– Bueno -dijo Eadulf con optimismo-. ¿Eso no es un jabalí, el símbolo del príncipe de los Uí Fidgente?
– ¡Entonces teníamos razón! -exclamó Donndubháin-. ¿Recordáis que supusimos que los asesinos habrían venido a caballo y que habrían dejado a los animales en el bosque que queda detrás del almacén de Samradán? ¿Y que suponíamos que una tercera persona se los habría llevado al saber que habían matado a los asesinos? Pues éstos serán la prueba de que Samradán estaba involucrado.
– Sin embargo, hacía por lo menos una semana que Samradán se encontraba en Imleach -señaló Fidelma.
– Bueno, siempre pudo haber ordenado a uno de sus hombres que trajera aquí a los caballos, a un cómplice -sugirió su primo, por un momento alicaído.
– Hay muchas cosas que debemos tener en cuenta -dijo Fidelma-. Desde luego, la aparición de estos arneses parece que aporta la pieza definitiva del rompecabezas. ¿Hay algo en esa alforja? -les preguntó, señalando a la bolsa de cuero que colgaba de la silla.
Donndubháin desató las correas y la abrió. Empezó a sacar algunas prendas de vestir.
– Ahí no hay más que ropa -dijo Eadulf, decepcionado.
– No hay nada que nos dé ninguna pista, salvo el emblema de los Uí Fidgente, que ya dice mucho -comentó Donndubháin-, y nos basta.
Fidelma cogió la bolsa y miró dentro, palpando el interior con la mano, antes de devolvérsela.
– Eso parece.
Salieron del establo y se dirigieron sin prisa a la puerta del patio, para luego detenerse junto al caballo de Donndubháin.
– Bueno, pondré a los centinelas sobre aviso de este asesinato -dijo Donndubháin, desatando el caballo-. ¿Queréis esperar a que monte la guardia y venga luego para que os acompañe hasta el palacio?
– No -rechazó Fidelma-. Volveremos por nuestra cuenta. No queda lejos. No os preocupéis, Donndubháin, estaremos seguros.
Tras montarse en el caballo y alejarse trotando en medio de la oscuridad, ellos regresaron tranquilamente a la casa para pasar por su interior y salir a la calle principal, donde había alguna que otra persona, además de juerguistas tardíos que se afanaban por salir de tabernas y posadas y regresar al hogar. Nadie les increpó, ni se enfrentó con ellos, de camino a los elevados muros del palacio.
– Bueno -se atrevió a decir Eadulf-, ahora los caballos disipan cualquier posible duda de la implicación de Samradán. Habrán estado allí desde el día del asesinato.
– No. Hace menos de media hora que los han dejado ahí -lo contradijo Fidelma, convencida-. Todavía estaban sudados por el esfuerzo de haber sido traídos, de dondequiera que estuvieran escondidos, a ese almacén.
Eadulf la miró, boquiabierto. Más se asombró todavía al oírla soltar una risilla. Fidelma se detuvo junto a la luz de una taberna para mostrarle algo.
Eadulf acercó la cabeza para verlo mejor. Era una minúscula moneda de plata.
– La he encontrado en una esquina de la alforja. Lo habíais pasado por alto.
– ¿Qué es? -preguntó Eadulf.
– Una moneda de Ailech, capital de los reyes de los Uí Néill del norte. Se llama píss.
– ¿Qué significa?
– Mi querido Eadulf -le dijo, y él no había percibido tanta satisfacción en su voz desde hacía varios días-, esta noche se me ha revelado la verdad sobre todo este asunto. Dijo una vez mi mentor, el brehon Morann: «Si descartamos lo imposible, la respuesta residirá en lo que quede, por improbable que sea». Ya sé quién está detrás del asesinato y la conspiración. Pese a los intentos por confundirme con pistas falsas y, debo confesarlo, pese a haberme despistado hasta esta noche, ¡acabo de ver al zorro!
CAPÍTULO XXIII
La Gran Sala de Cashel estaba abarrotada cuando Fidelma entró con Eadulf. Todos se habían vestido con formalidad para la ocasión. Incluso Eadulf se había puesto su mejor atuendo y había traído el bordón, que ahora usaba para realzar su posición. Todo un ejercicio de egocentrismo por su parte.
Eadulf sonrió a Fidelma al separarse de ella para sentarse junto a los que habían acudido al tribunal como meros observadores. En los tribunales irlandeses se concedía una gran importancia al protocolo, y ahora Eadulf entendía muchas cosas que antes constituían un misterio para él.
Fidelma cruzó la sala hasta el centro, donde tomó asiento junto a Solam, el dálaigh de los Uí Fidgente, que estaba sentado al lado de su príncipe, Donennach. Los litigantes siempre se sentaban con sus abogados en el airecht airnaide, el tribunal de espera.
Delante de ellos había tres sillas colocadas tras una mesa larga y baja, donde se apilaban diversos textos jurídicos. Formaban el lugar reservado a los brehons, o jueces, que constituían el airecht, es decir, el tribunal propiamente dicho. Tras las sillas de los jueces, sobre una plataforma que presidía la sala, se hallaba Colgú sentado en la silla oficial de madera labrada, y a su lado derecho, Ségdae, el cual no estaba allí como abad sino como obispo y comarb de Ailbe, el Primer Apóstol de la Fe en Muman. A su izquierda estaba el ollamh de Colgú, Cerball, su bardo principal y consejero. Eran los tres hombres más ilustres del reino y se les conocía como el cúl-airecht, el tribunal del fondo, encargado de supervisar el adecuado ejercicio de la justicia.
A la derecha del lugar que ocupaba el rey se sentaba en unos bancos el táeb-airecht, o tribunal lateral, constituido por escribas e historiadores cuya labor consistía en dejar constancia de los acontecimientos. Junto a ellos se sentaban los reyes menores y los nobles, con el tanist Donndubháin, Finguine de Cnoc Áine y otros a la cabeza, los cuales debían asistir al juicio para verificar que la defensa del reino fuera correcta y se ciñese a la ley.
A la izquierda del rey estaba el airecht fo leithe, el tribunal aparte, donde se reunía a todos los posibles testigos. Entre otros, allí estaba el hermano Mochta. Eadulf se sorprendió al saber que Solam había nombrado al monje testigo principal contra Muman. Aunque lo más sorprendente fue ver allí, bajo vigilancia, el relicario de Ailbe. El hermano Madagan también formaba parte del airecht fo leithe, a la espera de ser llamado a declarar, así como el hermano Bardán, Nion el bó-aire de Imleach, Gionga y Capa.
Eadulf reparó en que la presencia de Mochta y el relicario no habían sorprendido a Fidelma, que, tras tomar asiento, guardaba silencio con las manos plegadas sobre el regazo y la vista al frente, sin mirar nada en concreto. Eadulf estaba algo molesto con ella, pues, tras revelarle que creía tener la respuesta al misterio, se había negado en redondo a explicarle nada más. Se sentía desdichado. A lo largo de las últimas semanas la había notado más irritable que de costumbre, menos abierta a hacerle confidencias. Había llegado a considerarse un «amigo del alma», un anam-chara que todos los religiosos de Éireann tenían para hablar de problemas seculares y espirituales. De modo que se sentía desdichado cuando no le confiaba las cosas.