Colgú estaba sereno y agradecía las aclamaciones saludando con la mano, pero Donennach estaba sentado con una postura rígida y parecía harto nervioso. Movía los ojos de lado a lado, como si estuviera alerta, buscando algún signo de hostilidad. En algún que otro momento, una sonrisa fugaz cruzaba sus facciones al inclinar con tirantez la cabeza, sólo desde el cuello, en muestra de agradecimiento al aplauso de la efusiva muchedumbre.
Los jinetes cruzaban en ese momento la plaza del mercado para llegar a un camino que les conduciría cuesta arriba hasta el afloramiento rocoso donde se alzaba la sede de los reyes de Cashel. Incluso los ojos Donennach de los Uí Fidgente se abrieron un poco al alzar la vista ante la dominante fortaleza y el palacio de Cashel.
Donndubháin levantó el brazo para indicar a la columna de guerreros que girara en redondo para acercarse al camino de la fortaleza.
Con la intención de saludar a su hermano, Fidelma se abrió paso entre el gentío seguida de Eadulf, que parecía abrumado.
En cuanto Colgú la vio, su rostro mudó con una sonrisa pícara, muy similar a la de Fidelma en momentos de intenso regocijo.
Colgú tiró de las riendas y se inclinó con un movimiento brusco para saludar a su hermana.
Y fue precisamente aquella acción lo que le salvó la vida.
Una flecha impactó en el antebrazo del rey con un extraño golpe seco que le hizo soltar un grito de sorpresa y dolor. Si él no se hubiera inclinado, la flecha habría alcanzado un objetivo mortal.
La impresión por lo que acababa de suceder paralizó a todo el mundo, como si se hubieran vuelto de piedra. Pareció mucho tiempo, pero habían pasado menos de dos segundos cuando se oyó otro grito de dolor. Donennach, el príncipe de los Uí Fidgente, se tambaleaba en la silla de montar con una segunda flecha clavada en el muslo. Eadulf, horrorizado, lo vio oscilar sobre el caballo para luego caer al polvoriento suelo del camino.
El golpe del cuerpo al caer desencadenó una actividad y una conmoción frenéticas.
Uno de los guerreros Uí Fidgente desenvainó la espada al grito de «¡Asesinos!» y espoleó el caballo dirigiéndose hacia un grupo de edificios a poca distancia de allí, al otro lado de la plaza. Momentos después, algunos de sus hombres le seguían, mientras otros acudían a socorrer al príncipe caído y se ponían de pie a su alrededor empuñando la espada ante la expectativa de que alguien lo atacara.
Eadulf vio que Donndubháin, el presunto heredero de Colgú, también había desenfundado la suya y corría hacia los guerreros Uí Fidgente.
Fidelma fue de las primeras en sosegarse. Su mente bullía. Habían lanzado una flecha contra su hermano y otra contra su invitado y, milagrosamente, ambas habían errado el tiro. Era indudable que el guerrero Uí Fidgente había visto por dónde había huido el atacante y señaló los edificios donde se ocultaba el arquero que había pretendido abatir al rey de Cashel y al príncipe de los Uí Fidgente. No había tiempo que perder en consideraciones. Donndubháin también se lanzó a la caza del asesino.
– Ocupaos de Donennach -le gritó Fidelma a Eadulf, que ya se estaba abriendo paso entre la recelosa escolta del príncipe.
Fidelma se volvió hacia su hermano, que seguía montado a horcajadas, todavía bajo el efecto de la conmoción, y agarraba la flecha que tenía incrustada en el brazo.
– Descabalga, hermano -le instó sin perder la calma-, a menos que quieras seguir siendo un blanco perfecto.
Fidelma se acercó para ayudarle a desmontar, cosa que hizo conteniendo un gemido de dolor por la herida.
– ¿Es grave la herida de Donennach? -preguntó apretando los dientes, sin soltarse el brazo dolorido y ensangrentado.
– Eadulf se está ocupado de él. Siéntate en esa roca mientras extraigo la flecha del brazo.
Su hermano obedeció con renuencia. Para entonces, dos hombres de Colgú estaban junto a él, empuñando innecesariamente las espadas. La gente empezaba a agolparse alrededor del rey, ofreciendo consejos y haciendo preguntas. Fidelma hizo una señal impaciente con la mano para que se apartaran.
– ¿Hay algún médico entre vosotros? -solicitó tras haber examinado la herida y observar que la punta había penetrado profundamente, por lo que temía que al arrancarla rasgara el músculo y causara un lesión más grave que la sufrida.
Se oyó un murmuro general entre la concurrencia, que movía la cabeza en señal de desaprobación.
A su pesar, Fidelma se inclinó y tocó el asta con incertidumbre. Llevaría demasiado tiempo enviar a alguien que trajera al viejo Conchobar hasta allí.
– Esperad, Fidelma -gritó Eadulf, abriéndose paso entre la gente.
Fidelma casi suspiró de alivio, pues sabía que Eadulf se había formado en el arte de la medicina en la importante escuela médica de Tuaim Brecain.
– ¿Cómo está Donennach? -se interesó Colgú en cuanto lo vio llegar, haciendo un gran esfuerzo para no perder el control y a pesar de estar pálido de dolor.
– Por el momento, concéntrate en ti, hermano -lo amonestó Fidelma.
Colgú puso un gesto grave.
– Un buen anfitrión debe anteponer a su invitado -dijo.
– Es una herida grave -reconoció Eadulf, inclinado para examinar la parte del brazo donde se había clavado la flecha-. Me refiero a la herida de Donennach; aunque la vuestra tampoco es un rasguño. He solicitado que armen una camilla para poder trasladar al príncipe Donennach a palacio, donde se le atenderá mejor que aquí, entre tanto polvo. Me temo que la flecha ha penetrado en un ángulo difícil del muslo. Pero ha tenido suerte… al igual que vos.
– ¿Podéis quitarme esta flecha del brazo? -le pidió Colgú.
Eadulf la había estado examinando de cerca. El sajón esbozó una sonrisa seria.
– Sí, pero os dolería mucho. Preferiría esperar hasta llegar a palacio.
El rey de Muman resopló con arrojo.
– Hacedlo aquí y ahora, para que mi pueblo vea que la herida no es grave y que un rey Eóghanacht es capaz de soportar el dolor.
Eadulf se volvió y se dirigió a una persona entre la multitud.
– ¿Qué casa con lumbre está más cerca de aquí?
– La del herrero está al otro lado de la calle -dijo una anciana señalando con el dedo.
– Permitidme unos minutos, Colgú -pidió Eadulf, dándose la vuelta para luego encaminarse a la forja.
El propio herrero se hallaba entre la muchedumbre; había abandonado la forja para averiguar a qué venía tanto alboroto en la calle. Acompañó a Eadulf de buen grado. Eadulf sacó una daga. El herrero se lo quedó mirando con sorpresa mientras el monje sajón giraba la daga sobre las brasas encendidas antes de regresar junto a Colgú.
Colgú apretaba la mandíbula y por la frente le corrían perlas de sudor.
– Hacedlo lo más deprisa que podáis, Eadulf.
El monje sajón asintió con un gesto breve.
– Sujetadle el brazo, Fidelma -pidió en voz baja.
A continuación se inclinó y, agarrando la flecha por el asta, la aflojó con la punta de la daga y tiró de ella con rapidez. Colgú soltó un gruñido, y sus hombros se inclinaron para poder sostenerlo, como si fuera a desplomarse. Pero no cayó. Con tal fuerza apretaba las mandíbulas, que se oía el rechinar de los dientes. Eadulf tomó un paño blanco que alguien ofreció y con él le vendó el brazo.
– Esto valdrá hasta que regresemos a la fortaleza -dijo con satisfacción-. Debo tratar la herida con hierbas para prevenir una infección -añadió en voz baja, dirigiéndose a Fidelma-. Por suerte, la punta de la flecha ha entrado y ha salido de forma limpia.
Fidelma tomó la flecha y la examinó con el ceño fruncido. Entonces la introdujo en la cuerda de la cintura y se dispuso a ayudar a su hermano.
El joven presunto heredero, que había bajado del caballo, apareció entre el gentío, con el rostro encendido. Con preocupación, miró de arriba abajo a Colgú, que estaba de pie con ayuda de su hermana.
– ¿Es grave la herida?
– Bastante grave -respondió Eadulf en nombre del rey-, pero sobrevivirá.