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– En ese momento, ¿estabais seguro de que se trataba de un ataque de los Uí Fidgente?

– Sí -respondió Finguine-. Así lo creía Nion y, además, así lo demostraba el jabalí tallado en el árbol y el hecho de que los jinetes huyeran rumbo al norte tras el ataque. Todo apuntaba a que eran los Uí Fidgente.

– Como se esperaba que fuera -coincidió Fidelma-, claro que con una excepción: el jinete que capturamos.

– Sí, pero murió antes de que pudiéramos identificar quién era… -empezó a decir Finguine.

– La noche antes de que salierais de Imleach, el hermano Bardán acudió a vos en la capilla para confesaros que conocía el paradero del hermano Mochta y las Santas Reliquias.

Finguine señaló a los testigos.

– El hermano Bardán está ahí sentado. Él os lo confirmará.

– ¿Acordó traeros a Mochta y las Santas Reliquias?

– Sí.

– ¿Debo considerar, por tanto, que es coincidencia que Solam se uniera a vos aquella mañana?

– Sucedió del modo en que os lo conté. Me vi obligado a escoltarlo hasta Cashel. Pero nos retrasamos porque había dado mi palabra a Bardán y él no aparecía. A Solam sólo le conté lo que consideré necesario. Más tarde supe que os habían visto en el camino que lleva al puente de Ara, con el sajón y el hermano Mochta. Según la descripción, llevabais algo que sólo podía ser el relicario. En cuanto a Bardán, en fin, había desaparecido.

– ¿Cómo descubristeis dónde había escondido al hermano Mochta y las Santas Reliquias?

– Nion os vio salir de la casa de Della. No hizo falta mucha imaginación para indagar y averiguar que erais amigas.

– ¿Por eso fuisteis a casa de Della y os llevasteis a Mochta y el relicario? Todavía hay algo que no me explico. En más de una ocasión habéis declarado vuestras sospechas hacia los Uí Fidgente. Si así es, ¿por qué os hicisteis acompañar por Gionga de los Uí Fidgente para registrar la casa de Della?

Finguine miró nervioso a los jueces.

– Fue necesario actuar sin dilación alguna en cuanto Nion me informó. Me hallaba con Solam cuando Nion vino a hablar conmigo. Así, Solam insistió en que Gionga me acompañara, ya que abrigaba sospechas y quería un testigo de los Uí Fidgente. Como no tuve tiempo de mandar traer a mis guerreros, tuve que fiarme de Gionga.

Solam se dio la vuelta y asintió para confirmar lo dicho.

– Así fue, Fidelma.

– Una vez descubristeis que había traído al hermano Mochta y el relicario a Cashel, Finguine, ¿por qué creísteis necesario llevároslos, si yo los había puesto a buen recaudo?

Finguine parecía incómodo y luego sostuvo un momento la mirada de su prima.

– Porque creíamos que vos estabais tras la conspiración contra Cashel.

Rara vez se asombraba Fidelma hasta quedarse sin habla, pero así fue.

Su silencio animó a Finguine a seguir.

– Acababais de regresar a este reino tras pasar años fuera. De joven os marchasteis a estudiar con el brehon Morann de Tara. Luego fuisteis a la abadía de Cill Dara, donde pasasteis años. Habéis estado en el extranjero, en el reino de Oswy de la tierra de los Anglos y en Roma. ¿Cómo íbamos a confiar en vos?

– Aún no entiendo qué os hacía sospechar que estuviera envuelta en una conspiración de estas características -dijo Fidelma, poniendo al fin palabras a su asombro.

Nion salió en defensa de Finguine.

– Yo conté a Finguine lo que había oído de Samradán. Una vez se jactó de lo poderoso que era su protector; de que era alguien muy próximo al rey de Cashel. Nunca concretó si era hombre o mujer. Hasta ahora no sabíamos que se refería a él como rígdomna.

– ¿Aun siendo rígdomna masculino, y no femenino? -le preguntó Fidelma con regocijo.

– Esto no es cosa de risa -interrumpió el brehon Rumann con enfado-. Con vuestra argumentación, casi os habéis colocado en la posición de principal sospechosa.

Fidelma se puso seria de pronto.

– En tal caso, será mejor que llegue a la conclusión, sabio juez, antes de que me declaréis culpable de conspiración. Una pregunta más. ¿Qué hacíais en la casa de Samradán la otra noche?

Finguine arrugó la frente.

– ¿La otra noche? Estaba buscando a Samradán, quería hacerle unas preguntas. Fui a caballo hasta su casa, pero al llamar a la puerta no me contestó.

– ¿No entrasteis?

– Ni siquiera bajé del caballo. Simplemente fui hasta la puerta y llamé. Al no haber nadie, me marché. Al día siguiente me llegó la noticia de su muerte… de su asesinato.

– Samradán me proporcionó la respuesta aun después de muerto -comentó Fidelma.

Un silencio glacial volvió a imponerse, y todos los presentes se inclinaron para escucharla bien.

– He mencionado que había cometido la necedad de preguntarle si comerciaba con plata, pues eso había oído decir. Lo negó porque su comercio era ilegal. Aparte de sus empleados y de Nion, que extraía la plata del mineral, sólo su cómplice en la conspiración conocía su actividad minera. Su cómplice era el rígdomna que pretendía derrocar el gobierno de Muman.

»Cuando ese hombre, ese joven rígdomna, entró a caballo en Cashel esa mañana, levantó la mano para dar la señal a los asesinos de disparar a Colgú. El simple hecho de que Colgú se inclinara inesperadamente hacia delante para saludarme hizo fallar al asesino. La segunda flecha dio exactamente adónde iba dirigida, y causó a Donennach una herida dolorosa, si bien leve. A continuación, Gionga, que había avistado a los asesinos, se lanzó tras ellos a galope tendido.

»Ahora bien, lo último que el cabecilla quería era que capturaran vivos a sus cómplices, ya que si morían, la conspiración aún podría seguir adelante. A uno de ellos, le había entregado el emblema de la Cadena de Oro, con la orden de soltarla en el lugar donde él se hallaba. Sin embargo, no había reparado en que el segundo de sus hombres, Baoill, aún llevaba encima el crucifijo de Ailbe, que sería la primera pista que conduciría a los conspiradores.

– ¿Decís con esto que Gionga actuó de forma equivocada al matar a los asesinos? -la interrumpió Solam.

– Gionga hizo lo que consideró oportuno. Mató a los asesinos pensando que estaba en peligro. Seguramente, si hubiera vacilado, el principal conspirador, que cabalgaba tras él, habría procurado matar a los dos hombres con algún pretexto antes de que pudieran hablar. Al final los dos hombres murieron, pero Gionga no tiene la culpa.

Gionga se había puesto de pie; tenía la frente arrugada, como si cavilara. Recordaba el incidente con mayor nitidez después de oír a Fidelma.

Ésta lo miró desde el otro lado de la sala para infundirle ánimo.

– Gionga, ¿me equivoco, o la persona que os siguió de cerca, y se aseguró de que matarais a los dos hombres en el almacén de Samradán, fue el mismo que sugirió que yo estaba decidida a inventarme pruebas para incriminar al príncipe Donennach? ¿No os insinuó él mismo que sería un acierto por vuestra parte apostar una guardia en el puente para impedirme partir a Imleach?

La cara de Gionga se iluminó, y asintió rápidamente.

– Así es, pero él…

– Sin daros cuenta, os hizo caer en una trampa, pues al enviar a los guerreros para cortarme el paso, sólo conseguisteis infundir más sospechas sobre vuestro príncipe. Con tal acción agravasteis la sospecha de culpa de los Uí Fidgente.

Gionga se llevó una mano a la frente y gruñó.

– No había pensado en eso.

– ¿Quién es ese hombre? -interpeló el brehon Rumann con frustración-. Basta ya de insinuaciones. Decid su nombre.

– ¿Quién alzó la mano cuando la escolta del rey Colgú entró en la plaza del mercado aquella mañana? -preguntó Fidelma-. Todos creímos que fue una señal para sus jinetes, cuando en realidad iba dirigida a los asesinos. ¿Quién fue con su caballo a la zaga de Gionga? ¿Quién sugirió a Gionga apostar guerreros en el puente sobre el río Suir? ¿Quién me dijo, en un momento en que bajó la guardia, que había comprado a Samradán cierto broche de plata, cuando la actividad minera era tan secreta que, aparte de Nion, la única persona que podía haber sabido de ella era su cómplice y protector?