Nada más. Eadulf siempre se había conducido de manera irreprochable. Fidelma se dio cuenta de que acaso deseaba que su amigo se comportara de otra forma con ella. Los religiosos podían vivir en compañía, casarse; muchos vivían en conhospitae, o casas mixtas. ¿Era eso lo que ella quería? En una ocasión, el que fuera su mentor, el brehon Morann, dijo a sus jóvenes alumnos que el matrimonio era un banquete donde las gratias eran mejor que la propia comida.
Incapaz de decidirse, casi había esperado que Eadulf tomara la decisión, que le sugiriera algo. Pero nunca lo había hecho. Y si hubiera querido contraer matrimonio, sin duda ya habría mencionado algo al respecto. ¿Qué estaba escrito en el Libro de Amos? ¿Pueden dos personas andar juntas si no van a la par? Era evidente que a Eadulf no le interesaba esa clase de vida en común. Él nunca le había planteado la posibilidad de mantener tal relación, y ella consideraba que no debía hacerlo si él no lo hacía. Lo más cerca que ella había estado de hablar del asunto fue en una ocasión en que le preguntó si había oído alguna vez el viejo proverbio que decía que una manta es más cálida cuando se pliega en dos. Pero Eadulf no captó la insinuación.
– ¿Os parece un buen momento para iros de Cashel? -volvió a preguntar.
Fidelma salió de su ensimismamiento.
– Sí, aunque sólo para descansar, como he dicho. Una vieja máxima dice que «para descansar la vista y la mente, es mejor cambiar el perfil del horizonte» -citó, mirándole con seriedad-. Ya habéis estado alejado durante mucho tiempo de Seaxmund's Ham, Eadulf. ¿Nunca sentís la necesidad de volver con vuestra gente y cambiar ese horizonte? Tenéis una obligación con el arzobispo Teodoro.
Eadulf negó inmediatamente con la cabeza.
– Nunca me podré cansar de esta tierra ni de… -dijo.
Se ruborizó sin acabar la frase. Parecía confuso. Su propio pueblo tenía un dicho que aconsejaba: «No lleves una hoz al campo de otra persona». Estaba claro que Fidelma no sentía lo mismo que él o, de lo contrario, no le habría sugerido regresar a Canterbury. Al parecer, Fidelma ni se había dado cuenta de que había dejado la frase en el aire.
– Tal vez el arzobispo requiera de vuestra presencia. No conviene que retraséis la vuelta mucho más. ¿Qué mejor momento para que ambos partamos de Cashel, vos a vuestra tierra y yo en busca de ese nuevo horizonte?
– ¿Os parece un buen momento? -insistió Eadulf.
– Alguien dijo una vez que siempre hay un momento para partir de un lugar, aun sin saber muy bien adónde irá.
– Pero uno también puede quedarse aquí, Fidelma -objetó Eadulf-. Yo he llegado a sentirme como en mi propia casa. Buscaría una forma de quedarme pese a las exigencias de Canterbury, Éste es el horizonte que deseo seguir viendo. El río que aquí corre es el agua junto a la que quiero descansar, en la que quiero bañar mis pies todos los días.
Fidelma aguardó, deseando que Eadulf pronunciara las palabras que ella tanto quería oír. Pero al comprender que no iba a hacerlo, sonrió con pesadumbre y volvió a citar:
– Heráclito dijo que nadie se baña dos veces en el mismo río, porque las aguas que fluyen nunca son las mismas. Lo único que permanece, Eadulf, es el cambio.
Fidelma estiró los brazos y bostezó, volvió el rostro hacia el sol poniente, un resplandor oval que se mantuvo en el cielo unos instantes antes de desvanecerse y proyectar una marea de sombras sobre el paisaje. Fidelma se estremeció por el súbito aire frío que empezó a soplar en la gran Roca de Cashel.
– Incidis in Scyllam cupiens vitare Charybdim -musitó Eadulf-. «Caéis en Escila intentando evitar Caribdis».
Fidelma arqueó una ceja.
– ¿Creéis que intento huir de algo malo y caeré en algo peor? Pues os equivocáis, Eadulf. Sólo necesito un cambio, nada más. La permanencia es causa de aburrimiento.
De fondo, una campana empezó a sonar solemnemente.
– La cena, Eadulf. Entremos y cambiemos el frío nocturno por el calor de una buena lumbre.
Peter Tremayne