Donndubháin bufó despacio.
– Los hombres del príncipe Donennach han dado con los asesinos.
– Nos encargaremos de ellos cuando hayamos llevado a mi hermano y al príncipe de los Uí Fidgente al palacio -comunicó Fidelma con sequedad-. Ayudadme, os lo ruego.
Eadulf estaba allí donde habían construido una camilla para transportar al herido príncipe de los Uí Fidgente, que ya estaba tumbado en ella, muy dolorido. Eadulf le había hecho un torniquete en la parte superior del muslo. Comprobó la estabilidad de la camilla y acto seguido ordenó a los guerreros Uí Fidgente que la levantaran con cuidado y le siguieran a él y al grupo que acompañaba a Colgú por el camino hacia el palacio.
Apenas habían iniciado la marcha, cuando se oyó ruido de cascos y un grito de protesta.
Eran los guerreros de la escolta montada de Donennach, que regresaban a la plaza. Tras los caballos, arrastraban por el suelo dos formas humanas con las muñecas atadas a una cuerda sujeta a la perilla de la montura del jinete que iba en cabeza.
Fidelma los vio y se volvió hacia su hermano lanzando una exclamación de protesta para criticar tamaña barbaridad. Para ella, era motivo de indignación dar un trato semejante a una persona, a cualquier persona, aun cuando pudiera ser un asesino. Pero su queja se acalló en sus labios en cuanto los jinetes se detuvieron. Bastó una miraba rápida a aquellos cuerpos ensangrentados para saber que ya estaban muertos.
El guerrero en cabeza, un hombre de rostro ovalado y anodino, y ojos entornados, desmontó de un salto y se aproximó a zancadas a la camilla del príncipe. Saludó haciendo una rápida señal con la espada manchada de sangre.
– Mi señor, creo que debéis echar un vistazo a estos hombres -dijo con dureza.
– ¿Acaso no veis que estamos llevando a vuestro príncipe a palacio para curarle la herida? -exigió Eadulf con furia-. No importunéis con tal asunto hasta que no se haya completado esta labor.
– Callad, forastero, cuando hable con mi príncipe -le espetó el guerrero con altanería.
Colgú, que se había detenido a poca distancia de allí, se dio la vuelta con una mueca de cólera y dolor, apoyándose en Donndubháin.
– ¡No os atreváis a dar órdenes en las laderas de Cashel, donde yo gobierno! -lo increpó apretando los dientes.
El guerrero Uí Fidgente ni siquiera pestañeó, ni apartó la mirada del rostro angustiado y pálido de Donennach de los Uí Fidgente, tendido en la camilla delante de él.
– Mi señor, es un asunto urgente.
Donennach se incorporó apoyándose en un hombro, sintiendo el mismo dolor que el de su anfitrión.
– ¿A qué se debe tanta urgencia, Gionga?
El guerrero, que así se llamaba, hizo una seña a uno de sus hombres, que había cortado las cuerdas que ataban a los cuerpos. Arrastró uno de ellos a un lado de la camilla.
– Aquí tenéis a los perros que os han disparado, mi señor. Mirad a éste -dijo, y sostuvo en el aire la cabeza del hombre.
Donennach se inclinó desde la litera. En las comisuras de los labios mostraba cierta tensión.
– No lo reconozco -se quejó.
– No tendríais por qué, mi señor -respondió Gionga-. Pero tal vez reconozcáis el emblema que lleva al cuello.
Donennach lo miró fijamente y luego frunció los labios sin emitir sonido.
– Colgú, ¿qué significa esto? -exigió, mirando hacia donde Donndubháin había ayudado al rey de Muman a aproximarse para ver mejor el cuerpo.
Colgú miró con angustia al hombre muerto. Fidelma y Eadulf estaban de pie a su lado. Nadie reconoció el cuerpo, pero el motivo de preocupación era evidente.
El hombre portaba el collar y el emblema de la orden de la Cadena de Oro, la élite guerrera de los reyes de Cashel.
De pronto, el tono áspero de Donennach se elevó con nerviosismo.
– Extraña hospitalidad la vuestra, Colgú de Cashel. Vuestra élite de guerreros me ha disparado. ¡Han intentado matarme!
CAPÍTULO IV
Un largo silencio se impuso tras la acusación del príncipe de los Uí Fidgente. Fidelma fue quien puso fin a aquella calma amenazadora inclinando la cabeza hacia su hermano, que estaba de pie con un semblante que apenas si ocultaba el dolor de la herida.
– Si los guerreros de Colgú han disparado a mataros, Donennach, también han intentado abatir al rey de Cashel.
Donennach la miró inquisitivamente con ojos penetrantes. Su guerrero jefe, Gionga, hizo la pregunta que aquél no había formulado.
– ¿Y vos quién sois, mujer, que osáis hablar en presencia de príncipes? -exigió sin perder la arrogancia.
Colgú respondió con serenidad, aunque con la voz tensa por el dolor.
– Es mi hermana, Fidelma, que habla y tiene más derecho a hacerlo que ninguno de los aquí presentes, pues es dálaigh de los tribunales, además de ser religiosa y de poseer el título de anruth.
Los ojos de Gionga se abrieron visiblemente al reparar en que el grado de ollamh, el más elevado de las universidades irlandesas, laicas y eclesiásticas, era el siguiente después del de anruth.
Gionga no dejó traslucir la impresión que le había causado, sino que se limitó a entornar los ojos, diciendo:
– Vaya. De modo que sois Fidelma de Cashel. Sor Fidelma. Vuestra fama os precede en las tierras de los Uí Fidgente.
Fidelma contestó al examen de Gionga con una adusta sonrisa.
– Así es, estuve en la región de los Uí Fidgente… una vez. Fui invitada… con motivo de un envenenamiento.
No dio más detalles, pues sabía que Donennach conocía muy bien la historia.
– Mi hermana tiene razón -intervino Colgú, volviendo al origen de la cuestión-. ¡Cualquier acusación afirmando que mi mano está detrás de este acto vil es falsa!
Eadulf decidió intervenir otra vez, pues le preocupaban las heridas de ambos.
– No es el momento de discutir este asunto. Ambos necesitáis que os atiendan las heridas antes de que se infecten. Dejemos la discusión para momento más oportuno.
Colgú se mordió el labio para controlar un espasmo de dolor que de pronto le recorrió todo el brazo.
– ¿Estáis de acuerdo, Donennach?
– Estoy de acuerdo.
– Yo tomaré en mis manos este asunto, hermano, mientras Eadulf te asiste -dijo Fidelma con firmeza.
Gionga dio un paso adelante con claro gesto de indignación, pero antes de que pudiera decir nada, Donennach alzó una mano.
– Quedaos con sor Fidelma, Gionga -le ordenó con delicadeza-, y ayudadla en todo aquello que este asunto precise.
Donennach parecía haber puesto un énfasis innecesario en la palabra «ayudadla». Gionga inclinó la cabeza y retrocedió.
Los portadores de la camilla levantaron al príncipe de los Uí Fidgente y siguieron a Colgú, a quien ayudaba Donndubháin, por el empinado camino hacia el palacio real. Eadulf, que iba junto a Colgú, estaba inquieto.
Fidelma se detuvo un momento, entrelazando las manos delante con recato. Su viva mirada centelleaba con tal fulgor que quien la conociera sabría que albergaba una peligrosa disposición de ánimo. Sólo en apariencia guardaba la debida compostura.
– ¿Qué sugerís, Gionga? -le preguntó con serenidad.
Gionga reposó el peso de su cuerpo sobre una pierna y luego sobre la otra, revelando así su incomodidad.
– ¿Qué sugiero? -repitió con desafío.
– ¿Os parece bien que trasladen los cuerpos de estos dos hombres a nuestro boticario? Allí podremos examinarlos luego y en mejores circunstancias.
– ¿Por qué no los examinamos ahora? -preguntó con cierta intemperancia el guerrero de los Uí Fidgente, y al recordar el grado de Fidelma se dio cuenta de que debía contener su arrogancia.
– Porque ahora quiero que me mostréis dónde y cómo los hallasteis y por qué razón les disteis muerte, en vez de capturarlos para averiguar el motivo del ataque.