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Entonces Álvaro intentó entablar conversación; el viejo Montero respondió con monosílabos o evasivas: había advertido que Álvaro no era un rival cómodo y estaba sumergido hasta el cuello en la partida. Era evidente que tenía que pasar aún algún tiempo antes de que el anciano bajase la guardia, antes de que la relación que los unía dejara de ser sólo una cuestión de rivalidad. Por lo demás, no convenía precipitarse: si la enfermiza desconfianza de su anfitrión intuía un intento sospechosamente prematuro de acercamiento, no era imposible que reaccionase redoblando sus defensas, de modo que cualquier relación posterior resultara inviable.

El viejo ganó la partida. No sabía ocultar su satisfacción. Afectuoso y expansivo, comentó durante un rato la disposición de las piezas en el momento del mate, redistribuyó las fichas para colocarlas en la posición en que se encontraban cuando concibió el asalto final, discutieron algunos pormenores, propusieron posibles variantes. Álvaro declaró que no consideraba una hipérbole afirmar que la jugada había sido perfecta. El anciano le invitó a un vaso de vino. Álvaro se dijo que el alcohol es locuaz y que es proclive a las confidencias, pero recordó que había optado por la prudencia en esa primera visita y decidió que, por esa vez, el viejo Montero se quedara con las ganas de hablar. Fingiendo cierto resquemor por la derrota -cosa que sin duda alimentaría aún más la vanidad del anciano-, pretextó una excusa y, una vez hubo concertado una cita para la siguiente semana, se despidió.

8

A partir de ese día se consagró de lleno a la redacción de la novela. Su trabajo febril sólo se veía interrumpido por las asiduas reyertas que el matrimonio Casares sostenía. A las discusiones que provocaban las borracheras y las salidas nocturnas seguían indefectiblemente las caricias y las reconciliaciones. Álvaro había adquirido tal destreza en la grabación que ya ni siquiera necesitaba asistir -a menos que una pasajera recaída de su ritmo de trabajo aconsejara servirse de ese estímulo crudamente real- a las a menudo fatigosas y siempre reiterativas discusiones. Bastaba conectar el magnetófono en el momento adecuado para poder regresar enseguida a su despacho y proseguir con tranquilidad su trabajo. Por otro lado, el deterioro de sus relaciones había repercutido sobre el aspecto exterior de los Casares: la ligera tendencia a la obesidad que le prestaba a él un aire confiadamente satisfecho se había convertido ahora en una gordura grasienta y servil; la palidez casi victoriana de ella, en una piel blanquinosa y marchita que revelaba cansancio.

Álvaro no lamentaba que la periodista no hubiese vuelto a pedirle patatas o sal. Comprendía, en cambio, el peligro que entrañaba la marcha de sus relaciones con la portera. Nadie podrá exagerar nunca el poder de las porteras, se dijo. Y enfrentarse abiertamente con la suya era un riesgo que no debía correr; por eso trató de reconciliarse con ella.

Bajó a visitarla de nuevo. Le explicó que hay momentos en que un hombre no es él mismo, pierde los estribos y es incapaz de controlarse; en esos instantes aciagos, nada de lo que hace o dice debía interpretarse como propio, sino como una especie de malévola manifestación de un genio momentáneo y abyecto. Por ello pedía que lo disculpara si, en alguna ocasión, su comportamiento no había sido todo lo caballeroso que cabría esperar de él.

La portera aceptó encantada sus disculpas. Álvaro se apresuró a añadir que en ese momento se encontraba en un punto particularmente delicado de su trayectoria profesional, cosa que no sólo explicaba sus posibles accesos de malhumor, sino que exigía por su parte una entrega absoluta y sin concesiones a su labor, por lo que le iba a resultar de todo punto imposible cultivar su trato y gozar de su compañía durante algún tiempo. Nada le resultaba más penoso, pero era obligado que pospusieran su amistad hasta que las circunstancias fueran más propicias. Ello no impedía, claro está, que sus relaciones, pese a desarrollarse en un plano estrictamente superficial, estuvieran presididas por una cordialidad ejemplar. Hechizada por la florida retórica auto-exculpatoria de Álvaro como una serpiente por el sonido de la flauta del encantador, la portera asintió complaciente a todo.

En casa del viejo Montero continuaron las partidas. Álvaro advertía con agrado que se desarrollaban siempre bajo su controclass="underline" él decidía los intercambios de piezas, preveía la disposición de los ataques, dictaba el talante del juego y propiciaba una calculada alternancia de victorias y derrotas que mantenía la rivalidad e invitaba a la intimidad entre los dos rivales. Poco a poco, las conversaciones previas o posteriores al juego se dilataron hasta abarcar más tiempo que la propia partida. No sin sorpresa al principio, observó que el anciano consumía cantidades insólitas de alcohol para un hombre de su edad, que le volvían de una locuacidad desordenada y obsesiva. Álvaro se mantenía a la expectativa.

El viejo Montero hablaba sobre todo de política. Siempre había votado a la extrema derecha y creía que la democracia es una enfermedad que sólo las naciones débiles padecen, porque implica que las élites dirigentes han declinado su responsabilidad en la masa amorfa del pueblo, y un país sin élite es un país perdido. Por lo demás, estaba basada en una quimera: el sufragio universal; el voto de una portera no podía tener el mismo valor que el voto de un abogado. Álvaro asentía y enseguida el anciano pasaba a criticar con acidez al gobierno. Sus dardos, sin embargo, se dirigían de preferencia a los partidos de la derecha. Consideraba que habían claudicado de sus principios, que habían renegado de su origen. A Álvaro le conmovía a veces el rencor sentimental de sus reproches.

También hablaba de su pasado militar. Había tomado parte en la batalla de Brunete y en la del Ebro, y refería con emoción historias de muertes memorables, de polvaredas y heroísmo. Un día explicó que en una ocasión había visto de lejos al general Valera; otro, evocó la muerte en sus brazos de un alférez provisional, que se desangró mientras lo trasladaban a un puesto de socorro alejado de la primera línea del frente. Alguna vez se le saltaron las lágrimas.