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Álvaro comprendió que la desconfianza del viejo no se dirigía hacia individuos concretos, sino que era un rencor general contra el mundo, una suerte de enconada reacción de la generosidad traicionada.

Su única hija vivía en Argentina; de vez en cuando le escribía. Él, por su parte, guardaba los ahorros de toda su vida para legárselos a sus nietos. Un día, en plena exaltación alcohólica y tras referirse a los que lo heredarían, aseguró con orgullo que disponía de mucho más dinero del que su vida modesta dejaba sospechar. Con idéntico orgullo, declaró que desconfiaba de los bancos, mezquinos inventos de usureros judíos. Entonces se levantó (había un brillo etílico en sus ojos viscosos) y descubrió una caja de caudales empotrada en la pared, oculta tras un cuadro que imitaba un paisaje neutro.

Álvaro se estremeció.

Al cabo de unos segundos, Álvaro reaccionó y dijo que desde hacía tiempo a él también le rondaba la cabeza la idea de sacar su dinero del banco y meterlo en una caja fuerte, pero que no se resolvía a hacerlo porque no estaba convencido de que fueran seguras y le daba mucha pereza acudir a informarse a una tienda. Con el mismo entusiasmo que si tratara de venderla, el anciano encareció las virtudes de la caja y se demoró en la explicación del sencillo funcionamiento de su mecanismo. Afirmó que era mucho más segura que un banco y que sólo la cerraba cuando salía de casa.

Ese mismo día, Álvaro invitó al matrimonio Casares a cenar.

A las nueve en punto se presentaron en su casa. Se habían engalanado para la ocasión. Ella llevaba un vestido violeta y anticuado, pero su peinado era elegante y la sombra de pintura que oscurecía sus labios, párpados y pómulos realzaba paradójicamente la palidez de su rostro; él estaba embutido en un traje estrecho, y su enorme barriga sólo permitía que se abrochara un botón de la chaqueta, de manera que dejaba a la vista la pechera floreada de una camisa de bautizo asturiano.

Álvaro estuvo a punto de reírse del aspecto patético que ofrecían los Casares, pero enseguida comprendió que esa cena representaba para ellos un acto social no desprovisto de cierta importancia y sintió una especie de compasión hacia la pareja. Esto le infundió una gran confianza en sí mismo; y por eso, mientras consumían el aperitivo que había preparado y escuchaban sus últimas adquisiciones discográficas, supo encontrar temas de conversación que paliasen la relativa incomodidad inicial y relajasen el envaramiento que los atenazaba. Conversaron sobre casi todo antes de sentarse a la mesa y Álvaro no dejó de observar que la -mujer fumaba uno tras otro, con manos nerviosas, varios cigarrillos, pero se abstuvo de hacer comentario alguno.

Durante la comida, el hombre habló y rió con una alegría estentórea que a Álvaro le pareció excesiva y, pese a su aspecto demacrado, la mujer se mostraba visiblemente complacida ante la contagiosa vitalidad del marido. Álvaro, sin embargo, fiado en el respeto que inspiraba, no soltó las riendas del diálogo, y aunque tendía a inhibirse cuando se enfrentaba a una personalidad más vigorosa o desbordante que la suya, atinó a llevar la conversación a su terreno. Habló de la vida de barrio, de las peculiares relaciones que se establecían entre los vecinos; inventó unas discordias dudosamente divertidas' con los porteros. Después se centró en sus relaciones con el viejo Montero: las largas partidas de ajedrez, las conversaciones que las precedían y seguían, la áspera desconfianza inicial sólo difícilmente suavizada con el tiempo; también se demoró en los numerosos pormenores que hacían de él un individuo excéntrico. En la sobremesa, mientras tomaban café y coñac, se interesó discretamente por la situación laboral de su vecino. La pareja se ensombreció. Afirmó el hombre que todo continuaba igual; no sabían cómo agradecerle todas las molestias que se había tomado por ellos. Álvaro declaró que se consideraba pagado con la satisfacción que le deparaba cumplir con su obligación de amigo y vecino. Dijo que, por su parte, había hecho averiguaciones en su reducido ámbito, pero que el resultado había sido nulo; a su juicio, la situación no tenía visos de mejorar, al menos a corto plazo. De cualquier manera, proseguiría sus averiguaciones y, en cuanto tuviese noticia de algún puesto de trabajo, se lo comunicaría de inmediato.

Continuaron charlando un rato. Quedaron citados para el martes siguiente. Se despidieron.

9

Durante esa semana se entregó a una actividad febril. Ahora también escribía de noche: al regresar de la oficina se daba una ducha, cenaba algo ligero y se encerraba de nuevo en el despacho. A medida que la novela se aproximaba a su fin, se ralentizaba el ritmo de escritura, pero también crecía la certeza de que era adecuado el camino elegido. Para no desperdiciar las dos mañanas en que subió a casa del anciano, las vísperas de esas visitas le sorprendían en la cama muy pronto, lo que le permitía levantarse al día siguiente a las cinco, de manera que podía disponer de casi cinco horas de trabajo matinal antes de enfrentarse al tablero de ajedrez. Las reyertas entre los Casares arreciaban y no le fue difícil advertir, el día en que volvieron a cenar a su casa, que había aumentado la hostilidad entre ellos. Ese día ya no acudieron vestidos como para una celebración religiosa; ello presuponía un mayor grado de confianza, cosa que no sólo permitía que él se condujera y expresara con más naturalidad, sino también que eventualmente aflorara a la superficie de la cena el resentimiento que ellos habían estado incubando en los últimos tiempos. Álvaro dominó de nuevo el diálogo y apenas tuvo que esforzarse para centrarlo, ya casi sin pretender que sólo se trataba de un azaroso meandro de la conversación, en el viejo Montero. Volvió a referir sus excentricidades, precisó con lujo de detalles la ubicación de la caja fuerte y describió su sencillísimo mecanismo, aseguró que contenía una enorme fortuna; después, habló de la mala salud del viejo, de su absoluto aislamiento; hizo especial hincapié en la casi matemática exactitud de sus salidas y entradas a diario, en el carácter inquebrantable de su rutina cotidiana; por último, dijo que sólo accionaba el seguro de la caja fuerte cuando se disponía a salir de casa.

En vano acechó una reacción del matrimonio. Cambiaban de tema en cuanto se abría un silencio en la monótona charla obsesiva de Álvaro. Al principio pensó que sólo era cuestión de tiempo; pero a medida que las cenas se repetían y él iba constriñendo poco a poco las conversaciones a ese único tema, la indiferencia de los Casares se convertía en irritación o impaciencia. Un día le rogaron bromeando que por una vez dejase de lado el tema y Álvaro, entre molesto y sonriente, pidió que le perdonaran: «Es que me parece un asunto apasionante», declaró, apasionadamente; otra vez aludieron al tema llamándole su «manía persecutoria» y él, que sintió que trataban de ridiculizarlo, respondió con acritud, como repeliendo una agresión inesperada; en otra ocasión, el matrimonio se permitió invitar a la periodista de rostro erupcionado para que introdujera un elemento de variación en sus reuniones, pero Álvaro casi prescindió de su presencia, y aquel día insistió más que nunca en el viejo. Al salir, los Casares permanecieron un rato en el rellano hablando con la periodista. Confesaron su preocupación por Álvaro, de un tiempo a esta parte lo encontraban desmejorado, tanta soledad no podía sentarle bien a nadie.