– La soledad linda con la locura -dijo el hombre, como si repitiera una sentencia preparada con antelación para ese momento.
Hubo un silencio. La muchacha abría mucho unos ojos que eran dos manzanas azules y atentas.
– Acabará por pasarle algo -agregó la mujer con ese fatalismo que es la sabiduría de la gente humilde.
Álvaro no sólo estaba preocupado porque el matrimonio no reaccionara como había previsto, sino que lo que de veras le exasperaba era que las relaciones entre ellos habían mejorado de un modo evidente: las peleas habían cesado, las cenas en su casa parecían reconciliarlos aún más, su aspecto físico recobraba el vigor perdido. Pero había algo peor: era incapaz de dar con un final adecuado para su novela; y cuando creía encontrarlo, las dificultades de ejecución acababan por desanimarlo. Era preciso hallar una solución.
Pero fue la solución la que lo halló a él. Había estado intentando trabajar durante toda la mañana sin resultado alguno. Salió a pasear bajo una luz de otoño y hojas secas. De regreso, encontró a los Casares en el portal, esperando el ascensor. Llevaban varias bolsas y, envuelto en papel de estraza, un objeto de forma alargada que se ensanchaba en su extremo inferior. Álvaro pensó incongruentemente que era un hacha. Un escalofrío le recorrió la espalda. Los Casares lo saludaron con una alegría que Álvaro juzgó incomprensible y que quizás era sólo artificiosa; le dijeron que venían de hacer unas compras en el centro de la ciudad, comentaron la bondad del día y se despidieron en el rellano.
Tras un breve forcejeo nervioso, acertó con la cerradura de su puerta. Al entrar en casa, se sentó en un sillón de la sala y, con manos temblorosas, prendió un cigarrillo. No le cabía ninguna duda acerca del uso que los Casares harían del hacha, pero tampoco -pensó con un principio de euforia- del final que daría a su novela. Y entonces se preguntó -quizá por ese insidioso hábito intelectual que lleva a considerar una estafa todo objetivo en el momento en que se ha conseguido- si valía la pena acabarla a cambio de la muerte del viejo y del apresamiento que casi con toda seguridad esperaba después al matrimonio, porque unos aficionados cometerían errores que no podrían pasar inadvertidos para la policía. Sentía una terrible opresión en el pecho y la garganta. Pensó que llamaría a los Casares y los conminaría a que abandonaran su proyecto, les convencería de que era una locura, de que ni siquiera la idea había partido de ellos: sólo él, Álvaro, era responsable de esa atroz maquinación; les convencería de que iban a destruir sus vidas y las de sus hijos, porque, aun si en el mejor de los casos la policía no los descubría, ¿cómo podrían vivir en adelante con el peso de ese crimen sobre su conciencia, cómo mirarían cara a cara a sus hijos sin vergüenza? Pero tal vez ya era tarde. Ellos habían tomado su decisión. Y él, ¿acaso no la había tomado él también?, ¿no había decidido sacrificarlo todo a su Obra? Y si se había sacrificado a sí mismo, ¿por qué no sacrificar a otros?, ¿por qué ser con el viejo Montero y con los Casares más generoso que consigo mismo?
Entonces llamaron a la puerta. Era cerca del mediodía y no esperaba a nadie. ¿Quién podría buscarlo a esas horas? Con un estremecimiento de pavor, con resignación, casi con alivio, creyó comprender. Se había equivocado; los Casares no matarían al viejo: lo matarían a él. En un relámpago de lucidez, pensó que acaso sus vecinos habían averiguado de algún modo que él pudo en su momento recurrir la carta de despido y conseguir que Enrique Casares no perdiera su trabajo, pero por alguna razón ignorada para ellos -aunque no por eso menos infame- había rehusado hacerlo, arruinando su vida e incitándolos luego, torpemente, a matar al viejo Montero. Pero si lo mataban a él no sólo se vengarían del responsable de su desgracia, sino que además podrían quedarse con su dinero -un dinero que quizá legítimamente les pertenecía-; porque ahora intuyó, a través de la incierta neblina de su enajenación, que no era imposible que, durante sus últimos encuentros obsesivos, hubiera hablado de que él mismo había decidido guardar sus ahorros en una caja fuerte semejante a la del viejo.
Acechó por la mirilla. Su vecino, en efecto, esperaba en el rellano, pero sus manos estaban vacías. Abrió. Enrique Casares balbuceó, dijo que estaban arreglando una ventana y que necesitaban un destornillador; preguntó si le importaba dejarles el suyo por un tiempo, esa misma noche a más tardar se lo devolverían. Álvaro le rogó que esperara en el salón y al cabo de un momento regresó con el destornillador. No advirtió que la mano de Enrique Casares temblaba cuando lo recogió de sus manos.
La mujer acudió a devolverlo por la noche. Charlaron unos minutos en el comedor. Cuando se disponía a salir -la puerta del piso estaba entreabierta y la mujer empuñaba el pomo con la mano izquierda- se volvió y dijo como quien se despide, en un tono de voz que a Álvaro le pareció quizá demasiado solemne:
– Muchas gracias por todo.
Nunca se había preguntado por qué no había olores ni ruidos y quizá por eso entonces le sorprendió aún más su presencia, aunque no era imposible que hubieran aparecido también otras veces; pero lo más curioso era esa vaga certeza de que ya nada ni nadie le impediría llegar hasta el fin. Caminaba por un prado muy verde con olor de hierba y árboles frutales y estiércol, aunque ni árboles ni estiércol veía, sólo el suelo verdísimo y los caballos relinchando (blancos y azules y negros) contra un cielo de piedra o acero. Subía por la dulce pendiente de la colina mientras un viento seco erizaba su piel desnuda, y casi con nostalgia se volvía hacia el valle que iba dejando atrás como una estela verde poblada de relinchos de cal. Y sobre la cima de la colina verdísima revoloteaban pájaros color polvo que iban y venían y emitían grititos metálicos que eran también agujas heladas. Y llegó jadeante a la cima, y supo que ya nada ni nadie le impediría vislumbrar lo que del otro lado acechaba, y empuñó con su mano izquierda el pomo de oro y abrió la puerta blanca y miró.